martes, 12 de julio de 2011

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (11) [Dedicado a CAMINANTE]

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(11)

A la señora Eleanore Woolcott no le gustaron mucho las palabras del gascón Hércule Flambeau, pero guardó un respetuoso silencio y dejó que Chase le formulara nuevas preguntas sobre el caso. El Inspector piaba por un poco de tabaco y hubo de robarle otro puro al detective francés, el cual ya estaba un poco harto de que el policía le gorronease de forma tan descarada.

-Dejemos al Capitán Gallagher y a la señorita North por el momento. ¿Qué opinión le merece el anticuario Redvill, señora Woolcott? ¿Tenía este algo en contra de su marido o su marido en contra de él?

-¿Redvill? Oh, Henry Redvill es un viejo conocido, muy amigo nuestro desde hace muchos años. No, no creo que tuviera nada contra mi esposo ni Wilfred me comentó jamás que albergase un odio o rencor contra él. Es cierto que alguna vez discutieron sobre la verificación de ciertas antigüedades que mi esposo, por indicación del Fiscal, puso en duda. Eso sí es verdad: hubo un tiempo, hace años, en que Parks y Redvill no podían ni verse y Wilfred sufría pues no podía invitarles a los dos a la vez si no quería verse en un serio compromiso por aquella relación tan tensa. Por fortuna eso ya pasó. En mi familia conocíamos sus desavenencias, las soportamos en lo que duraron y nos alegramos de que cesaran. 
 
Justo al decir lo que acabáis de leer, amigos lectores, la señora Eleanore Woolcott abrió la boca como para articular unas palabras, vaciló, recapacitó y recordó algo que había olvidado; luego dijo: 
 
-Un minuto, señor Inspector, antes de que me pregunte otra cosa. Acaba de venirme a la mente de forma muy clara una discusión de hace ya años que hubo entre mi marido y el anticuario Redvill a cuento de la adquisición de una estatua. Ustedes habrán visto al llegar a esta mansión que la enorme puerta central está flanqueada por dos estatuas, una de la diosa Britania y otra de la diosa Atenea. Son estatuas antiguas, aunque no de época griega o romana, claro está, sino copias de imitadores modernos, del siglo XIX, según nos certificó el sr. Redvill. Aún así, costaron una buena suma, no crean... Pues bien, a causa de la compra e instalación de las estatuas hubo una discusión entre mi marido y el anticuario porque, en el proyecto original de Wilfred, en la puerta de al lado, figuraba la idea de poner otras dos estatuas, una de Temis, la diosa romana de la Justicia, y otra de Némesis, o Ramnusia, la diosa griega de la Justicia, la Venganza y la Fortuna. Mi marido, al igual que yo, era muy aficionado a la Mitología, y pidió a Redvill que localizara dos estatuas de esas diosas, cosa que hizo pero elevó tanto el presupuesto y sus honorarios que Wilfred decidió poner solo la de Britania, por su fiel patriotismo, y la de Atenea. Esa fue, según creo, la disensión más fuerte que existió entre ambos. De eso hace ya más de quince años...

Nadie se dio cuenta pero el Padre Brown arrugó la frente, musitó y repitió la palabra “Némesis, Némesis...” y dio un brinco en su asiento, que sí fue advertido por las otras tres personas, para asombro suyo, mientras el cura susurraba “Eso es, ¡está claro!”. 
 
Mientras el Padre Brown bisbiseaba su pensar, el Inspector comentó que la discusión señalada por la señora Woolcott no le parecía motivo suficiente como para impulsar a un hombre a planear la muerte de otro, pero quedó flotando en el ambiente el nombre de Redvill, y a renglón seguido, intervino el gigantesco Flambeau:

-¡Esa tortuga anticuaria y dudosamente respetable es más ladina de lo que aparenta! Pienso como el Inspector. ¡Una o dos estatuas de más o menos no son razón para asesinar a nadie, pero...! -exclamó el gascón, con uno de sus gestos de hombre meridional, las manos en continuo aspaviento. -Sí me ha dolido ver que esta mañana ese viejo sibilino andaba por ahí, hablando con el Juez Thorpe, sin hacerle el menor caso, y sentado tan tranquilo con su crucigrama. ¿Qué opinan de esa indiferencia suya? Alguien ha asesinado a un hombre y... ¡Él dale que dale con sus crucigramas!

