martes, 14 de junio de 2011

75 ANIVERSARIO DE CHESTERTON... Y ALGO SOBRE "NÉMESIS" (A GANDALF)

Hoy los chestertonianos de todo el mundo celebramos los 75 años de que nos dejara el ingenioso, polémico y prolífico escritor GILBERT K. CHESTERTON. Como sabéis, mis blogs de Blogger están permanentemente dedicados a su memoria, a la de su esposa FRANCES BLOGG y a su mejor amigo, HILAIRE BELLOC.

Por ello, se podría decir que todo el año celebramos la vida, obra e influjo de Chesterton, y conmemoramos las dos efemérides clave que abrieron y cerraron su vida: su nacimiento, el 29 de mayo de 1874, y la fecha de su muerte, ocurrida el 14 de junio de 1936.

Hoy no podía ser menos. Por eso esta entrada se dedica a honrar su enorme y rotunda figura, su ingente, penetrante y maravillosa obra literaria y como periodista, así como su valor al convertirse a la fe católica en una Inglaterra rabiosamente protestante y materialista, además de haber sido constante defensor de la fe cristiana, a secas, de las tradición católica romana en especial, y tan firma cuanto donoso esgrimista en mil batallas dialécticas.

Defendió la ortodoxia frente a la herejía, la razón frente a la barbarie, el sentido común frente a la locura del relativismo moderno, la libertad del individuo frente a los abusos del Estado, la democracia frente al totalitarismo y la propiedad privada de cada cual frente a la voracidad de los plutócratas. Fundó periódicos, escribió novelas, cuentos, ensayos, poemas, biografías, obras de teatro...

Colaboró asiduamente en la prensa, tuvo su propio periódico, participó en mil y un debates, con oponentes como el célebre GEORGE BERNARD SHAW y otros (todos destacaron siempre su caballerosidad, su agudeza y su nobleza en el fino y complejo arte de polemizar). Se implicó en política, llegando a fundar, junto a su hermano CECIL y al citado HILAIRE BELLOC, un partido alternativo al conservador y al laborista, con todo un movimiento llamado Distributismo o distribucionismo, basado en la doctrina social de la Iglesia católica y en especial en la encíclica Rerum Novarum, de LEÓN XIII, y cuyo máximo objetivo era lograr una distribución más justa y equitativa de la riqueza de un país.

Se consideraba como liberal, lejano al Socialismo de la Sociedad Fabiana inglesa; aborrecía por igual el Capitalismo y el Comunismo, y mucho más el Anarquismo. Por eso fundó el Distributismo, con escaso éxito, pero muchas de sus ideas están siendo retomadas, no sólo por la Iglesia católica, sino también por economistas de hoy. En el mundo globalizado que nos toca vivir, las ideas de Chesterton sobre el poder difuso e inconcreto de unos pocos sobre todos los demás, y la acaparación de todos los recursos y riquezas por esos pocos están de plena actualidad y por ello, su pensamiento conserva toda su vigencia, aún más hoy que ayer, si cabe.

No deseo extenderme mucho más. Recomiendo que se lean sus obras, sean las de ficción (entre ellas, la del Padre Brown son las mejores, así como la novela metafísico-policial de El hombre que fue Jueves), sean los ensayos, biografías (especialmente las que hizo sobre San Francisco de Asís y Santo Tomás de Aquino, auténticas joyas) o artículos periodísticos. Leedle, si gustáis de hacerlo, aunque os aconsejo que lo hagáis a sorbos breves, suaves y moderados. Chesterton es como un maravilloso vino añejo, como un licor amable y dulzón, de enorme calidad y hondura, pero que ha de beberse poco a poco, sin excederse.

Esta entrada, se ha dicho arriba, se dedica a su memoria, a los 75 años de su muerte. También va dedicada a nuestro amigo GANDALF, que tanto me ha ayudado en la historia del Padre Brown. En la segunda parte del pot entenderéis por qué la dedicatoria se la brindo al genio galaico. ¡Muchas gracias por tus estupendas aportaciones, GANDALF!

La segunda parte del post no es más que una

RECAPITULACIÓN DE LO YA CONOCIDO EN
"DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS"
(con anticipo de algunas pistas que
el Padre Brown y sus amigos
aún no han descubierto):

0.-Los personajes que aparecen son todos los que aparecerán en lo que queda de historia. No será de esas narraciones en las que surje, en el último momento, un chino misterioso o un vendedor de lencería mentiroso que resulta ser el hijo secreto de Sir Wilfred que tramaba una venganza ('némesis') contra él. No, los que están son los que están y son lo que son.

