DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(4)
Parks arrojó al suelo su pistola, corrió a la velocidad del rayo y anduvo toda la distancia que le separaba del lugar donde había caído su amigo. Pronto observó que Sir Wilfred, agonizante y retorciéndose de dolor, estaba herido en pleno pecho, del cual manaba abundante sangre.
Lo que más aterrorizó al Fiscal fue ver la trágica expresión de horror, la mueca macabra y del extrañeza del pobre Magistrado, que por un momento pareció querer incorporarse para hablar. Pero en aquellos fatales segundos de vida, vomitó un poco de sangre por la boca y, antes de exhalar su último aliento, apenas musitó unas cuantas palabras al oído del señor Parks, que se había inclinado para escucharle con más atención:
-Le perdono... a usted... Busquen... el papel... Es... enemiss...
Y expiró. No dio tiempo a que terminara aquella frase postrera. Entonces, el señor Parks cerró los ojos, maldijo aquella desventurada tarde y gritó. Al Padre Brown le pareció que aquel estruendo de desahogo era auténtico. El segundo en llegar, justo tras los pasos de Parks, fue Flambeau, que oyó claramente cómo este maldecía su mala suerte y se echaba la culpa de lo que había pasado. Luego apareció Louise Woolcott, que se encaró con el Fiscal, reprochándole su malvada acción con estas palabras:
-¡Asesino, es usted un asesino! Ha estado fingiendo estos dos meses, pérfida víbora envidiosa. Dos meses de hipocresía en los que se ganó la confianza de mi pobre padre para ahora asesinarle delante de todos y sin piedad... ¡Me da usted asco...!
Los demás aparecieron en el instante en que un atónito Parks permanecía pálido, mudo y perplejo ante las acusaciones de la hija, la cual se inclinó ante el cuerpo de su difunto padre, mezclando su amargo lamento con palabras ininteligibles.
Como era lo más natural, la señora Eleanore Woolcott también lloraba sin consuelo, al tiempo que pedía el socorro de un médico, ignorante de que ya nada podía hacerse por salvar a su marido.
Por su parte, aunque estaba totalmente conmocionada, la joven periodista, Miss Artemise North, aseguró a todos que, saliendo de una de las ventanas de la mansión, había visto con claridad el brazo de un hombre empuñando una pistola y apuntando al exterior. Eso le llamó la atención y en cuestión de segundos fijó su mirada en ese punto. Por lo que ella juzgaba, y así lo declaró después, la segunda detonación que oyeron fue ni más ni menos que un disparo que aquella sombra extraña había realizado desde esa ventana de la casa, que daba a los jardines.
Muy decidido y sin pensarlo dos veces, el humilde sacerdote llamado Brown se inclinó ante el cuerpo sin vida de Sir Wilfred, mientras recitaba una última absolución para el alma del buen jurista y algunas oraciones que en el credo católico se reservan para estos casos desesperados.
Al agacharse, una ráfaga de viento hizo que su sombrero negro y picudo, característicos de los clérigos de entonces, saliera volando, mientras él miraba al cielo, sorprendido. Por un momento, una idea extravagante cruzó su mente: la idea de que aquella ráfaga de viento era el alma de Sir Wilfred, camino de la luz del Creador.
Los demás quedaron paralizados por el hecho en sí. El anticuario Redvill no dijo ni media palabra pero no dejaba de bizquear, mientras el adormilado Juez Thorpe no comprendía nada. El pobre viejo creyó en un principio que nadie había disparado su arma, puesto que él no había oído ningún ruido. En esos instantes de terror, Parks se acercó al cura y le confió las últimas y misteriosas palabras que el Magistrado Woolcott había pronunciado.
En tanto se desarrollaba aquella escena de tragedia, Flambeau corrió como un gamo, con un doble objetivo: debía avisar por teléfono a la policía para contarles lo acaecido, además de dar parte a un médico, a sabiendas de que ya ningún doctor podría hacer nada por el Magistrado; en segunda instancia, tenía que descubrir quién era la sombra tras la ventana, aunque su mente se maliciaba que no podía ser otro que el Capitán Gallagher, el cual habría disparado su arma por un motivo que el detective francés no era capaz de imaginar, si es que realmente había disparado contra Sir Wilfred, de lo cual no estaba seguro. Flambeau daba grandes zancadas, camino de la casa, al tiempo que se acordó de que alguien le había dicho que Gallagher era, sin duda, el mejor tirador de cuantos allí estaban.