Fue entonces cuando al Padre Brown se le iluminó la cara, se golpeó la frente y, por segunda vez, dio un bote, levantándose de su asiento como si un muelle invisible le hubiera impulsado al aire. Parecía como si el buen sacerdote jugase una misteriosa partida de ajedrez en su mente. Una partida contra un asesino misterioso e imprevisible, pero en la que se jugaban muchas cosas. En fin, algo avergonzado, volvió a sentarse, rogando al Inspector Chase que prosiguiera.

-Señora Woolcott, ¿alguna otra persona, ya sea de los invitados de este fin de semana, o ya sea de entre sus muchos conocidos y amigos, podía tener algo en contra de su marido, podía odiarle hasta planear su muerte?

-No, creo que no, y eso que Wilfred -subrayó el nombre de su difunto esposo con un tono de voz neutro pero que denotaba cierto cariño- fue un hombre de leyes toda su vida, riguroso con muchos criminales que se topó en su camino los cuales me figuro que, al ser condenados por él, le odiarían, pero ninguna de nuestras amistades demostró la menor animadversión contra él. Era admirado por todos y tenía un gran prestigio aunque yo, que le conocía mejor que nadie en el mundo, supe de sus debilidades y puedo decir que ni era tan santo, ni tan recto ni justo como aparentaba. Al haber muerto ayer mismo, le debo respeto a su memoria, pero la verdad es la verdad... Yo le quería, pero él tenía muchos defectos y faltas que solamente el amor de los suyos, de su familia, podía disculpar. 
 
-¿En qué andaba trabajando su marido últimamente? ¿A qué asuntos de su profesión se dedicaba? -preguntó el Padre Brown.

-Los pleitos de siempre, más o menos, casos en los que yo no entraba ni apenas le preguntaba de ellos pues me perdía en el marasmo de leyes, normas, sentencias y precedentes. No creo que estuviera metido en ningún affaire que pueda relacionarse con su desgraciado fallecimiento.

El Inspector tomó nota de todo, señalando que la siguiente persona a la que pensaban interrogar era el mayordomo Carter. Miró y remiró sus notas y fue concluyendo el interrogatorio de la sra. Woocott, que respondió siempre muy seria y segura de sí.

-Señora Woolcott, ya sabe usted que alguien deseaba asesinar a su marido y para ello aprovechó la circunstancia del duelo y el hecho de que se usara en él una munición falsa, inserta en una cajita de madera muy peculiar. Hemos descubierto recientemente que el autor de esta abominable maquinación solo tuvo que cambiar esa cajita con munición simulada por otra idéntica pero con balas reales. Pensamos que esa sustitución se produjo en el lapso que va de las tres de la tarde a las seis, hora en que estaba previsto que se iniciara el duelo, aunque bien pudo hacerse el día anterior, el viernes, cuando llegaron aquí sus invitados. Por cierto, señora, ¿dónde estuvo usted entre las tres y las seis?

-Primero estuve con mi hija y la señorita North. Luego quedamos solas mi hija y yo, porque la periodista se fue con el sr. Redvill a charlar y tomar más té... Eso debió ser sobre las cinco, más o menos. No suelo llevar reloj, pero mi hija me comentó algo de que faltaba una hora para el duelo.

-¿Y antes de la comida, dónde estuvo usted? -preguntó el Inspector.

-Antes de la comida estuve saludando al Padre Brown y a Flambeau, y antes de eso, en las cocinas, disponiéndolo todo con Carter para que todo fuera servido en óptimas condiciones.

-Cambiemos de tema. ¿Se dio usted cuenta de que alguien estaba oculto en el interior de la casa, en el invernadero, y de que desde esa ventana sacó la mano con un arma para disparar hacia donde estaban ustedes?