1.-
El dictamen del forense. El Dr. Tanner, en efecto, ha examinado el cuerpo del Magistrado. Cuando trasladasn el cuerpo, el buen doctor forense va con la ambulancia y, una vez llega a la Morgue y a su sala de autopsias, profundiza en su examen del cadáver. En ese ulterior análisis comprobará algunos datos interesantes: del cuerpo del difunto extrae una bala calibre 7,63cm, perfectamente posible en una Mauser C-96. En suma, era evidente que no fue una bala de fogueo, sino una bala real, la que acabó con la vida del Magistrado. El Dr. Tanner dictamina muerte de Sir Wilfred por la fatal herida en el pecho, casi en el corazón, de la que falleció desangrado. En el informe de la autopsia se confirma ese dictamen preliminar. No se hallan drogas en el cuerpo del difunto ni otros datos de interés para el caso.

2.-
La bala del árbol. En efecto, GANDALF: la bala del árbol no era de fogueo, sino real. Y os anticipo que la mano misteriosa que dispara desde la ventana usa un arma distinta, un arma que ha debido llevarse consigo, por motivos evidentes. El sargento Carruthers, a instancias del Inspector Chase, vuelva al jardín a inspeccionar el árbol y logra extraer el proyectil. El lunes siguiente a ese fin de semana, se realiza el informe balístico en el Yard, el cual dictamina que la bala es del calibre .45 ACP y concluye que el arma que disparó era una Colt 1911, propiedad de... (hasta aquí puedo leer).

Gracias por revelarme que las balas de fogueo de aquella época eran de madera, con lo que difícilmente una de madera podría haber dejado huella y menos penetrado en un árbol, máxime si, como bien dices, apenas salidas del arma se quemaban y caían al suelo. Era un dato que yo, en mi supina ignorancia, desconocía por completo. Gracias de nuevo, amigo.

Sobre algo que GANDALF me comenta después, es decir, la declaración de Miss Artemise North: ella dice haber visto el brazo de un hombre disparando desde la ventana. Pudo ser una mujer, pero a la distancia a la que estaba la periodista se podía ver el tipo de ropa y, aunque solo sobresaliera el brazo, está claro que ella identificó la mano y el brazo de un hombre.

3.-
La conjetura de GANDALF sobre la auténtica víctima: Escribe mi querido amigo, tan atento lector, lo siguiente: "Todos estos detalles nos llevan a la conclusión de que el objetivo del misterioso tirador no era específicamente Woolcott, sino otra persona, posiblemente el propio Parks". En efecto, ¡bravo por tu deducción, GANDALF! Los tres detectives del caso llegarán a esa misma conclusión, pero luego rechazan la idea de que el misterioso tirador apuntase para matar a Parks. ¡Ojo!, en realidad el plan del asesino, dado que era un duelo en el que ninguno de los dos contendientes había previsto que iba a morir, implicaba sólo dos cosas: una, que hubiera un muerto, un asesinado; y dos, que al otro le acusaran del crimen. Es decir, el diabólico plan no era, ni más ni menos que una mano inocente acabara, sin saberlo, con la vida de otra y que ese inocente fuera visto ante todos como el responsable del crimen. Lo que se resume en un dicho castellano: "matar dos pájaros de un tiro"...

4.-
El tiro de la ventana es independiente del que se dio en el crimen y tuvo otras motivaciones. Tal y como yo pensé el misterio en su origen, quien dispara desde la ventana apunta a otra persona distinta de Woolcott y Parks. Es decir, que ese disparo, hecho con el ya mencionado Colt 1911, fue realizado por otra persona, con otros motivos y no para matar a ninguno de los duelistas. De momento, no puedo decir a quién disparaba o si disparaba a alguien o sólo quería llamar la atención o tal vez herir a una de las damas o a uno de los caballeros que no participaban en el duelo. O tal vez, incluso, disparase al árbol con la intención de detener el duelo. Ya se sabrá, no os preocupéis. Tal vez quien disparó desde la ventana sabía algo que todos ignoraban y no se le ocurrió nada más rápido para ejecutar su acción que, apunto, no tiene por qué ser malvada. ¡Cuántos disparos asesinan, pero cuántos salvan vidas...!

5.-
Los personajes. GANDALF me envía un portentoso y pormenorizado análisis de los móviles y motivaciones posibles en cada personaje, partiendo de lo que ya he apuntado en la narración. No me guardo ningún as en la manga y repito que pretendo ser honesto en un tipo de escritura como este en la que, por desgracia, ha habido muchos tramposos, y en el cine, más. Voy uno por uno, siguiendo el orden que el genio galaico me ha propuesto, empezando por los personajes femeninos:

5.1.-
ARTEMISE NORTH, la periodista. En efecto, ella tenía contraídas con Sir Wilfred muchas deudas. El Inspector Chase le extrae que ella es jugadora habitual, y que Woolcott le prestaba dinero y aunque, de momento, no deba adelantaros si la señorita North, realmente bella, le devolvió la deuda al Magistrado pagándole en forma de coqueteos amorosos, puedo deciros que ella pasa por sospechosa de segundo grado en el caso y, en realidad, es más importante como testigo del episodio de la mano en la ventana. En efecto, GANDALF acierta al decirme que, si ella fue la autora del crimen (y podría haberlo sido, no debo desvelarlo aún) necesitaría forzosamente un cómplice. Y eso nos lleva a las preguntas de ¿quién y por qué? Nada más...

