miércoles, 22 de junio de 2011

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (7) [Dedicado a CAMINANTE]


DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(7)

A pesar del gesto de contrariedad del Padre Brown, observado por Flambeau y apenas advertido por el Inspector, este prosiguió con el interrogatorio de Redvill, que no cesaba de bizquear, dejando patente que era cierto el hecho de que padecía problemas de visión y que hubiera sido difícil que él fuese el tirador misterioso de la ventana, cosa que sabían además porque él estuvo junto a las damas que asistieron al duelo sentadas junto al árbol donde se alojó aquella segunda bala que ahora iba camino de la Sección de Balística, pues un agente la había recogido a eso de las diez y media de manos del sargento Carruthers. El Inspector revisó sus notas y volvió los ojos hacia Redvill, mirándole fijamente, e insistiendo en el tema de las armas:

-De manera que, a pesar de que usted colecciona armas antiguas, no sabe montarlas ni conoce sus piezas. Bien, pero ¿seguro que sería usted incapaz de cargar una bala en una Mauser C-96? -vociferó el Inspector Chase, que fumaba un cigarrillo tras otro, con lo que ya le iba escaseando el tabaco.


-Lo único que sé -respondió Redvill, sin el menor asomo de afectación o nerviosismo, salvo el bizqueo de sus ojos- y lo único que hago es distinguir unas armas de otras. Conozco su aspecto porque, pese a mi mala visión, guardo muchos catálogos de ellas, por si algún cliente se interesa en la adquisición o alquiler de alguna. Por cierto, Inspector, poseo ahora algunos revólveres Webley Mk-VI en un magnífico estado de conservación que creo les podrían interesar, al módico precio de...

-No se moleste, sr. Redvill -cortó el Inspector Chase, secamente. -En el Yard nos proporcionan toda clase de armamento. Casi le diría que nos sobra y que, a diferencia de coleccionistas como usted, aborrezco la proliferación de armas. Me evitaría trabajo si hubiera menos, o si la gente las usara de forma sensata y no para eliminar a sus semejantes. Pero su conocimiento de las armas me interesa sobremanera, aunque no las sepa montar ni las haya usado nunca. Carruthers nos dice que la segunda bala, la del árbol, a lo que parece, podría haber servido de munición para una Colt 1911, que lleva balas del calibre .45, y esa podría haber sido la pistola que el misterioso desconocido disparó desde la ventana. Presume el sargento, y me fío de su opinión, que la bala extraída del árbol pertenece a ese calibre. ¿Vio usted si Gallagher tenía una Colt-45 o le comentó si la llevaba encima?

Redvill pensó un minuto antes de contestar, como si rumiara las palabras de su respuesta, y luego, con la misma cachaza de siempre, dijo:

-No, no recuerdo haberle visto llevar ningún arma de esa clase, ni de otra, aunque sé que los del Cuerpo de Infantería usan a veces las Webley y otras las Colt, o ambas, indistintamente. Los revólveres Webley son los oficiales del servicio estándar de nuestras Fuerzas Armadas. Se usan aquí, y también en nuestro Imperio y en la Commonwealth desde 1887, si no recuerdo mal. Hay oficiales, y singularmente los de Infantería, que también llevan pistolas Colt, que son magníficas, por cierto, y de las que les puedo ofrecer...


-Veo -cortó suavemente el Padre Brown- que es usted todo un entendido en la materia, lo cual, en efecto, no quiere decir que, pese a conocer tan bien esas armas (artefactos del Diablo, sin duda), sepa usted usarlas o las haya manipulado aquí. Pero prosiga, Inspector, y disculpe mi intromisión... 
 
-Agradecido por su cortesía, Padre Brown -dijo el Inspector, dirigiendo la mirada, sin embargo, hacia Redvill. -Dejemos las armas, por ahora, y mejor volvamos al caso que nos ocupa, ¿les parece? El detective, sr. Flambeau, y el Padre Brown, aquí presentes, me han comentado que, durante el tiempo que todos estuvieron en esa extraña sala de juegos, hubo discusiones entre varias personas: entre Sir Wilfred y el Capitán irlandés que, como usted sabe, ha huido, y otras disputas. He sabido también que el sr. Parks lanzó ciertas insinuaciones sobre usted, a cuento de no sé qué colección de antigüedades. ¿Podría aclararnos ese particular?