La señora Eleanore Woolcott, en cuanto el Padre Brown hubo terminado sus rezos, se agachó y al instante se abrazó al cuello de su difunto esposo, entre lágrimas de infinito desconsuelo. Del igual modo, Louise, la cual aún ahora se había vuelto a sentar, sollozaba sin dejar de maldecir contra el señor Arthur Parks. Pese a que, durante un rato, la joven damisela se había tapado la cara con ambas manos, alzó luego su delicado rostro, dejando ver su fina y tersa piel pálida, cubierta de un rubor enrojecido por el llanto más profundo y la rabia más absoluta.
Al poco rato, regresó Flambeau, anunciando que ya se había llamado tanto a los agentes de la autoridad como al médico.
-Con todo, no he podido encontrar a ese filibustero del Capitán Gallagher por ninguna parte, mon Pére. -susurró Flambeau al oído del cura. - Carter afirma que le vio correr hacia la entrada de la casa poco después de que se oyera la detonación. He salido un momento afuera y, sí, he comprobado que el coche de Gallargher también ha desaparecido... Bufff, como la policía tarde demasiado será muy difícil dar con ese endiablado irlandés. De veras que no entiendo cómo ha podido suceder esto, amigo Brown... Mon Dieu, ¡pero si las balas eran de fogueo!
-Oh, mi buen Flambeau, no me sea tan cándido -musitó el sagaz sacerdote, siguiendo la misma juiciosa forma de confidencia, para evitar que los demás les oyeran. -Ante el extraño y aparentemente insoluble suceso de que un hombre muera por una pistola que suponíamos cargada con una bala de fogueo, caben varias posibilidades: la primera que se me ocurre a bote pronto es que alguien pudiera haber cambiado las balas de fogueo por otras realmente mortales. La cuestión es averiguar quién lo hizo, cuándo cambió las balas y por qué razón. La segunda no requiere que nadie manipulase las armas y me ha sido sugerida por lo que ha dicho esa periodista, la señorita North: la mano casi invisible que empuñaba una pistola contra Sir Wilfred ha querido hacer coincidir el sonido de las balas de fogueo con el de una bala mortal. De ahí la doble detonación que hemos escuchado.
-Sigo creyendo que esta historia es irreal, como si fuera una pesadilla de la que despertaré en mi apartamento de Westminster. -musitó el gigante.
-Nada de eso. Por desgracia para Sir Wilfred y su apenada familia, todo ha sucedido realmente. Ya se habrá dado cuenta, Flambeau, de que, como nos habíamos temido, este no era un “duelo falso”... O, tal vez, fue un duelo donde todos hemos sido engañados, igual que el mago crea ante nosotros una falsa ilusión, deslumbrándonos con el efecto de su truco. En otras palabras: se nos ha engañado porque parte de la falsedad del duelo estribó en el trágico hecho de que ni los invitados ni ninguno de los duelistas era consciente de que cualquiera de ellos dos podía morir.
Flambeau no había pensado en eso pero, al decirlo su amigo el sacerdote, se dio cuenta de que era cierto. Alguien, ya hubiera manipulado las armas, ya hubiera disparado desde la casa, engañó a los duelistas, que ignoraban que podrían morir. Entonces al Padre Brown se le iluminó la cara, pues una nueva idea atravesó sus ojos grises como un rayo. Luego dijo:
-Sin embargo, eso de cambiar las balas de fogueo por otras de verdad es muy arriesgado. Acabo de darme cuenta, querido Flambeau, de que el asesino, quienquiera que sea, en el caso de querer deshacerse del pobre Sir Wilfred, debió cambiar las dos balas necesariamente, porque no podía saber cuál era la pistola que elegiría el Magistrado ni la que eligiría Parks, lo que nos lleva a la conclusión de que, si Sir Wilfred hubiera sido más rápido que el Fiscal, a estas horas el muerto sería Parks y no Woolcott. En fin, debemos meditar más despacio sobre estas cosas y, ante todo, hágame un favor: lleve a la familia del difunto de nuevo a la casa. Que nadie proteste ni salga del lugar. Le dejo a cargo de todo, ¿de acuerdo? Yo me quedaré aquí, velando el cadáver de Sir Wilfred, mientras llegan los agentes del Yard y el médico. Aprovecharé para seguir rezando por el alma de este hombre y para ver si encuentro alguna pista. No espere más. Llévelos a la casa, amigo...