5.2.-
ELEANORE WOOLCOTT, la esposa de Sir Wilfred. GANDALF, de nuevo, me apunta sus dos móviles más plausibles: si tuvo que ver con la muerte de su esposo, y no digo que no haya sido ella, o bien lo hizo por el dinero de la herencia, o bien porque tal vez había descubierto que su esposo era demasiado generoso con la guapa señorita North. Poco puedo deciros acerca de la viuda, salvo que era una mujer muy sensible, sin alguna experiencia con armas, sin demasiadas ambiciones, excepto su debilidad por el lujo y la buena vida que le había dado el Magistrado. ¿Le quería aún cuando él pudiera haberle sido infiel (y no digo que lo fuese)? Sí, quería a su esposo.

5.3.-
LOUISE WOOLCOTT, la hija del Magistrado. Sí, ella pretende casarse con el Capitán George Gallagher. Y sí, el Magistrado se oponía al matrimonio de ambos. Ese es un suficiente motivo de peso para que ambos se combinaran en un plan diabólico para acabar con Sir Wilfred. No he desarrollado esa trama demasiado, tal vez porque odio las tramas amorosas, a pesar de lo cual, prometo profundizar en ella en lo que queda de narración, pero no mucho, para que no os dé un coma amoroso... No puedo deciros mucho más que esto: Gallargher amaba a Louise y por ella estaría dispuesto a todo, pero ¿también a jugarse su cuello en la horca asesinando a su futuro suegro? Si no les descubrían, ¿por qué no? Esperad al final de la historia y tal vez veáis que es posible que aún haya una pequeña porción de trama pegajosamente romántica, jaja...


5.4.-
ÓLIVER THORPE, el Juez amigo de Woolcott y Parks. En efecto, no poseía fobias contra ninguno de los dos. Era un invitado que, además, por un azar de las circunstancias, hubiera podido ser el perfecto testigo de la manipulación de las balas, pero se quedó totalmente dormido y, encima, era prácticamente sordo. No vio ni oyó a la persona que: uno, cambió las balas de fogueo por otras de verdad, de idéntico calibre y aspecto; dos, puso en el estuche de las armas el papel con una palabra manuscrita, la famosa palabrita "ENEMISS" (que es el anagrama de Némesis, como muy bien ha adivinado el también sagaz SIRLANCE, adelantándose mucho a lo que Brown y sus amigos descubrirán). El Juez no lo hizo, esa es la verdad.

5.5.-
HENRY JOHN REDVILL, el anticuario. A diferencia del anterior, él sí había tenido pequeñas (o grandes, según se mire) discusiones con los dos duelistas. GANDALF, en un auténtico tour de force narrativo que merece la pena que conozcáis y reproduzco aquí con su permiso, hace gala de una verdadera imaginación que ha logrado superarme. Os copio lo que ha deducido sobre Redvill porque merece la pena:

"En el pasado parece haber tenido algún problema con Parks, pero por el momento no sabemos su naturaleza. Relacionado con ambos duelistas y merchante de obras de arte y antigüedades.
La única razón para que pudiera desear la muerte del anfitrión o del fiscal sería una fuerte deuda contraída por alguno de ellos y que supiera no podría cobrar jamás.
También sería posible que alguna supuesta irregularidad en la adquisición de alguna colección u obra de arte en particular no hubiera sido totalmente lícita y conocido el hecho por el fiscal Parks, o más raramente por el magistrado Woolcott, estuviera sufriendo chantaje a cambio de silencio.
Tanto en el caso de Redvil como en el de Thorpe, parece claro que hay que descartar cualquier relación adúltera entre ellos y la señora Eleanor Woolcott".

Apenas puedo responder, al menos de momento. Tan sólo deciros que en la parte 6 del relato se da el interrogatorio a Redvill, en el cual revela, ante las preguntas del Inspector Chase, sus desavenencias con Parks, pero no deja claros sus asuntos con Sir Wilfred. Y es cierto, ni el Juez ni el anticuario cometieron adulterio con la señora Eleanore Woolcott, ¡muy bien visto, genio culé!