Aquí Redvill bizqueaba más que nunca. Se tomó un nuevo respiro, antes de contestar a aquella cuestión. Resopló unos segundos y, al fin, declaró:


-Todo empezó cuando Parks y yo pujamos por una suntuosa y abundante colección, de incalculable valor. Me refiero a la magnífica Colección Craven, que dejó el ya hace años difunto Lord Craven. Esto ocurrió hará unos diez o quince años, ya no lo recuerdo bien. En cualquier caso, no he olvidado que esa lujosa colección, hoy propiedad del Fiscal Parks, contaba con muchos objetos de inestimable valor: cuadros de famosos pintores, joyas y muebles antiguos. Un tesoro de lo más apetitoso para cualquier coleccionista que a veces, por desgracia, cae en manos de ricachones ignorantes e incapaces de valorar esas piezas en su justa medida. La subasta tuvo lugar en la célebre casa Christie's de Londres... Parks se presentó tarde, pero comenzó a pujar alto. Al final, aunque hice un fuerte envite, una cuantiosa suma de casi toda la modesta pero sólida fortuna que poseía entonces, Parks, mucho más adinerado que yo, subió mi oferta y se quedó con la Colección Craven. No ocultaré que eso me disgustó mucho y estuve varias semanas sin hablarme con él, pero luego pasó aquello. Volvimos a vernos y hoy casi le agradezco que subiera la oferta. Yo hubiera gozado de los tesoros de Lord Craven, pero casi me habría arruinado. Sí, caballeros, hubiera tenido que vender muchas antigüedades para compensar aquel enorme desembolso...

Antes de que Redvill siguiera, el Padre Brown recordó ciertas palabras que Parks había dicho en la sala de juegos, y quiso preguntarle por ellas al viejo y ceremonioso anticuario:

-Ahora me han venido a la mente unas palabras que el sr. Arthurs Parks dijo al respecto de todo aquel asunto de la colección y la subasta. Habló de que le había sermoneado a usted varias veces por sus “mezquinas pretensiones” y usó, si la memoria no me falla, esas palabras exactamente. ¿A qué podía referirse con eso de sus “mezquinas pretensiones”?


El sr. Redvill no lograba mirar de frente al Padre Brown, y no sólo porque casi siempre bizqueara, sino por cierto azoramiento suyo:

-Olvidé que Parks me había dicho eso. Vaya, pues fue muy desconsiderado y locuaz, por cierto. Esa pregunta deberían hacérsela al mismo Parks, que...

El Inspector Grandison Chase le interrumpió, diciendo:


-Se la haremos al Fiscal, no lo dude. Está previsto que declare de nuevo, en cuanto repose un poco, porque le hemos visto muy nervioso e impresionado por la muerte de su amigo, el Magistrado. Pero ahora no se escabulla usted, Redvill, y conteste a la pregunta del Padre Brown.

El anticuario no pudo negarse y contestó de forma contundente:

-No tenía pensado revelar lo que ahora voy a decir. Incluso pensaba que ya lo sabrían, tal vez por boca del propio Fiscal Parks, pero me veo obligado a confiarles algo que pudo haber mermado el prestigio de mi firma y de mí mismo, como anticuario reconocido y respetado. Bien, no veo motivo para ocultarlo. ¡Él me acusó en petit comité de vender objetos falsos, de vender antigüedades falsas y querer lucrarme con ello, al poner precio exorbitado a lo que apenas valía nada! ¡Se burlaba de mí, aunque decía que eran buenas imitaciones! Afirmo que todos los objetos que he vendido y vendo poseen certificados de calidad que atestiguan y aseguran la legitimidad y el valor de cada antigüedad. Es al revés de lo que él dice: a veces me veo obligado a desprenderme de cosas por cifras inferiores, porque no les doy salida. Esas eran, me figuro que dirá Parks cuando declare de nuevo, mis “mezquinas pretensiones”: que deseaba hacerme rico con la venta de objetos falsos y de escaso valor. Niego rotundamente que haya vendido nada que no fuese de calidad, realmente antiguo o de legítimo origen. Eso es todo...


-Comprobaremos toda su historia y, por cierto, Redvill, aunque sabemos de su pasada desavenencia con Parks...

-¡Desavenencia ya superada, no lo olvide! -cortó el anticuario.