Flambeau nunca discutía las órdenes del Padre Brown, y menos cuando se hallaba tan nervioso como en aquella ocasión. El caos se había adueñado de Woolcott Manor. Por ese motivo al detective gascón le costó un buen rato convencer a aquel variopinto grupo de personas de que lo más juicioso era volver al interior de la casa. Tras unos minutos, logró conducirles, igual que el buen pastor guía a sus ovejas hacia las verdes praderas. Brown observó la escena del regreso y, cuando se hubo quedado solo, sin dejar de recitar sus oraciones, siguió rumiando todo cuanto había visto y oído, dando pequeños paseos por los alrededores del lugar donde se había producido aquel extraño y truculento drama.
En uno de aquellos cortos paseos observó por azar el tronco de un árbol que estaba alejado del muerto pero, en cambio, no demasiado lejano de donde se habían dispuesto las sillas para que las damas observaran el duelo. En el tronco del árbol pudo ver la madera astillada y se dijo que, sin duda, la segunda detonación no fue un mero eco. Un arma, distinta a las del duelo, se había disparado y el proyectil había dado en ese árbol. No podía recordar quién estaba cerca del árbol, pero se convenció de que el invisible y silencioso tirador de la ventana no apuntó a Sir Wilfred, sino a otra persona, pues el árbol estaba algo lejos del cuerpo del fallecido.
Aún hizo otro pequeño pero interesante descubrimiento. Aunque el padre Brown no estaba del todo familiarizado con las nuevas técnicas policiales, sabía que ya se recogían huellas e impresiones digitales. Por tanto, cogió un pañuelo y envolvió con él la pistola de Woolcott, que había rescatado del suelo, a fin de evitar que sus huellas borraran las de alguien que la hubiera manipulado. Con mucho tiento, abrió el cargador del arma y observó que aún conservaba el proyectil en su interior, lo que indicaba a todas luces que el Magistrado no pudo o no quiso disparar antes que su rival. Muy despacio dejó esa pistola sobre el césped, cogió de nuevo su pañuelo y fue adonde Parks había arrojado su Mauser C-96. Repitió la operación: la envolvió con el pañuelo, abrió el cargador y vio que estaba vacío.
Pensó entonces que, sin duda alguna, la bala que mató al Magistrado salió del arma de Arthur Parks, ya que la otra, la del disparo desde la ventana, debía estar hundida en el retorcido y astillado tronco del árbol. Con todo, decidió esperar a la llegada de los expertos de la policía para que confirmasen sus conjeturas.
Serían las siete de la tarde aproximadamente cuando llegaron dos coches más a la casa, coincidiendo al mismo tiempo: el auto del médico del pueblo más cercano (Londres quedaba un poco lejos) y el auto oficial de Scotland Yard, el cual sí que procedía de la capital, puesto que en aquella zona de las afueras, con tan pocos habitantes, no había puesto ni sede oficial del cuerpo de Policía.
La figura imponente y atlética del delgado Inspector Grandison Chase bajó del segundo automóvil, al tiempo que daba órdenes a sus dos acompañantes de que entraran en la casa tras sus pasos. Eran estos dos jóvenes alegres e inteligentes: el sargento Carruthers y el oficial forense, el Dr. Tanner. Ambos llevaban pocos años en el Yard pero ya acreditaban la suficiente experiencia como para afrontar cualquier problema criminal. Por su parte, el Inspector Grandison Chase era un hombre fornido, a pesar de su extrema delgadez, el cual lucía un abundoso y exagerado bigote que le daba el aspecto de una morsa recién salida del mar. Sonreía pocas veces y era un fanático del orden, la lógica y la ciencia de la deducción. Sus métodos eran fríos, calculados, sumamente objetivos y eso le había granjeado la confianza de sus jefes y le había hecho acreedor de una bien merecida fama como detective, carrera en la que obtuvo varios éxitos sonoros al resolver algunos casos realmente intrincados. A esa carrera le había dedicado media vida, siempre al servicio del Imperio de la Ley. Por último diremos que no era la primera vez que se topaba con nuestros amigos Brown y Flambeau, los cuales le habían ayudado ya en un par de ocasiones a desvelar ciertos casos que ahora, queridos lectores, sería engorroso citar.