5.6.-
GEORGE GALLAGHER, Capitán de Infantería. Me apunta GANDALF, con buen juicio, que no he determinado el cuerpo al que pertenece el fogoso irlandés Gallagher. En efecto. Y no tenía pensado hacerlo, tal vez por descuido o por no ser determinante en el caso. Pero dado que es un dato que le agradezco me haya recordado, haremos que el Capitán Gallagher sea del cuerpo de Infantería. Diré que Gallagher es un excelente tirador, que ama a Louise Woolcott, que se vio muy contrariado por las constantes negativas de Sir Wilfred y su oposición a que se casaran (trama romántica que ya he dicho no he desarrollado bien, pero...)

Sobre la hipótesis muy cierta de que Gallagher fuera quien realizo el tiro desde la ventana y sobre tu pregunta de 'si disparaba a Parks, ¿por qué erro el tiro tan estrepitosamente, si era un tirador consumado, de magnífica puntería? 

Bueno, os pregunto: ¿quién nos dice que no disparaba al árbol precisamente? ¿O que no disparaba a otra persona, tal vez una de las damas o uno de los caballeros que asistieron al duelo? No sigo, que me lanzo... Sólo una pista más: quien disparó desde la ventana no quería herir al Magistrado. Lo demás, lo dejo a vuestras especulaciones y al hecho de que, por desgracia, no es hasta casi el final de la historia cuando la Policía encuentra al huido, al Capitán Gallagher. Por ello es el último en ser interrogado, aunque para entonces el Padre Brown ya había resuelto el misterio.

5.7.-
Otros personajes: Aunque el buen WOLFSON-QUASIMOD apunte con sorna hacia el mayordomo, en una broma que le agradezco, he de decir que el discreto sr. CARTER, el mayordomo principal, nada tuvo que ver en este crimen, aunque se sabe que robaba comida de la cocina a hurtadillas y que le sisaba en lo que podía a su amo, el Magistrado. Pero no comentéis nada al respecto. Queda entre nosotros.

El joven mozo Barrett tiene luego su pequeña intervención a cuenta del papel con la palabra "ENEMISS", pero tampoco ideó semejante asesinato, el cual, como bien ha visto GANDALF, dependía mucho del azar, aunque el asesino tenía su ejecución muy bien proyectada.

Por supuesto, ni el pobre Padre BROWN, ni FLAMBEAU, ni el INSPECTOR CHASE o los otros tuvieron lo más mínimo que ver en el asunto, aunque no sería el primer caso en que al final se revela que el asesino es el detective, cosa que el gran
S. S. VAN DINE, en sus 20 reglas para escribir una novela policíaca prescribía como totalmente prohibido si se quería ser honesto con la inteligencia de los lectores y a mí ya me habéis demostrado de sobra que la tenéis, y en mayor cantidad y calidad que la mía propia.

Huelga decir que agradezco muchos todos los comentarios que me habéis ido dejando en el blog de LD y en los de Blogpot. No sería justo que dejase sin mencionar las aportaciones de
-CAMINANTE (a quien va dedicada toda la historia, como ya sabéis),
-CUALQUIE (que vio muy bien que el criminal solo puede ser... ¡el asesino!),
-IURIS (que, me parece, va camino de ser quien descubra al criminal, si es que GANDALF no se le adelanta),
-SIRLANCE (que, tal vez por su afición a lo policial, vio con toda rapidez y claridad el sentido de la palabra “enemiss”, anagrama de NÉMESIS... No es la pista fundamental, pero puede ser una prueba muy importante para que el criminal sea detenido),
-EUTEKOS (gracias por proponer un reto que no sé si recordaréis; EUTEKOS escribió en los comentarios del primer post: “el primero que te mande un emilio con la solución del caso, se lleva la caña y el pincho de tortilla virtuales. D'accord?” ¡Hecho, amigo!),
-EL EMPERADOR TTESK (no te preocupes por los comentarios: los exámenes te harán pensar con claridad en la identidad del malo, que esta vez no es Rubalcaba, jajaja),
-LEO-DIENEQUES (besos, amiga, y gracias por tus elogios),
-VIKINGA,(lo mismo digo: besos, agradecido por tu amabilidad),
-WOLFSON-QUASIMOD (gracias por lo del Breviario en lugar de Libro de Horas; fue, sin duda, fallo del traductor)
y, por supuesto, sin olvidar las sabias y muy informativas aportaciones de GANDALF (todos ellos desde los blogs de LD; ahora entenderéis por qué le he dedicado esta entrada especial al magnífico GANDALF).
Asimismo, no puedo dejar de citar los amables y cumplidos comentarios que una poética amiga, ZAMBULLIDA, ha dejado en los blogs de Blogger.

Espero no haberme olvidado de nadie. Si lo he hecho, que me dé un capón y me lo diga, para corregir el posteo. Tal vez alguien haya leído, no haya querido comentar nada y tenga ya la solución del crimen. En ese caso, le agradezco que guarde silencio. Algunos silencios son de oro, ¿verdad?

