domingo, 12 de junio de 2011

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (3) [Dedicado a CAMINANTE]

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(3)

No exageraba Sir Wilfred Woolcott cuando aseguró a sus invitados que nunca olvidarían aquella comida. Los entrantes parecían manjar pensado para deleitar a los paladares más sibaritas. Hubo variedad y calidad en todos los platos que se sirvieron, desde la langosta a las delicias turcas que tomaron de postre, pasando por la jugosa carne de ternera y el excelente rape que degustaron, todo ello regado con algunos de los mejores vinos blancos de España, tintos de Francia y rosados de Italia. Al término de la comida, decidieron tomarse alguna copa, en el caso de los hombres, o bien café o infusiones, en el caso de las damas, Eleanore y Louise Woolcott, además de la joven periodista, la señorita Artemise North. 
 
Como solía ser costumbre en aquella época -costumbre tan absurda como trasnochada-, las damas dejaron solos a los caballeros y se fueron a tomar unas infusiones con algunas pastas de añadidura al saloncito verde, contiguo al comedor y más coqueto que el deslumbrante y enorme salón principal donde se habían hecho las presentaciones, en tanto que los caballeros llegaron al salón de juegos, donde tomarían las copas y fumarían sus puros. Todos, excepto los no fumadores (el anticuario Redvill y el juez Thorpe) y nuestro amigo, el Padre Brown, que se aferraba a su pipa de madera de brezo como uno de esos indígenas de alguna tribu lejana y extraña que no dejan de agarrar los talismanes de su primitiva y sencilla religión.


Así como la comida había discurrido sin el menor incidente, la sobremesa en el lado masculino llamó la atención por lo acalorado de las discusiones y el ambiente tenso y enrarecido. Lo que empezó como una cordial reunión de amigos fue derivando en pequeños reproches e insinuaciones. Todo lo que se contará ahora me fue revelado por el cura amigo mío, así que sé de buena tinta lo que sucedió allí y lo trascendental que resultaron algunas de aquellas palabras para la resolución final del misterio. Es cierto que he debido rellenar los huecos que la prodigiosa memoria del Padre Brown me ha dejado en blanco pero no he añadido nada más que lo justo y necesario para que, sin faltar a la verdad, mi relato estuviese dotado de cierto sabor literario.

Sir Wilfred estaba ansioso porque llegaran las seis para dar comienzo al gran duelo, a aquella ordalía o juicio de Dios que depararía quién era el tirador más rápido, ya que no otra cosa se disputaba, o al menos esa era la apariencia inicial del asunto. Por su parte, el Fiscal Parks contiuanaba tenso y envarado, muy derecho y enhiesto, como si algo le molestase, y a Brown le siguió pareciendo que era hombre demasiado distraído para haberse metido en un reto como aquel, que requería una total atención, precisión y la máxima rapidez. Se equivocaba nuestro amigo en ese punto, pero no anticipemos la narración de los hechos. 
 
Muchas cosas unían a los antaño dos rivales: tanto el Magistrado como el Fiscal temían hacer el ridículo en los jardines de Woolcott Manor y comentaron que habían estado ejercitándose en su finca (Sir Wilfred) y en una galería de tiro de Londres (el sr. Parks). Todos escuchaban la peroración del singular y bondadoso Sir Wilfred, salvo el Padre Brown que, en aquellos instantes, se puso a charlar con mucha dificultad con el juez Óliver Thorpe (lo difícil era vencer la sordera del anciano jurista) y con el taciturno señor Henry J. Redvill, el anticuario.


Carter transitaba de mesa en mesa, sirviendo los licores preferidos por cada invitado. Su celo era proverbial, su discreción, permanente, y su flemática pose parecía demasiado exagerada incluso hasta para un británico. En cuanto hubo servido la primera remesa de bebidas, fue autorizado a dejar el salón, pues los caballeros podían servirse solos y requerían al mayordomo en otras tareas de la casa.

Al poco rato, serían ya las tres de la tarde, Sir Wilfred insistió en enseñarles a todos una sorpresa. Pidió que Parks le acompañara y juntos salieron del salón de juegos. Quedaron los demás en vilo, aguardando qué podría ser lo que aquellos dos caballeros iban a mostrarles. No tuvieron que esperar un rato largo porque enseguida regresaron, Sir Wilfred con un estuche de piel granate bastante grande, y Parks con una cajita de madera diminuta.