-No, Inspector. Me di cuenta de todo eso cuando ya era tarde, es decir, cuando ya se había efectuado el disparo. Me sobresaltó la detonación, lo mismo que a mi hija, a la señorita North y a Redvill... Al principio, por venir el tiro de esa dirección, pensé que había sido Parks, tal vez porque se había equivocado. Pero fue una pensamiento absolutamente erróneo, por varias razones de las que no me di cuenta entonces: porque se suponía que las pistolas estaban cargadas con balas de fogueo y porque vi a mi marido caer al suelo casi a la vez que nos disparaban, lo que descartaba que el sr. Parks hubiera tirado hacia el lugar donde estábamos. Ya ven ustedes, una no sabe nada de armas y, con la confusión del momento, le parece posible algo que dos minutos después descubre como imposible de todo punto.

-Muchísimas gracias, señora Woolcott. Le repito mi más sincero pésame y le agradezco su inestimable colaboración. Nos ha dado usted varias pistas de enorme interes. Tiene mi permiso para retirarse cuando desee...

Dicho esto, el ama de la casa, la señora Eleanore, se levantó, haciendo una leve inclinación de cabeza en señal de gratitud y, sin decir nada, se abrigó con un chal negro que había dejado sobre el respaldo de su asiento, miró a los tres detectives y salió del salón haciendo gala, una vez más, de su gesto señorial, de su educada apostura, de su clase y distinción. En cuanto la dueña de la mansión salió, el Inspector miró al Padre Brown y le espetó:

-Bueno, amigo Brown, ¿qué jueguecito se traía usted dando esos saltos?

-Querido Inspector, a falta de que oigamos a Carter y de que registremos las habitaciones de los máximos sospechosos, creo estar casi a punto de poder dar una solución definitiva del caso. Y todo ha sido gracias a Flambeau y a la señora Woolcott, y a dos palabras que ha dicho cada uno y que me han abierto los ojos en cuanto a ciertos aspectos del problema que yo no era capaz de descifrar y mucho menos de entender... Mi solución tiene su parte de conjetura, pero estoy casi seguro de haber dado con la verdad.

-Se refiere usted a lo de “Némesis”, ¿cierto? -inquirió Grandison Chase.

-En efecto -dijo el curita católico. -Estoy casi seguro de que el mensaje con el anagrama “enemiss” oculta la palabra “Némesis”, o sea, “Venganza”...

-Pero eso acusa directamente a Redvill, tal vez por lo del asunto de la estatua que nos han mencionado la señora Woolcott, ¿no? Ahora bien, ¿cree usted que Redvill iba a ser tan estúpido como para acusarse a sí mismo? Porque, si no fue él quien colocó el mensaje, ¿quién lo hizo y por qué? ¿Lo hizo Miss North, para avisar a Sir Wilfred? ¿O fue Parks para advertir a su amigo? ¿Fue Gallagher? No, Padre Brown, creo que se equivoca. 
 
-¿Cómo explica usted entonces lo de “enemiss”, amigo Chase?

-Para mí, querido Brown, como ya dije en su momento, ese anagrama de “enemiss” pudiera referirse, en realidad, a dos palabras, y no a una: “miss ene”, es decir, “Miss Ene” o “Señorita Ene”. Ya saben que Artemise North es la única persona de Woolcott Manor cuyo apellido empieza por “Ene”. ¿No es mucha casualidad? ¿No habrá alguien que deseara avisar a Sir Wilfred de que la periodista (con la complicidad de otra persona) estaba buscando su muerte? En fin, creo que debemos llamar a Carter, hacerle varias preguntas y luego ir a registrar las habitaciones. Antes de la comida y, si todo va bien, espero poder ofrecerles a todos ustedes mi solución del caso, ya que el buen amigo Brown dice tener la suya. No es que compita con usted, pero yo también creo haber dado con la verdad del asunto.

-¡Y yo, y yo! -exclamó Flambeau, esbozando una sonrisa de alegría. -Espero me permitan ustedes dar mi propia solución al enigma, después de la que nos brinde el Inspector Chase. También yo he sacado mis conclusiones y me parece que, por una vez, un detective extraoficial como yo va a superar a la Policía oficial y a nuestro querido maestro, aunque detective amateur, el buen Padre Brown... ¡Tengo bien hilvanados mis argumentos, ya verán...!