A todos, gracias, por leerme y mi eterna gratitud por aguantar estos ladrillazos que os endilgo sin la menor piedad o misericordia.


Si el cuentecito os va entreteniendo y, a la vez, eso os pica la curiosidad por leer al verdadero creador del Padre Brown, el genial CHESTERTON, habré logrado, y aún superado, mis objetivos al embarcarme en la enrevesada, maléfica y perversa carrera del crimen.

Saludos, queridos amigos, y que Dios os bendiga.

[CONTINUARÁ...]

lunes, 13 de junio de 2011

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (4) [Dedicado a CAMINANTE]


DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(4)

Parks arrojó al suelo su pistola, corrió a la velocidad del rayo y anduvo toda la distancia que le separaba del lugar donde había caído su amigo. Pronto observó que Sir Wilfred, agonizante y retorciéndose de dolor, estaba herido en pleno pecho, del cual manaba abundante sangre. 
 
Lo que más aterrorizó al Fiscal fue ver la trágica expresión de horror, la mueca macabra y del extrañeza del pobre Magistrado, que por un momento pareció querer incorporarse para hablar. Pero en aquellos fatales segundos de vida, vomitó un poco de sangre por la boca y, antes de exhalar su último aliento, apenas musitó unas cuantas palabras al oído del señor Parks, que se había inclinado para escucharle con más atención:


-Le perdono... a usted... Busquen... el papel... Es... enemiss...

Y expiró. No dio tiempo a que terminara aquella frase postrera. Entonces, el señor Parks cerró los ojos, maldijo aquella desventurada tarde y gritó. Al Padre Brown le pareció que aquel estruendo de desahogo era auténtico. El segundo en llegar, justo tras los pasos de Parks, fue Flambeau, que oyó claramente cómo este maldecía su mala suerte y se echaba la culpa de lo que había pasado. Luego apareció Louise Woolcott, que se encaró con el Fiscal, reprochándole su malvada acción con estas palabras:

-¡Asesino, es usted un asesino! Ha estado fingiendo estos dos meses, pérfida víbora envidiosa. Dos meses de hipocresía en los que se ganó la confianza de mi pobre padre para ahora asesinarle delante de todos y sin piedad... ¡Me da usted asco...!


Los demás aparecieron en el instante en que un atónito Parks permanecía pálido, mudo y perplejo ante las acusaciones de la hija, la cual se inclinó ante el cuerpo de su difunto padre, mezclando su amargo lamento con palabras ininteligibles. 
 
Como era lo más natural, la señora Eleanore Woolcott también lloraba sin consuelo, al tiempo que pedía el socorro de un médico, ignorante de que ya nada podía hacerse por salvar a su marido. 
 
Por su parte, aunque estaba totalmente conmocionada, la joven periodista, Miss Artemise North, aseguró a todos que, saliendo de una de las ventanas de la mansión, había visto con claridad el brazo de un hombre empuñando una pistola y apuntando al exterior. Eso le llamó la atención y en cuestión de segundos fijó su mirada en ese punto. Por lo que ella juzgaba, y así lo declaró después, la segunda detonación que oyeron fue ni más ni menos que un disparo que aquella sombra extraña había realizado desde esa ventana de la casa, que daba a los jardines.


Muy decidido y sin pensarlo dos veces, el humilde sacerdote llamado Brown se inclinó ante el cuerpo sin vida de Sir Wilfred, mientras recitaba una última absolución para el alma del buen jurista y algunas oraciones que en el credo católico se reservan para estos casos desesperados.

Al agacharse, una ráfaga de viento hizo que su sombrero negro y picudo, característicos de los clérigos de entonces, saliera volando, mientras él miraba al cielo, sorprendido. Por un momento, una idea extravagante cruzó su mente: la idea de que aquella ráfaga de viento era el alma de Sir Wilfred, camino de la luz del Creador.

Los demás quedaron paralizados por el hecho en sí. El anticuario Redvill no dijo ni media palabra pero no dejaba de bizquear, mientras el adormilado Juez Thorpe no comprendía nada. El pobre viejo creyó en un principio que nadie había disparado su arma, puesto que él no había oído ningún ruido. En esos instantes de terror, Parks se acercó al cura y le confió las últimas y misteriosas palabras que el Magistrado Woolcott había pronunciado. 

En tanto se desarrollaba aquella escena de tragedia, Flambeau corrió como un gamo, con un doble objetivo: debía avisar por teléfono a la policía para contarles lo acaecido, además de dar parte a un médico, a sabiendas de que ya ningún doctor podría hacer nada por el Magistrado; en segunda instancia, tenía que descubrir quién era la sombra tras la ventana, aunque su mente se maliciaba que no podía ser otro que el Capitán Gallagher, el cual habría disparado su arma por un motivo que el detective francés no era capaz de imaginar, si es que realmente había disparado contra Sir Wilfred, de lo cual no estaba seguro. Flambeau daba grandes zancadas, camino de la casa, al tiempo que se acordó de que alguien le había dicho que Gallagher era, sin duda, el mejor tirador de cuantos allí estaban.