-Queridos amigos -comenzó Sir Wilfred, exultante de gozo-, este estuche contiene las armas del duelo. Pertenecen a mi colección y, aunque tienen sus añitos, aún pueden usarse perfectamente. ¡Vean estas dos joyas! -dijo abriendo el estuche, mientras todos se acercaban, formando un corrillo en torno al Magistrado y sus lujosos y mortíferos juguetes -Son dos pistolas semiautomáticas: ¡las legendarias Mauser C-96! Es el primer modelo de pistola semiautomática del mundo. Estas dos se fabricaron en 1897 y las conseguí gracias a los desvelos de nuestro buen proveedor, el amigo Redvill, aquí presente. Pueden tocarlas, no les dé miedo. Su aspecto es feo, antiguo ya y, desde luego, cada una de ellas es letal. Usan el calibre 7,63mm y ha sido una pistola utilizada en muchos conflictos bélicos.


Redvill disfrutaba con las elogiosas palabras que Woolcott le acababa de dirigir, haciendo una mueca que no se sabía si era de sonrisa o de sarcasmo. A Flambeau también le encantaban las armas de fuego; no en vano, él llevaba siempre consigo un revólver, para estar listo ante cualquier caso que requiriera su uso. En cambio, el Padre Brown bostezó un poco ante la visión de aquellos juguetes aniquiladores y era que, entre la abundante comida y los licores ingeridos, el ansia de sueño iba ganando terrero en su cuerpo, al igual que en el de algunos otros comensales.

-Querido Arthur -dijo Sir Wilfred, dirigiéndose a su estirado contrincante-, ¿quiere enseñarles su contribución a los mecanismos del duelo? 
 
-¡Lo haré encantado, Sir Wilfred! -y tras pronunciar estas palabras, abrió la pequeña cajita de madera marrón que portaba y ante los atónitos ojos de los circunstantes aparecieron dos balas, perfectamente encajadas en sendos huecos del forro interno de la caja. Luego continuó: -Caballeros, estas son dos balas de fogueo reglamentarias y totalmente inocuas. Las he adquirido recientemente y están a disposición de cualquiera que desee examinarlas. De hecho, Sir Wilfred ya ha comprobado que son totalmente inofensivas y que ninguno de los dos correremos el menor riesgo.


Al Padre Brown el asunto de las balas de fogueo ya le interesó un poco más, dado que la pistola en sí no era dañina, salvo cuando estaba cargada por el mismísimo Diablo, cosa que él juzgaba que ocurría siempre. El juez Thorpe apenas entendía nada de lo que estaba sucediendo allí y, tanto Flambeau como el Capitán Gallagher mostraban el atento rostro de dos connoisseurs del campo de las armas. Redvill, que de cuando en cuando bizqueaba, había dejado de sonreír y su mirada vagaba alternativamente de la caja de balas a las caras de los demás. Parks cerró al fin la cajita, al igual que Woolcott hizo lo propio con el estuche y ambos los depositaron en una repisa del salón de juegos, aunque los dos objetos estaban antes colocados en el salón principal, donde Woolcott exhibía la mayor parte de sus colecciones. 
 
Dejaron, pues, allí los instrumentos del duelo, los fatales instrumentos de la venidera tragedia, y se pusieron a discutir. Sí, porque ahí fue donde se dieron inicio los reproches e insinuaciones que antes hemos mencionado:

-Sabe una cosa, Sir Wilfred -soltó el Capitán Gallagher-, no entiendo cómo u hombre de su posición, sensatez y buen juicio se presta a estos jueguecitos absurdos y, en cambio, no accede a mi petición... Disculpe que se lo diga en este tono pero hierve mi sangre irlandesa cuando veo que una flor tan hermosa como su hija caerá mustia y abandonada en el barro del camino.


-¡¿Cómo se atreve, Gallagher?! ¡Y delante de mis invitados! Esa es una cuestión personal entre nosotros. -Exclamó Sir Wilfred, rojo de ira, y eso que él era hombre templado y afable- ¡Oh, cómo me arrepiento de haberle invitado aquí...! No hablaré más de asunto pero sepa que su carácter, tan impulsivo como desconsiderado, me lleva a negarle una vez más la mano de mi hija. Y no lo repetiré, Gallagher. Si fuera usted un caballero, jamás se hubiera atrevido a hacerme esa insinuación delante de personas que no tienen por qué enterarse de nada de esto. 
 