Aunque ninguno dijo nada más, aquello sí que se asemejaba realmente a una especie de competición detectivesca por ver quién revelaba la mejor y más satisfactoria explicación del misterio de Woolcott Manor. Quedaron un minuto en silencio y luego Grandison Chase pidió amablemente a Flambeau que convocase al mayordomo Carter, el cual acudió de inmediato. 
 
Eran las once de la mañana, más o menos, cuando el silencioso, hierático y discreto sirviente entró en el salón. Iba pulcramente vestido con su chaleco gris y con su chaqueta negra, sin el menor signo de descuido o suciedad (a diferencia de Brown, por ejemplo, que siempre iba tan desastrado). Carter se movía de modo lento y despacioso, sin dejar de lanzar a todos una estoica mirada, haciendo gala de su flema inglesa, los ojos medio cerrados pero atentos a todo. Entró en la estancia, se le ofreció que se sentara, lo que hizo ceremoniosamente, y dio comienzo su declaración.

-¿Cuántos años lleva usted al servicio de los Woolcoot, señor Carter?

-En abril hará veinte años. Llegué aquí cuando el anterior mayordomo, el señor Hutchinson, enfermó y murió. Le entregué mis referencias a Sir...

-Bueno, deje los detalles para más tarde, era una pregunta de rutina, sin demasiado interés para el caso -vociferó el Inspector. -Díganos, ¿vio usted si el Capitán Gallagher trajo a la casa algún tipo de arma?

-El Capitán Gallagher -comenzó Carter, con su hablar lento y empalagoso, que era lo mismo que su forma de moverse – portaba un arma, sí señor, lo se porque, al subir su equipaje, me previno sobre tener cuidado con la funda donde guardaba el arma. No llegué a verla, pero creo que era muy distinta, por su forma y peso, a las Mauser C96 que usó mi señor, el difunto Sir Wilfred (Dios le tenga en su Gloria) en el duelo con el Fiscal Parks. 
 
-Aunque no llegase a ver el arma, ¿sabría usted decir si era una Colt 1911 o un revólver Webley o...? -Chase dejó la pregunta en suspenso.

-Cumplí con mi patria, señor, pero entonces usábamos un armamento hoy ya desfasado y que para entonces estaba algo anticuado. Tengo casi sesenta años, señor Inspector. Hace mucho que perdí la poca familiaridad que tuve con las armas de fuego, aunque Sir Wilfred era muy aficionado y eso me obligó, en parte, a tenerle siempre limpios y dispuestos sus rifles de caza. De las limpieza de las armas de su colección de antigüedades se encargaba la señorita Robertson, una de las criadas de la casa.

Flambeau fue directamente al asunto que le inquietaba y preguntó:

-Veamos, señor Carter. Cuando usted estaba en la cocina, tras la comida y justo antes de que empezase el juego del duelo, nos dijo que oyó de forma clara y distinta una fuerte detonación, casi al lado de donde estaban usted y las cocineras. Me refiero al invernadero. Fue a ese cuarto, entró, olió los restos de pólvora del reciente disparo y salió por la puerta, hacia la sala de paso que comunica con el pasillo, ¿no es eso? (Carter asintió) Luego hubo usted de andar una pequeña distancia, por los interminables pasillos de la planta baja, hasta llegar al zaguán, al vestíbulo de entrada, ¿no es así? (De nuevo, el mayordomo confirmó las palabras del coloso francés). Bien, ¿fue en ese lugar, en el zaguán, donde vio correr al hombre que, según parece, efectuó el disparo y que, como apuntan todos los indicios, debía ser el Capitán Gallagher? Se lo pregunto porque en su anterior y breve declaración no quedó claro dónde estaba usted (y el fugitivo) cuando ocurrió el hecho...