La señora Eleanore Woolcott, en cuanto el Padre Brown hubo terminado sus rezos, se agachó y al instante se abrazó al cuello de su difunto esposo, entre lágrimas de infinito desconsuelo. Del igual modo, Louise, la cual aún ahora se había vuelto a sentar, sollozaba sin dejar de maldecir contra el señor Arthur Parks. Pese a que, durante un rato, la joven damisela se había tapado la cara con ambas manos, alzó luego su delicado rostro, dejando ver su fina y tersa piel pálida, cubierta de un rubor enrojecido por el llanto más profundo y la rabia más absoluta. 
 
Al poco rato, regresó Flambeau, anunciando que ya se había llamado tanto a los agentes de la autoridad como al médico.

-Con todo, no he podido encontrar a ese filibustero del Capitán Gallagher por ninguna parte, mon Pére. -susurró Flambeau al oído del cura. - Carter afirma que le vio correr hacia la entrada de la casa poco después de que se oyera la detonación. He salido un momento afuera y, sí, he comprobado que el coche de Gallargher también ha desaparecido... Bufff, como la policía tarde demasiado será muy difícil dar con ese endiablado irlandés. De veras que no entiendo cómo ha podido suceder esto, amigo Brown... Mon Dieu, ¡pero si las balas eran de fogueo!


-Oh, mi buen Flambeau, no me sea tan cándido -musitó el sagaz sacerdote, siguiendo la misma juiciosa forma de confidencia, para evitar que los demás les oyeran. -Ante el extraño y aparentemente insoluble suceso de que un hombre muera por una pistola que suponíamos cargada con una bala de fogueo, caben varias posibilidades: la primera que se me ocurre a bote pronto es que alguien pudiera haber cambiado las balas de fogueo por otras realmente mortales. La cuestión es averiguar quién lo hizo, cuándo cambió las balas y por qué razón. La segunda no requiere que nadie manipulase las armas y me ha sido sugerida por lo que ha dicho esa periodista, la señorita North: la mano casi invisible que empuñaba una pistola contra Sir Wilfred ha querido hacer coincidir el sonido de las balas de fogueo con el de una bala mortal. De ahí la doble detonación que hemos escuchado. 
 
-Sigo creyendo que esta historia es irreal, como si fuera una pesadilla de la que despertaré en mi apartamento de Westminster. -musitó el gigante.

-Nada de eso. Por desgracia para Sir Wilfred y su apenada familia, todo ha sucedido realmente. Ya se habrá dado cuenta, Flambeau, de que, como nos habíamos temido, este no era un “duelo falso”... O, tal vez, fue un duelo donde todos hemos sido engañados, igual que el mago crea ante nosotros una falsa ilusión, deslumbrándonos con el efecto de su truco. En otras palabras: se nos ha engañado porque parte de la falsedad del duelo estribó en el trágico hecho de que ni los invitados ni ninguno de los duelistas era consciente de que cualquiera de ellos dos podía morir.


Flambeau no había pensado en eso pero, al decirlo su amigo el sacerdote, se dio cuenta de que era cierto. Alguien, ya hubiera manipulado las armas, ya hubiera disparado desde la casa, engañó a los duelistas, que ignoraban que podrían morir. Entonces al Padre Brown se le iluminó la cara, pues una nueva idea atravesó sus ojos grises como un rayo. Luego dijo:

-Sin embargo, eso de cambiar las balas de fogueo por otras de verdad es muy arriesgado. Acabo de darme cuenta, querido Flambeau, de que el asesino, quienquiera que sea, en el caso de querer deshacerse del pobre Sir Wilfred, debió cambiar las dos balas necesariamente, porque no podía saber cuál era la pistola que elegiría el Magistrado ni la que eligiría Parks, lo que nos lleva a la conclusión de que, si Sir Wilfred hubiera sido más rápido que el Fiscal, a estas horas el muerto sería Parks y no Woolcott. En fin, debemos meditar más despacio sobre estas cosas y, ante todo, hágame un favor: lleve a la familia del difunto de nuevo a la casa. Que nadie proteste ni salga del lugar. Le dejo a cargo de todo, ¿de acuerdo? Yo me quedaré aquí, velando el cadáver de Sir Wilfred, mientras llegan los agentes del Yard y el médico. Aprovecharé para seguir rezando por el alma de este hombre y para ver si encuentro alguna pista. No espere más. Llévelos a la casa, amigo...