-Está bien, Sir Wilfred, callaré y acataré su determinación. Incluso me iré ahora mismo de esta casa... -amenazó el fogoso irlandés.

-No hace falta que lleguemos hasta ese extremo -terció el señor Parks, con firme voz, pero exquisitos modales. -Ante todo, al igual que mi amigo, el Magistrado, deseo que hoy reine aquí la paz y la armonía. La enemistad que ha habido entre nosotros cesó y no tolero ver sufrir a mi amigo Woolcott. Les ruego olviden lo que acaba de suceder, aunque... ¡advierto al Capitán Gallagher que, como incurra en una nueva salida de tono, no será necesario que abandone esta finca porque seré yo mismo quien le eche a patadas!


-¡Bravo! -dijo el Juez Thorpe levantando su copa, que en su mente cansada y difusa pensaba que estaban hablando de viejas batallitas del Ejército.

-Todos saben -siguió Parks- que en el pasado yo odiaba a Wilfred Woolcott, pero hemos superado nuestras diferencias. O, mejor dicho, yo he superado la envidia que me corroyó cuando mi buen amigo alcanzó ser Magistrado y yo quedé en simple Fiscal, tan amargado como inútil. Y he superado en golpe de perder unos terrenos que creí me pertenecían por el engaño de un timador al que aún no hemos echado el guante. Lo pasado, pasado.

-¡Aplaudo lo dicho, señor Parks! -exclamó Flambeau elevando su copa, a lo que el Juez Thorpe volvió a levantarla, gritando nuevas aleluyas y bravos.

-Aún no he terminado -continuó Arthur Parks. -Mi amigo Wilfred no es el único con el que he tenido pleitos. También he discutido a veces con el propio Capitán Gallagher, a quien conozco por haber llevado los asuntos legales de su familia. E incluso he tenido mis disputas con Redvill, este viejo y buen amante del coleccionismo. Un viejo que ama todo lo antiguo y al que en más de una ocasión me he visto obligado a sermonear por sus mezquinas pretensiones. Pero todo se ha olvidado, ¿verdad, Redvill?


El aludido mostraba una cara de asombro y estupefacción. Es seguro que no se esperaba aquel dardo, pero hubo de responder rápido al sentir zaherido su orgullo. Habló entonces y sin dejar de bizquear, aún más nerviosamente:

-Oh por supuesto. Lo que dice el señor Parks es muy cierto. Para los que no lo sepan les diré que alude a la lujosa e inmensa colección de antigüedades del difunto Lord Craven. Ambos acudimos a Christie's de Londres para pujar por ella, dado que contenía algunos cuadros y objetos de singular belleza. El señor Parks me ganó en la puja, pero no entiendo por qué ha dicho lo de mis mezquinas pretensiones. Creo que pujé en buena lid, señor.

Parks, tan serio y tenso, sonrió por primera vez en toda la jornada, o al menos en el tiempo en que el Padre Brown y Flambeau estuvieron en Woolcott Manor. El Fiscal apagó el fuego que él mismo había provocado con estas palabras:


-Nadie está libre de pecado, ¿verdad, Padre Brown? Me refería al incidente de la puja pero aún mas a algo que Redvill no ha querido contar. Dejémoslo aquí pues no deseo ser yo el que se salte el buen clima de paz y armonía al que antes he aludido. Quiero decir, en fin, que espero no haya más disputas entre los recios muros de esta mansión. Brindemos, pues, caballeros... ¡Por Sir Wilfred, nuestro generoso y amable anfitrión! ¡Por el hombre más justo, más sabio y sagaz de Inglaterra! Salud, Sir Wilfred...

Todos levantaron sus copas, excepto el Padre Brown, que casi dormitaba en un rincón o ensimismado, como siempre. Tampoco levantó en esa ocasión su copa el Juez Thorpe, este realmente traspuesto y recostado en su butacón. Sir Wilfred abrazó a Parks por sus amistosas palabras.