Carter se tomó unos segundos, meditó y respondió de esta manera:

-Parece que lo hubiera usted visto, Monsieur Flambeau. Fue así, como dice usted. En efecto, corrí hasta el zaguán, de donde me llegaba el sonido de pisadas, de unos pies que corrían muy ligeros. Allí vi a un hombre (bueno, vi su espalda, claro) corriendo y justo cuando yo llegaba, abrió la puerta y salió al exterior. Me quedé parado unos instantes. Luego salí fuera y vi el coche de Gallagher, que marchaba a toda velocidad, en dirección a la verja de entrada. Menos mal que estaba abierta... 
 
-¿Cómo sabe que era realmente el Capitán Gallagher? Acaba de decir que le vio de espaldas... -interrumpió el Inspector Chase.

-Hoy he estado reflexionando sobre ello y no hay duda: ¡era Gallagher! Al meditar sobre el tema he recordado claramente el color y tipo de traje que llevaba el hombre que huía. Era un traje marrón, muy pulcro y arreglado. Además está el hecho de la envergadura del Capitán... Es inconfundible. Sólo usted, señor Flambeau, o el Inspector, son hombres de ese estilo. Los demás, o somos más bajos de estatura o menos fornidos, o ambas cosas...

Y al decir esas últimas palabras el bueno de Carter no pudo evitar sonreír. Al hilo de lo dicho, el Inspector Grandison Chase volvió al tema del disparo:
-Por cierto, Carter. ¿No se fijaría usted si en la sala del invernadero había algo más en el suelo? Nos interesa saber si, al hacer la limpieza anoche, tal vez pudo encontrar usted o una de las criadas un casquillo de bala del arma que efectuó el disparo, el que dio contra uno de los árboles del jardín...

-Lo lamento, Inspector. La limpieza, como usted muy bien ha afirmado, se realizó anoche, y más tarde de lo habitual, dadas las circunstancias, claro. No, ni la señorita Robertson ni yo encontramos nada, fuera del polvo y de la suciedad habitual, y de algunas hojas de las plantas del invernadero, en el suelo de esa estancia. Nada sospechoso, salvo ese olor a pólvora. Dado que yo tardé un cierto tiempo en llegar, breve pero lo suficientemente largo como para que alguien se agachase y en menos de un minuto cogiera algo del suelo, me figuro que el capitán pudo recoger ese cartucho y llevarselo consigo, al igual que se llevó el arma. Me temo que fue una acción sin la menor premeditación, un acto a la desesperada, lo que, en mi humilde e inexperta opinión, descarta que eso formase parte de un plan determinado a matar a Sir Wilfred. El Capitán es un tirador excepcional: sé que ganó varias medallas de tiro y, si hubiera querido disparar contra mi señor, o contra cualquiera de los invitados, les habría dado en un ojo, si eso es lo que se hubiera propuesto. No, me permitirán esta teoría, aun a riesgo de que este equivocado, y con ella no trato de disculpar a Gallagher. Yo sigo sin entender por qué disparó en esa dirección y no creo que errase el tiro. Si dio en ese árbol es porque apuntó contra ese árbol...

-Ha dicho usted cosas de sumo interés, sr. Carter -habló, por fin, el Padre Brown. -Al respecto de sus palabras, le pregunto si tal vez pudo ver usted si nuestro amigo corría con el arma en la mano o no...

-No, no vi que llevase arma alguna... -respondió el buen mayordomo, casi sin dejar que el cura terminase su pregunta. -Ya debía haberla guardado en su funda. Vi que era una de esas fundas que pueden llevarse fácilmente en la cintura, aunque disimulada con la chaqueta. No pude ver si sobresalía el bulto por la chaqueta. Todo fue demasiado rápido...

-Un par de cosas más, Carter -dijo el Inspector. -¿Notó usted algo raro en el Magistrado, Sir Wilfred, o en alguno de los invitados, tanto el viernes como ayer sábado? Cualquier cosa, aunque le parezca irrelevante en apariencia.