Flambeau nunca discutía las órdenes del Padre Brown, y menos cuando se hallaba tan nervioso como en aquella ocasión. El caos se había adueñado de Woolcott Manor. Por ese motivo al detective gascón le costó un buen rato convencer a aquel variopinto grupo de personas de que lo más juicioso era volver al interior de la casa. Tras unos minutos, logró conducirles, igual que el buen pastor guía a sus ovejas hacia las verdes praderas. Brown observó la escena del regreso y, cuando se hubo quedado solo, sin dejar de recitar sus oraciones, siguió rumiando todo cuanto había visto y oído, dando pequeños paseos por los alrededores del lugar donde se había producido aquel extraño y truculento drama.


En uno de aquellos cortos paseos observó por azar el tronco de un árbol que estaba alejado del muerto pero, en cambio, no demasiado lejano de donde se habían dispuesto las sillas para que las damas observaran el duelo. En el tronco del árbol pudo ver la madera astillada y se dijo que, sin duda, la segunda detonación no fue un mero eco. Un arma, distinta a las del duelo, se había disparado y el proyectil había dado en ese árbol. No podía recordar quién estaba cerca del árbol, pero se convenció de que el invisible y silencioso tirador de la ventana no apuntó a Sir Wilfred, sino a otra persona, pues el árbol estaba algo lejos del cuerpo del fallecido. 
 
Aún hizo otro pequeño pero interesante descubrimiento. Aunque el padre Brown no estaba del todo familiarizado con las nuevas técnicas policiales, sabía que ya se recogían huellas e impresiones digitales. Por tanto, cogió un pañuelo y envolvió con él la pistola de Woolcott, que había rescatado del suelo, a fin de evitar que sus huellas borraran las de alguien que la hubiera manipulado. Con mucho tiento, abrió el cargador del arma y observó que aún conservaba el proyectil en su interior, lo que indicaba a todas luces que el Magistrado no pudo o no quiso disparar antes que su rival. Muy despacio dejó esa pistola sobre el césped, cogió de nuevo su pañuelo y fue adonde Parks había arrojado su Mauser C-96. Repitió la operación: la envolvió con el pañuelo, abrió el cargador y vio que estaba vacío. 
 
Pensó entonces que, sin duda alguna, la bala que mató al Magistrado salió del arma de Arthur Parks, ya que la otra, la del disparo desde la ventana, debía estar hundida en el retorcido y astillado tronco del árbol. Con todo, decidió esperar a la llegada de los expertos de la policía para que confirmasen sus conjeturas.


Serían las siete de la tarde aproximadamente cuando llegaron dos coches más a la casa, coincidiendo al mismo tiempo: el auto del médico del pueblo más cercano (Londres quedaba un poco lejos) y el auto oficial de Scotland Yard, el cual sí que procedía de la capital, puesto que en aquella zona de las afueras, con tan pocos habitantes, no había puesto ni sede oficial del cuerpo de Policía.

La figura imponente y atlética del delgado Inspector Grandison Chase bajó del segundo automóvil, al tiempo que daba órdenes a sus dos acompañantes de que entraran en la casa tras sus pasos. Eran estos dos jóvenes alegres e inteligentes: el sargento Carruthers y el oficial forense, el Dr. Tanner. Ambos llevaban pocos años en el Yard pero ya acreditaban la suficiente experiencia como para afrontar cualquier problema criminal. Por su parte, el Inspector Grandison Chase era un hombre fornido, a pesar de su extrema delgadez, el cual lucía un abundoso y exagerado bigote que le daba el aspecto de una morsa recién salida del mar. Sonreía pocas veces y era un fanático del orden, la lógica y la ciencia de la deducción. Sus métodos eran fríos, calculados, sumamente objetivos y eso le había granjeado la confianza de sus jefes y le había hecho acreedor de una bien merecida fama como detective, carrera en la que obtuvo varios éxitos sonoros al resolver algunos casos realmente intrincados. A esa carrera le había dedicado media vida, siempre al servicio del Imperio de la Ley. Por último diremos que no era la primera vez que se topaba con nuestros amigos Brown y Flambeau, los cuales le habían ayudado ya en un par de ocasiones a desvelar ciertos casos que ahora, queridos lectores, sería engorroso citar. 
 
El Inspector Chase entró en la casa, seguido de Carruthers y Tanner. Salió a recibirles el mismo Flambeau, al cual dio un amistoso abrazo, imagen ante la cual los demás invitados pensaron que asistían a la reunión de dos afables gigantes. Flambeau ya le había participado al Inspector los detalles más relevantes del caso, a los que añadió las últimas reflexiones que Brown y él acababan de realizar hacía unos minutos. Chase ordenó al sargento Carruthers que tomase las huellas de todos los habitantes de la casa y, en especial, de los que asistieron al duelo, incluidas las del difunto Sir Wilfred. Al Dr. Tanner le encomendó la tarea de reconocer el cuerpo, así que, como ya se quedaría en la casa un agente oficial, Flambeau condujo a Chase y Tanner hasta donde estaba el Padre Brown, ángel custodio del pobre Magistrado.