Gallagher abandonó inmediatamente la estancia y nadie lo volvió a ver hasta que todos se reunieron en los jardines de la mansión para celebrar el duelo. Redvill dijo que iba a subir a su cuarto para echarse una siesta, así que también se esfumó en cuanto pudo. Wilfred Woolcott y Arthur Parks salieron juntos para dar un paseo por los jardines y disponerlo todo para la hora de su glorioso torneo de caballeros. Flambeau y el Padre Brown subieron a sus habitaciones, puesto que el curita también deseaba descansar del viaje y de aquella acumulación de acontecimientos. Quedó, por tanto, solo en el salón de juegos el honorable Juez Thorpe, ya que les dio reparo despertarle. Y allí permaneció intensamente dormido hasta que llegaron de nuevo para coger las armas de fuego.

Mientras se encaminaban hacia sus habitaciones, el Padre Brown y Flambeau comentaron algunos de los recientes hechos que habían podido presenciar. Fue una conversación muy breve:

-¿Qué le han parecido esas agrias rencillas, amigo? -musitó el sacerdote.


-Ils m'ont laissé surpris et peureux devant l'orage qui s'approche... -dijo el gigante, barbotando en francés y es que, cuando Flambeau se hallaba presa del nerviosismo, no solía hablar más que en su lengua natal, olvidando que el curita casi no le entendía. Luego se dio cuenta y se tradujo a sí mismo: he quedado sorprendido, perplejo y temeroso ante la tormenta que se nos viene encima, querido amigo.

-Sí, coincido con usted. Nuestros temores, antes solo una pálida sombra, van cobrando cuerpo, tomando una forma diabólica en algo que aún no acierto a ver pero que casi he tenido delante de mis ojos ahora mismo.

Y poco más dijeron. Flambeau acompañó a Brown hasta la puerta de su dormitorio y luego fue al suyo para echarse en la cama, sin llegar a dormir, pues su cerebro bullía con las mil imágenes fantasiosas de dos huidizos duelistas, dándose muerte de varias formas: a florete, a sable, a punta de pistola. Brown sí que logró echar un sueñecito, hasta que dieron las cinco en un reloj carillón del pasillo del segundo piso, donde estaban alojados, y ya no pudo conciliar el sueño. Una hora después iba a comenzar el duelo. El cura sintió que le invadía una extraña sensación de angustia. Rezó algunas oraciones y dejó correr aquella angustia, tan insana en su juiciosa opinión.


Sir Wilfred, tras conducir a las damas a unas sillas estampadas en lujosa tela que habían colocado en los jardines para que, a guisa de los antiguos torneos entre caballeros medievales, las señoras pudieran contemplar el espectáculo plácidamente sentadas, llamó a su lado a Parks y le conminó a que se pusiera su traje de gala, de rigor en los duelistas, consistente en una levita negra, sin forro ni algodonado, lazo azul claro, un sobretodo de color oscuro, cuyo cuello había de estar levantado para ocultar el color blanco de la camisa, guantes grises de cabritilla y zapatos negros de piel. 
 
Ya vestidos con el traje más o menos reglamentario, ambos amigos fueron en busca de los otros caballeros. No hubo que procurar mucho su presencia, pues la mayoría se presentaron motu proprio, excepto el Capitán Gallagher, que rehusó asistir al duelo y decidió quedarse en la casa, y el Juez Thorpe. Fue muy divertido porque, cuando Woolcott y Parks casi le habían olvidado pero en el momento que llegaron al salón de juegos para coger las pistolas y las balas, soltaron una enorme carcajada al ver al buen Juez Thorpe tan serena y profundamente dormido. Hubo que darle agua en cantidad y un par de cafés, pues estaba un poquito achispado. Consiguieron que se arreglara el traje, arrugado por haber estado hecho un ovillo en su butacón, y le sacaron fuera, no sin dejar de reír por aquella visión, última visión risueña para el infortunado Sir Wilfred. 
 
He de señalar que hubo un incidente digno de mención: Sir Wilfred, al sacar las armas del estuche, encontró un papelito, apenas una trozo minúsculo, enrollado y metido en el estuche de las pistolas. Lo desenrolló y leyó una palabra escrita en letra minúscula y como si la hubiera garabateado alguien sin estudios. La palabra era: “enemiss”. Aunque le sorprendió sobremanera, nada dijo a Parks ni a Thorpe, para no demorar la celebración del duelo. Colocó el papelito dentro del estuche, lo cerró y lo dejó sobre una mesa.