-¡No me interrumpa! Iba a decirle que, no obstante lo que ha declarado sobre Parks, no sabemos si tenía usted algo contra Sir Wilfred. ¿Este conocía la acusación del Fiscal sobre los objetos antiguos que usted vendía? ¿Hubo algún tipo de enemistad entre usted y Sir Wilfred?

-A la pregunta de si Sir Wilfred conocía las insinuaciones de Parks sobre mis objetos, le diré que no, que Sir Wilfred no sabía nada, aunque una vez tuve que enseñarle varias garantías de que lo que me compraba era original. Y a la segunda pregunta, contesto que tampoco tuve grandes discusiones con el difunto Magistrado. Nuestra relación siempre fue cordial. Fue una relación, más que de proveedor a cliente, de amigo a amigo, y le hice muy buenas ofertas por algunas de las joyas y muebles que pueden ver aquí...


-Otro asunto me inquieta -masculló el Inspector Chase. -¿Por qué le invitó Sir Wilfred a este duelo? 
 
-Bueno, ya le he dicho que nos unía una vieja amistad y...

-¿Sabía usted de antemano que en el duelo se iban a usar las Mauser que le vendió al Magistrado? -Chase no le había dejado terminar y lanzó una fina pregunta con mucha carga de malicia.


-Por supuesto que lo sabía, pero eso no me convierte en sospechoso, creo yo. Tenía ese dato porque me lo confió Sir Wilfred, cuando me mandó una carta, invitándome a asistir. Ya le he dicho que yo tengo varias armas de coleccionista, y entre ellas hay alguna Mauser C-96, pero no dispongo de ningún tipo de bala o munición que les sirva...

-Un instante, no se vaya aún. Ya casi hemos terminado. Al igual que sabía usted que usarían las Mauser, ¿conocía el dato de que sería Parks quien trajera las balas y el tipo de balas que eran?

-Pude hablar de ello con el sr. Parks, unos días antes. Me lo dijo sin que yo se lo pidiera, muy orgulloso porque ya se las había comprado a un conocido mío, el sr. Walter Hook, de la Hook's Armory. No se extrañe, Inspector. Llevo tantos años en esto que conozco a casi todos los merchantes y vendedores de ese mundillo. El sr. Walter Hook es, al igual que yo, de los más viejos en el negocio de la venta de armas y artículos de esa especie...

-Una cosa más antes de concluir su declaración, al menos por ahora: ¿dónde estuvo usted antes de que se celebrara el famoso duelo?


El anticuario sonrió, sin dejar de bizquear, ahuecó la voz y afirmó:

-Nada más dejar la sala de juegos, me fui arriba a echar una siesta. Luego, una media hora o cuarenta minutos después, todo lo más, tras despertarme, asearme y bajar, estuve tomando té con esa periodista, la señorita Artemise North. Hablamos mucho tiempo. Ella podrá confirmarles lo que digo...

-Y, cuando terminaron de tomar ese té, ¿dónde fue usted, Redvill? ¿No iría a la sala de juegos, verdad?


-No, no. Acompañé a la señorita North todo el rato. Cuando acabamos el té, fuimos los dos juntos hacia los jardines para ver el duelo porque ya eran casi las seis... Antes de salir al exterior, observé que mis amigos Woolcott y Parks ya estaban en la sala de juegos, preparando las armas, así que no pude meterme allí a manipular nada, si eso es lo que insinúa, Inspector.

Chase dio por finalizado el interrogatorio del sr. Henry J. Redvill y le dejó que se marchara por donde había venido. Entonces el Inspector y Flambeau se fijaron en la carita del buen Padre Brown, que mostraba cierto aire de decepción y de derrota. Nada dijeron ni uno ni otro pero tuvieron la certeza de que las últimas palabras de Redvill le habían afectado en parte. De ellas se deducía que tenía una coartada para la hora en que sospechaban que se había producido el cambio de balas. Con todo, el curita se sobrepuso y, tan aparentemente distraído como siempre, sugirió si no sería bueno que ahora volviera a declarar Parks:
-Lo había pensado -secundó el Inspector Chase. -Antes de que llamemos a Miss Artemise North y a las otras dos damas intervinientes en la tragedia de hoy, debemos completar lo ya conocido con una nueva declaración de Parks.