El Inspector Chase entró en la casa, seguido de Carruthers y Tanner. Salió a recibirles el mismo Flambeau, al cual dio un amistoso abrazo, imagen ante la cual los demás invitados pensaron que asistían a la reunión de dos afables gigantes. Flambeau ya le había participado al Inspector los detalles más relevantes del caso, a los que añadió las últimas reflexiones que Brown y él acababan de realizar hacía unos minutos. Chase ordenó al sargento Carruthers que tomase las huellas de todos los habitantes de la casa y, en especial, de los que asistieron al duelo, incluidas las del difunto Sir Wilfred. Al Dr. Tanner le encomendó la tarea de reconocer el cuerpo, así que, como ya se quedaría en la casa un agente oficial, Flambeau condujo a Chase y Tanner hasta donde estaba el Padre Brown, ángel custodio del pobre Magistrado.
Se asomaba levemente la noche y la luna, con su corte de estrellas, cuando el grupito de aquellos tres hombres llegó al lugar de la tragedia. Pero, antes de alcanzarlo, observaron a lo lejos la sombra negra de un ser que parecía tener cuernos y estaba inmóvil. Lo que al principio les pareció una visión espantable, a la luz de las estrellas y con la cercanía se fue transformando en la bondadosa faz del curita católico, que permanecía enhiesto junto al cadáver de Sir Wilfred, como una suerte de alegoría de la Sombra y el Ángel de la Guarda.
-¡Querido Padre Brown...! -exclamó el Inspector Chase, muy alegre por haberse reencontrado con su viejo amigo. -A mis brazos... Bueno, Flambeau ya me ha informado de esta terrible desgracia. ¿Tiene alguna teoría acerca de lo que ha pasado aquí?
Brown no era dado a anticipar muchas de sus conclusiones. Era cierto que ya sabía o intuía muchas de las cosas que estaban en el trasfondo de aquel hecho tan truculento como escabroso, pero no gustaba de adelantarse a los acontecimientos y, con muy buen juicio, respondió que aún había muchos puntos oscuros en aquel caso. Mientras el Dr. Tanner examinaba el cuerpo del difunto, el Padre Brown les lanzó a sus amigos algunas de las preguntas que entre todos debían intentar responder:
-Inspector Chase, aquí ha habido juego sucio, ya lo sabe. Por un lado, se ha oído un disparo, efectuado a lo que parece por el sr. Parks. Por otro, dice la señorita Miss Artemise North que ha visto la mano de un hombre disparando hacia el lugar del duelo y yo he descubierto dónde ha podido alojarse esa segunda bala. Vean ese árbol; creo que allí dio el segundo disparo. Todo eso y lo que Flambeau y yo escuchamos a los invitados y a nuestro anfitrión en el salón de juegos, me lleva a hacerles estas preguntas, las cuales habremos de responder necesariamente para dar una solución plena a este misterio. Primera: ¿quién y por qué motivo puso las balas de verdad en las dos pistolas del Magistrado Woolcott? Segunda: ¿estamos seguros de que fue el Capitán Gallagher quien efectuó el otro disparo? Si no fue él, ¿por qué ha huido entonces? Pudo ser él, pero... En todos estos años he aprendido a no precipitarme al juzgar a las personas o sus comportamientos. Tercera: Parks dice que, antes de morir, el Magistrado le perdonó y susurró las siguientes palabras: “Busquen... el papel... Es... enemiss...” ¿A qué papel se refería el pobre jurista y qué quiso decir con eso de enemiss? ¿Estaba acusando a alguien o fue un delirio en plena agonía? Cuarta y última, de momento: ¿A quién de los presentes le beneficiaba más la muerte de Woolcott? Flambeau y yo sabemos que varios invitados le odiaban o tenían cuentas pendientes con él pero ¿quién de todos tuvo los motivos, los medios y la oportunidad para cometer el crimen?
[CONTINUARÁ...]
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