También es muy importante consignar aquí que, antes de que salieran del salón de juegos, Parks sacó las balas de la cajita sin apenas prestarles atención y, delante de Sir Wilfred y de Óliver Thorpe, tomó los proyectiles en su mano, aún sin enguantar, cargó las dos pistolas y puso la cajita vacía de las balas en otra mesa distinta donde el Magistrado dejó el estuche de sus armas. En ese mismo momento abandonaron el salón, entre risas y chanzas a costa del aún adormilado Juez Thorpe. 
 
Eran ya las seis menos diez cuando los dos contendientes hablaron con sus respectivos padrinos: Parks no dejaba de alternar su sempiterno ceño fruncido con una leve sonrisa al mirar al Juez Thorpe, y Sir Wilfred se encomendó a la sabiduría de Flambeau que le aconsejó firmeza al sostener la pistola semiautomática y a no estar nervioso para que disparara su arma con la máxima rapidez y precisión. Enseguida eligieron cada cual la pistola que estimó oportuno, sabiendo que ya habían sido cargadas por el Fiscal.

Como sabrán los lectores, hay muchas formas de celebrar un duelo. En aquella ocasión, decidieron que fuera un “duelo marchando”, es decir, que ambos duelistas se pusieran espalda contra espalda, se apartaran el uno del otro caminando una distancia (en aquel caso, dispusieron que fuera de 25 pasos cada uno) y, a la señal del árbitro del duelo (al Padre Brown le cupo el honor de ser el árbitro aquella vez, dado que no podía serlo ninguno de los padrinos), se dieran la vuelta y dispararan, aceptándose de antemano que ganaría quien disparase primero. No era duelo a muerte, ni por causa de honor, así que no era importante la puntería sino la rapidez.


Examinados estos puntos, aceptados por las dos partes y deseándose mutua suerte cada uno de ellos, Wilfred se colocó a espaldas de Parks y este hizo lo propio. Ya estaban espalda contra espalda, con las semiautomáticas en ristre y cierto nerviosismo que podía adivinarse por el leve temblor de sus manos. Flambeau hubo de darle un cariñoso y leve toque al Padre Brown para que diera la señal de marcha, ya que el curita estaba extasiado de nuevo, inmerso en sus profundas ensoñaciones. Dio la señal de inicio de marcha y los duelistas fueron contando en voz alta cada paso que daban: “Uno, dos, tres, cuatro, cinco...”

El sol aún brillaba en la lejanía, aunque cobraba tintes rosáceos y casi sangrientos, signo inequívoco de que los carros de Faetón iban completando un día más su incesable y eterna carrera hacia el abismo de la noche. Los jardines lucían hermosísimos, tan verdes y mullidos, y las damas contenían la respiración ante cada paso que daban el Magistrado y el Fiscal.

Dieron los veinticinco pasos. Esperaron unos segundos a la nueva señal del Padre Brown. Volvieron sus espaldas, se miraron durante unos minutos. Sir Wilfred era quien estaba más alejado de la casa, con los ojos vueltos hacia los ventanales que estarían a unos veinte metros de distancia y desde los que se atisbaba una sombra extraña y fugitiva que, al principio, sólo pudo ver el propio Magistrado. Nadie advirtió la presencia de aquella sombra. Por unos instantes pareció que el tiempo se hubiera detenido en los jardines de Woolcott Manor: las dos figuras enhiestas, una más alta que la otra; los dos hombres, inmóviles, como paralizados, apuntándose uno al otro; los dos caballeros de la judicatura, uno frente al otro, y todo lo demás, el resto del Universo, era como si no existiera.


Al pronto creyeron los invitados que no ocurriría nada pero enseguida sonó una detonación seguida de otro ruido que pareció un eco o un segundo disparo. Todos miraron a los duelistas, paseando alternativamente su mirada de Wilfred a Parks, y de Parks a Wilfred. Casi al instante de oírse el segundo ruido, fuera nueva detonación o un eco del primero, el cuerpo herido de Sir Wilfred cayó sobre la hierba, tras un horrísono grito, mezcla de espanto y de dolor. 
 
El cuerpo aún vivo de Sir Wilfred, con una espantable faz de terror, quedó boca arriba, sobre la hierba, mientras su propia sangre se mezclaba con el rojo del atardecer. El sol estaba en su ocaso, igual que aquel hombre, aquel “sol de la justicia”, por una fatalidad del destino, estaba a punto de convertirse en occiso.

[CONTINUARÁ...]