-Temo defraudarles de nuevo. No, todo se desarrolló de la forma habitual cuando hay invitados en Woolcott Manor. Cada cual fue llevado al cuarto que se le había asignado; la cena del viernes transcurrió sin incidentes; no hubo ninguna queja, al menos que supiéramos en el servicio doméstico. La noche del viernes los caballeros estuvieron jugando al bridge hasta tarde y ni por la noche ni en la madrugada -me he acostumbrado a que mi sueño sea muy ligero, por si mis amos necesitan algo a esas horas intempestivas- noté nada que se saliera de lo habitual.
-¿Estuvo usted en la sala de juegos cuando, a eso de las tres, Sir Wilfred y el Fiscal les enseñaron a los otros las armas y la cajita con las balas? -preguntó el Inspector, de nuevo.

-Solo en los instantes iniciales, cuando serví la primera remesa de bebidas a todos. Luego Sir Wilfred me autorizó a salir. Tenía que marcharme para ayudar en el servicio de té y luego en la cocina... No llegué a ver cómo les mostraban las armas.

-¡Eso es todo por el momento, Carter! Puede usted irse... -soltó Chase. -Ah, por favor: diga a todos los invitados y a las señoras Woolcott, madre e hija, que bajen al salón y nos esperen ahí una media hora, más o menos. Vamos a registrar todos los dormitorios, excepto el suyo y los de las criadas. Ya está cursada la petición oficial de registro, aunque aún no la tengo en mi poder. Dígaselo a la señora Woolcott y que todos vayan al salón. Dentro de esa media hora nos reuniremos con ustedes para cerrar el caso, ya que les ofreceré a todos mi propia solución del misterio...

En cuanto el mayordomo, que había asentido muy amable y cumplidamente a las peticiones del Inspector, hubo salido de la estancia donde se estaban efectuando los interrogatorios, el Inspector se levantó de su asiento, sin dejarse sus notas en la mesa, le rogó a Flambeau que, una vez más, le hiciera el favor de darle un puro, y les conminó a iniciar el registro de las habitaciones donde se alojaban cada una de las personas sospechosas. Ya iban a salir en dirección a la primera planta cuando, de pronto, como una sorpresa inesperada, sonó el teléfono, lo descolgó el Inspector y...

-Carruthers, ¿es usted? ¿Llegó bien con Parks...? De acuerdo... ¡¿Cómo?! ¡No me diga...! ¿Seguro que es él? Bien, sargento. Tráiganlo aquí, ya mismo, sí, ipso facto -y colgó el auricular, diciendo, muy alborozado. -¡Era el sargento Carruthers! Me informa de que una de las patrullas que andaba en su busca, la que fue a Guildford, acaba de detener al Capitán Gallagher. Ya no cabe duda de que era él quien salió huyendo de la casa... Van a traerle para aquí y estarán aquí a eso de la una y media, o tal vez antes, si el tráfico no lo impide. En fin, caballeros... ¡Vamos a registrar los dormitorios!

Como los sabios y curiosos lectores podrán comprobar, los acontecimientos en Woolcott Manor se precipitaban hacia su final. Eran las once y media cuando subieron a la planta primera. Comenzaron su pesquisa, registro y escrutinio por el dormitorio del matrimonio Woolcott, sin hallar nada que fuera de interés para el caso. 
 
Luego siguieron por el que había ocupado el Fiscal Parks (ahora vacío, salvo por sus maletas, que aún se encontraban allí) y ahí sí pudieron ver un par de cosas relevantes: lo que les llamó la atención es que alguien, tal vez entre la hora en que el Fiscal fue sacado de la casa y el momento en que se iniciaron los registros, una persona incógnita había estado, sin duda, en ese cuarto, con el indudable propósito de fisgar entre los papeles y demás pertenencias del señor Arthur Parks, quién sabe buscando qué... También pudo ser que, antes de salir, el Fiscal lo preparase todo para aparentar que alguien había entrado en su cuarto a hurtadillas. Pero esta era una opción demasiado rebuscada, aunque entraba dentro de lo posible.