Cuando Chase estaba a punto de pedirle a Flambeau que llamase de nuevo al Fiscal, pues el Sargento Carruthers seguía con la rutina de sus informes y con la vigilancia de los moradores de la casa, al Padre Brown se le iluminó el rostro y se le ocurrió que habían descuidado un detalle: el extraño papel con la palabra “enemiss”, que había sido mencionado por el muerto antes de expirar. El Inspector estuvo de acuerdo en que ya era hora de buscarlo. El detective francés, animoso y jovial como era su costumbre, propuso ir a buscarlo él mismo y sostuvo que lo más probable es que estuviera en la sala de juegos. Aunque todo eso le pareció muy bien al Inspector Chase, al final le encomendó a Flambeau la tarea de llamar al Fiscal Parks y que el asunto de buscar el papelito se lo encomendase a ese jovencito que habían visto al llegar, al mozo para todo, ese tal Barrett.


Al cabo de unos pocos minutos, y mientras Flambeau iba en busca de Parks, apareció en el umbral de la puerta la cara inocente y pecosa del mozo Barrett, cuyo cabello pelirrojo y sonrisa bonachona inundaron la estancia de alegría y candidez:

-“Discurpe, Inspestor”. “M'ha” dicho er gigantón que venga “p'aquí” -dijo el joven Barrett, mostrando unos dientes caballunos y algo verdosos.

-¡Muy bien, mozalbete! Ah, y al gigantón has de llamarle sr. Flambeau, que es su nombre. Haznos el favor. Buscamos un diminuto papel que lleva escrita la palabra “enemiss”. Mira bien en la sala de juegos, en las mesas, por todas partes. No sabemos dónde está. Mira pero no toques demasiado ninguno de los objetos. Presta especial atención a un estuche para pistolas, que verás vacío, y a una cajita pequeña, vacía también, preparada para contener dos balas. Podría estar en esos dos sitios. Si no lo encuentras, ven igualmente. ¡Corre, jovencito! Si logras hallar el papel, estas tres Guineas serán para ti...


El mozo Barrett apenas vio que el Inspector le enseñaba las tres relucientes monedas, equivalentes cada una a 21 chelines, puesto que ya había salido corriendo como una exhalación camino de la sala de juegos. Casi tropezó con Flambeau y el Fiscal Parks, los cuales entraron de nuevo. Se acomodó el Fiscal, más calmado que antes, en una butaca y, sin más ceremonia o preámbulo, el Inspector volvió a asediarle con nuevas cuestiones. En efecto, a Parks ya no se le veía tan tenso como en el primer interrogatorio, aunque conservaba cierto envaramiento y en su forma de hablar aún se apreciaban balbuceos, tal vez fruto de las vacilaciones a las que a veces nos somete nuestra frágil memoria. El Inspector comenzó:

-¿Adónde fue cuando Sir Wilfred y usted acabaron de enseñar las armas del duelo? El Padre Brown sostiene que les vio salir juntos hacia los jardines, ¿es cierto? -dijo el Inspector, a lo que Parks asintió sin hablar. Entonces Chase le preguntó:

-¿De verdad espera usted que creamos que durante esas casi tres horas estuvieron paseando por los jardines los dos juntos o fue usted solo a alguna otra parte?

-De ningún modo. Si hubiéramos paseado juntos ese largo rato -contestó el Fiscal Parks, con un asomo de mueca burlona en sus labios-, ¿no cree que habría sido una caminata demasiado larga? No, Inspector Chase. Mientras ultimábamos los detalles del duelo, anduvimos por el jardín. Eso duró unos veinte o treinta minutos. Luego regresamos a la casa, aunque no puedo decirle con exactitud a qué hora. Tal vez fueran las cuatro menos diez, no lo recuerdo. A las cinco subí a mi habitación y estuve allí cosa de una hora o más, tratando de relajar mis nervios. Lo del duelo me tenía muy nervioso y excitado. Creo que no volví a bajar hasta eso de las cinco y media, porque se nos echaba la hora encima, y había que preparar las armas, cargarlas (y ciertamente, no es fácil hacerlo) y disponerlo todo. Bajé, vi a Sir Wilfred en el salón tomando café y departiendo alegremente con su esposa. Se le veía tan feliz y tan lleno de vida, a pesar de la edad...