Había varios folios de asunto legal por el suelo. Al ver lo que contenían, observaron que no guardaba ninguna relación con el caso. ¿Qué era lo que habría estado buscando el misterioso fisgón? Los cajones estaban abiertos y alguien tuvo mucho empeño en remover las cenizas de la chimenea, en las que no hallaron más que los restos de madera quemada y un pequeño trozo de metal, retorcido y poco reconocible, que al principio no supieron qué era y más tarde se identificó, sin duda, como parte de la cerradura metálica de la cajita de madera, la que contuvo las balas de la munición simulada. Era, pues, evidente que alguien (¿Parks u otra persona? No se podía saber cuándo se había encendido la chimenea) había quemado la caja, eliminando una importante prueba de aquel caso, lo que dificultaría su identificación por parte del armero, el sr. Walter Hook. 
 
Por cierto que, a pesar de esa pista tan clara, no había en la chimenea ni en ninguna otra parte del dormitorio de Parks ni el menor rastro de las balas de fogueo o simuladas. Aunque alguien, quien fuera, se hubiera deshecho de la caja acusadora, Parks debió -si es que fue él- ocultarlas en otro lugar. Quién sabía entonces si se las habría llevado consigo... El registro de los otros cuartos reveló poca cosa: la manía de Redvill por las charadas de lógica matemática y varios diarios doblados, y con más crucigramas resueltos; el gusto de la señorita Artemise North por los abrigos caros; la afición del Juez Oliver Thorpe por la bebida (escondía una petaca con whisky de calidad en uno de los cajones del armario); y, en fin, la cuidadosa pulcritud con que lo había dejado colocado todo el Capitán George Gallagher, signo una vez más de su condición de militar. 
 
Terminaron los registros sin que el Padre Brown, Flambeau o el Inspector Chase dejaran nada realmente en claro. Tuvieron la sensación de que una persona desconocida -¿o tal vez fuera una nueva simulación de Parks?- se había deshecho de la caja de madera y había estado buscando algún papel de cierta importancia para el caso. Existía la posibilidad de que lo hubiera encontrado y se lo hubiera llevado del cuarto del Fiscal. Pero no estaba en las otras habitaciones, así que, si alguien cogió algunos papeles que fueran comprometedores, debió llevárselos consigo y debía tenerlos encima.

Llegaron, pues, al salón principal. Ya estaban allí todos los invitados, amén de la señora Woolcott y su hija, acompañadas por el mayordomo Carter, las cocineras y una criada que, aunque no habían tenido ningún papel en el drama que se había vivido allí, no querían perderse el hecho de que el señor Grandison Chase, el fornido y bigotudo Inspector de Scotland Yard, diera comienzo a su explicación del caso, cosa que hizo a los pocos minutos de llegar. Se sentó, encendió el puro que, una vez más, le había gorroneado al pobre Flambeau, y con ello se dio inicio a
LA SOLUCIÓN DEL INSPECTOR GRANDISON CHASE

-Damas y caballeros. Ante todo les pido que guarden un respetuoso y atento silencio a cuanto voy a decir, rogándoles que no me interrumpan en lo más mínimo hasta el final de mi exposición de los hechos, en la que trataré de reconstruir lo que, en mi opinión y casi con toda seguridad, ocurrió en esta casa y que dio lugar a eso que venimos llamando 'el misterio de Woolcott Manor' y que, merced a la señorita North y a otros ávidos y sarnosos buitres de la prensa, desde hoy mismo corre de boca en boca por toda Inglaterra. Desde el principio tuve claro que la persona con mayores motivos para planear y ejecutar el asesinato de Sir Wilfred no podía ser otra que el Fiscal, el señor Arthur Parks.

Al revelarse la identidad del presunto criminal, las criadas lanzaron ayes de admiración, exclamaciones de “oh” y “ah” que no dejaron de parecerle muy divertidas a Flambeau, el más jovial de los presentes. El Inspector Chase continuó, intercalando sus palabras con chupadas a su cigarro (bueno, al cigarro que era de Flambeau) y chasqueos de su lengua:

-Por cierto, señores, que esta mañana he accedido a la petición de nuestro amigo, el Padre Brown, el cual me pedía que nos lleváramos al Fiscal de Woolcott Manor lo antes posible. El buen curita les revelará sus razones para obrar así pero sepan que, si he consentido con su desesperado y sorpresivo ruego ha sido más en atención a la estima que le tengo que a estar en todo de acuerdo con la medida, ya que me hubiera gustado que Parks estuviera presente para ver sus reacciones cuando le acusara de la perversidad y maquiavelismo con que elaboró la muerte de su amigo. Ire por partes, para que nadie se pierda.