-¿Así que hay una hora, o más, en la que no estuvo usted con nadie ni nadie puede probar que le viera en su cuarto? -Interrogó el Inspector, a lo que Parks no pudo más que asentir, viéndose ya en un futuro y tortuoso juicio por todo lo sucedido en aquel desgraciado suceso. -Todo esto le deja a usted sin coartada, en una posición muy comprometida. Se han encontrado sus huellas en los cartuchos de bala. Solamente las suyas, así que no parece que nadie más que usted las haya tocado, a no ser que usara guantes. Eso unido al hecho que acabamos de conocer sobre sus movimientos antes de la hora del duelo, le colocan como principal sospechoso en esta maquinación. Pero no se inquiete, que tiene en nuestro amigo, el Padre Brown, un buen Ángel de la Guarda. Permita unas preguntas más: ¿Cómo eran sus relaciones con Redvill? ¿Es cierto eso de que usted le acusó de vender antigüedades falsas, haciéndolas pasar por originales?


-Es verdad que le acusé de vender objetos falsificados, pero el viejo me demostró que yo estaba equivocado. Al menos, me enseñó certificados de autenticidad que refutaban mi acusación. Siempre me ha quedado la duda de si esos certificados no podrían ser también una falsedad más. En cuanto a mis relaciones con Redvill, les diré que se enfadó mucho conmigo a cuenta de la subasta en la que adquirí la fastuosa Colección Craven. Estuvo mucho tiempo sin hablarme. En fin, tal vez me haya burlado varias veces de ese pobre carcamal y de su avariciosa y mezquina forma de comportarse, pero ya no tengo nada que reprocharle, igual que espero que nada me reproche él ni guarde resquemores contra mí. 
 
El Padre Brown vio cómo Parks cruzaba las piernas y volvió a fijarse en que llevaba un calcetín de un color (marrón oscuro) y otro distinto (amarillo). En ese momento, recordó que ya había visto al Fiscal con dos calcetines de colores diferentes, lo que le llevó a pensar, según me reveló, de esta forma: “Una vez puede ser por distracción, pero ¡dos! Eso debe atribuirse a otra cosa, por más que parezca ser hombre distraído. Tiene que haber otra razón que explique esa curiosa y atrabiliaria mezcla de colores en un hombre que, por lo demás, va tan pulcra y cuidadosamente vestido...” Y fue en aquel entonces cuando el Padre Brown, interrumpiendo la encuesta, dijo:

-Sr. Parks, permítame hacerle una pregunta un tanto personal. -El Fiscal asintió con la cabeza, dándole permiso al Padre Brown para que expresara su inquietud: -Es la segunda vez que le veo llevar dos calcetines de distinto color, y eso ha excitado mi curiosidad sobre si no será usted daltónico...


Parks desarrugó por una vez su sempiterno ceño fruncido, abrió mucho los ojos, se alzó un poco las perneras de los pantalones de fina lana y emitió un leve suspiro, que entonces no supieron si era de sorpresa o de admiración ante la sagacidad del Padre Brown. Flambeau y el Inspector Chase estaban con la boca abierta, porque ni uno ni otro se habían percatado del detalle. Al poco, el Fiscal Parks habló de esta manera:

-¡Lo ha descubierto usted! En efecto, padezco cierto tipo de daltonismo, no muy severo (al menos distingo algún color, ya que me han dicho que ciertos daltónicos sólo ven en blanco y negro), pero que hace que me confunda con algunos colores: el verde, el rojo, el marrón... Con los trajes no tengo el menor problema, porque cada pieza del traje la guardo siempre junta, pero sí me equivoco casi siempre con los calcetines. 
 
-Oiga, Parks -intervino el Inspector Chase-, eso puede ser relevante para el episodio de las balas. ¿Sir Wilfred o alguien de aquí sabía lo del daltonismo y, respecto a reconocer y distinguir las balas reales de las de fogueo o para poder disparar con puntería, ese defecto visual le afectaba a usted o no?


-Verá, Inspector, yo guardaba muy celosamente esa afección, es decir, que nadie de los presentes sabía lo de mi daltonismo. Por otra parte, acabo de decirles que el mío es un daltonismo poco acusado y para nada me impide diferenciar objetos como balas, que suelen ser de colores claros, metálicos o plateados, ni tampoco me impide ser un tirador mediano, aunque no tan bueno como el Capitán Gallagher, por supuesto.