Insisto, de nuevo, en que el Fiscal me pareció el principal sospechoso desde el principio. Ustedes me hicieron observar que, durante toda su estancia aquí, se había mostrado tenso, nervioso, como impaciente ante algo que, de antemano, conoce y sabe cómo va a suceder pero temiendo que alguna cosa falle. Está claro, como ya sospechó la señorita Louise Woolcott, que Parks es un hipócrita que había engañado a su padre durante estos dos últimos meses, haciéndole creer que deseaba reparar los errores del pasado y recuperar la amistad perdida. 
 
Es del todo evidente que eso formaba parte de su plan de acercamiento al Magistrado. Una vez hubo ganado su confianza y, aprovechando aquella vez que observaron los sables y otras armas antiguas, quién sabe si no le haría alguna sugerencia subliminal al pobre Woolcott sobre la celebración de un duelo, como forma de dirimir y borrar sus diferencias del pasado. Sólo Sir Wilfred podría sacarnos de esta duda, pero por desgracia no puede hacerlo. La coa es que la idea del duelo pasaria por ser del Magistrado, aunque es muy posible que se la sugiriese Parks. Lo demas fue echar a rodar un plan muy bien tramado desde el principio. 
 
Elegidas las armas, las semiautomáticas Mauser C96, en propiedad de Woolcott y compradas a Redvill tiempo atrás, y decidido el uso de munición simulada, que Parks se comprometió a comprarle al armero Hook, el plan entraba en una nueva fase para la cual nuestro pérfido “amigo” necesitaba la inestimable colaboración de un cómplice. Sí, damas y caballeros. Parks no lo hizo solo. Poco a poco, a través de mi observación y de los interrogatorios, he ido descubriendo que, sin la menor duda, el Fiscal tuvo que actuar ayudado por un cómplice. ¿Quién fue ese cómplice? Pues ni mas ni menos que... ¡la señorita Artemise North!

Y, diciendo estas palabras a voz en grito, el Inspector la señaló con su dedo acusador, mientras la joven se ruborizaba, no se supo bien si de miedo, de vergüenza o de rabia e indignación. Sea como fuere, el Inspector no dio lugar a que le interrumpiera la periodista, ni nadie, y prosiguió diciendo:

-Fueron usted y Parks, ¿no es así? Oh, no se enfade. Reconozca su aviesa intervención en el caso o calle hasta el final, pero no trate de simular esa especie de rabieta... Usted conocía a Parks, le había entrevista para su diario, el Evening Star, y sin duda se aliaron (como usted, en un lapsus de su declaración, casi llegó a sugerir) para acabar con la vida de su enemigo común: el Magistrado Wilfred Woolcott. Sus motivos eran de muy diversa índole, pero ambos odiaban a Sir Wilfred por igual.

* * * * * EN LA PRÓXIMA -Y, ESPERO, ÚLTIMA ENTREGA, EL INSPECTOR GRANDISON CHASE CULMINA SU SOLUCION DEL CASO; LOS LECTORES CONOCERÁN LA SOLUCIÓN DE FLAMBEAU, DISTINTA DE LA DE CHASE, Y SABRÁN DE QUÉ FORMA RESUELVE EL MISTERIO EL PADRE BROWN.

YA SE CONOCEN TODOS LOS DATOS DEL CASO, SALVO LA DECLARACIÓN DEL CAPITÁN GEORGE GALLAGHER. A PESAR DE ELLO, YA PODÉIS DAR EN LA DIANA Y ESBOZAR VUESTRA PROPIA SOLUCIÓN DEL ENIGMA, QUERIDOS DETECTIVES
 
MI MÁS SINCERO AGRADECIMIENTO, AMIGOS. SALUDOS A TODOS * * * * *

[CONTINUARÁ...]