-Yendo a esos disparos y, sabido lo de su defecto visual -habló Flambeau por primera vez-, me gustaría que aclarase algo. Como saben todos, conozco y admiro el ritual de los duelos y usted también, me consta. Por ello sabrá, al igual que lo sé yo, que en ese tipo de retos con arma de fuego, puede muy bien dispararse al aire, en señal de reconocimiento de una falta o culpa, o también como ventaja al adversario. Ya que el daltonismo no impedía que usted distinguiera a esa hora y con esa luz la figura del difunto Magistrado y ya que no era más que una competición donde lo único que se sustanciaba era la rapidez de cada tirador, ¿por qué disparó usted directamente contra el cuerpo de Woolcott y no tiró usted con su pistola al aire? Eso es algo que no puedo entender...

-Ahora que lo comenta, Monsieur Flambeau -comenzó Parks, en tono triste y quejumbroso-, les diré que eso es precisamente lo que me ha atormentado desde esta tarde. Yo bien pudiera haber disparado al aire, o haber esperado a que fuera mi amigo quien lo hiciera. Le vi como paralizado, sorprendido muy probablemente por la figura que vio salir de la ventana, no sé. En ese instante no pensé nada: reaccioné disparando contra él porque creía que las armas estaban cargadas con balas de fogueo. ¡Juro por lo más sagrado que no le hubiera disparado al cuerpo de saber que nuestras armas contenían cartuchos de verdad! Tienen que creerme... Ese disparo es lo que prueba, en realidad, que yo confiaba en estar participando en un mero juego. ¿De verdad creen que un hombre como yo sería capaz de asesinar a alguien de esa forma, ante testigos y con toda sangre fría?


Y tras decir esas palabras, Parks bajó el mentón contra su pecho y se hundió a tal punto en su ánimo, desplomándose al suelo, y los otros temieron que se hubiera desmayado. Fue sólo un vahído. El Inspector no quiso continuar con el interrogatorio, aunque aún le bullían en el cerebro más preguntas que le hubiera gustado formularle a Parks. Con todo, una vez que Parks recobró el dominio de sí mismo, le lanzó estos argumentos:

-Señor Parks, a pesar de su testimonio, a pesar del hecho de su daltonismo, que en nada impide que hubiera usted premeditado todo el crimen, a pesar de su teatral desmayo de ahora, me veo en la obligación de dictar contra usted una orden de arresto, o si quiere, para evitarnos el engorroso trámite de la detención más severa, queda usted confinado en sus habitaciones hasta nueva orden y bajo custodia policial. No podrá salir de ellas, salvo para comer o asearse. El sargento Carruthers se encargará de vigilarle ante la puerta de su dormitorio. Vaya usted con él sin rechistar lo más mínimo y, mientras se aclara todo (no es usted el único sospechoso, también tenemos de habérnoslas con ese Gallagher y alguna persona más), permanezca en su cuarto, hasta que le indiquemos otra cosa. Por favor...

Parks se levantó en el más absoluto silencio, sorprendido porque, desde su punto de vista, era tan inocente como un pajarillo del campo, pero en ningún momento protestó, consciente de que eso podría empeorar su ya precaria situación. Salió del salón, casi cruzándose con el joven Barrett, que regresaba de la sala de juegos, alborozado y con los mofletes henchidos de alegría y rubor. Sin anunciarse ni pedir permiso para entrar, se acercó a la mesa del Inspector, depositó en ella un papel muy pequeño y exclamó:

-¡Mis tres Guineas, “señó Inspestor”! Aquí les dejo er papelito ese de “messis”...


En efecto, parecía el papel al que el difunto Magistrado se había referido antes de morir. En él podía leerse, escrita en burdos caracteres, casi como si de un garabato juvenil se tratara, esta palabra: “enemiss”. El Inspector le dio al mozo Barrett sus tres Guineas pero, antes de que se marchara, dijo:

-Espero que tú no tengas nada que ver con esto ni sea una broma tuya. Por cierto, ¿dónde lo has encontrado?

-En “er estushe” de las armas, como “usté m'había disho”...


El mozo se marchó, radiante de felicidad y exhibiendo sus tres monedas sin dejar de enseñar sus dientes caballunos. El Inspector, una vez más, comentó que tal vez fue una torpeza suya decirle a Barrett la palabra que llevaba escrita el papel, ya que ahora recelaba que, con tal de llevarse el premio de las Guineas, el jovencito hubiera podido improvisar un duplicado. Menos mal que el Padre Brown demostraría también en ese aspecto tangencial, la correcta y adecuada conducta de otra persona inocente.

[CONTINUARÁ...]