Se asomaba levemente la noche y la luna, con su corte de estrellas, cuando el grupito de aquellos tres hombres llegó al lugar de la tragedia. Pero, antes de alcanzarlo, observaron a lo lejos la sombra negra de un ser que parecía tener cuernos y estaba inmóvil. Lo que al principio les pareció una visión espantable, a la luz de las estrellas y con la cercanía se fue transformando en la bondadosa faz del curita católico, que permanecía enhiesto junto al cadáver de Sir Wilfred, como una suerte de alegoría de la Sombra y el Ángel de la Guarda.

-¡Querido Padre Brown...! -exclamó el Inspector Chase, muy alegre por haberse reencontrado con su viejo amigo. -A mis brazos... Bueno, Flambeau ya me ha informado de esta terrible desgracia. ¿Tiene alguna teoría acerca de lo que ha pasado aquí?

Brown no era dado a anticipar muchas de sus conclusiones. Era cierto que ya sabía o intuía muchas de las cosas que estaban en el trasfondo de aquel hecho tan truculento como escabroso, pero no gustaba de adelantarse a los acontecimientos y, con muy buen juicio, respondió que aún había muchos puntos oscuros en aquel caso. Mientras el Dr. Tanner examinaba el cuerpo del difunto, el Padre Brown les lanzó a sus amigos algunas de las preguntas que entre todos debían intentar responder:


-Inspector Chase, aquí ha habido juego sucio, ya lo sabe. Por un lado, se ha oído un disparo, efectuado a lo que parece por el sr. Parks. Por otro, dice la señorita Miss Artemise North que ha visto la mano de un hombre disparando hacia el lugar del duelo y yo he descubierto dónde ha podido alojarse esa segunda bala. Vean ese árbol; creo que allí dio el segundo disparo. Todo eso y lo que Flambeau y yo escuchamos a los invitados y a nuestro anfitrión en el salón de juegos, me lleva a hacerles estas preguntas, las cuales habremos de responder necesariamente para dar una solución plena a este misterio. Primera: ¿quién y por qué motivo puso las balas de verdad en las dos pistolas del Magistrado Woolcott? Segunda: ¿estamos seguros de que fue el Capitán Gallagher quien efectuó el otro disparo? Si no fue él, ¿por qué ha huido entonces? Pudo ser él, pero... En todos estos años he aprendido a no precipitarme al juzgar a las personas o sus comportamientos. Tercera: Parks dice que, antes de morir, el Magistrado le perdonó y susurró las siguientes palabras: “Busquen... el papel... Es... enemiss...” ¿A qué papel se refería el pobre jurista y qué quiso decir con eso de enemiss? ¿Estaba acusando a alguien o fue un delirio en plena agonía? Cuarta y última, de momento: ¿A quién de los presentes le beneficiaba más la muerte de Woolcott? Flambeau y yo sabemos que varios invitados le odiaban o tenían cuentas pendientes con él pero ¿quién de todos tuvo los motivos, los medios y la oportunidad para cometer el crimen?

[CONTINUARÁ...]

domingo, 12 de junio de 2011

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (3) [Dedicado a CAMINANTE]

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(3)

No exageraba Sir Wilfred Woolcott cuando aseguró a sus invitados que nunca olvidarían aquella comida. Los entrantes parecían manjar pensado para deleitar a los paladares más sibaritas. Hubo variedad y calidad en todos los platos que se sirvieron, desde la langosta a las delicias turcas que tomaron de postre, pasando por la jugosa carne de ternera y el excelente rape que degustaron, todo ello regado con algunos de los mejores vinos blancos de España, tintos de Francia y rosados de Italia. Al término de la comida, decidieron tomarse alguna copa, en el caso de los hombres, o bien café o infusiones, en el caso de las damas, Eleanore y Louise Woolcott, además de la joven periodista, la señorita Artemise North. 
 
Como solía ser costumbre en aquella época -costumbre tan absurda como trasnochada-, las damas dejaron solos a los caballeros y se fueron a tomar unas infusiones con algunas pastas de añadidura al saloncito verde, contiguo al comedor y más coqueto que el deslumbrante y enorme salón principal donde se habían hecho las presentaciones, en tanto que los caballeros llegaron al salón de juegos, donde tomarían las copas y fumarían sus puros. Todos, excepto los no fumadores (el anticuario Redvill y el juez Thorpe) y nuestro amigo, el Padre Brown, que se aferraba a su pipa de madera de brezo como uno de esos indígenas de alguna tribu lejana y extraña que no dejan de agarrar los talismanes de su primitiva y sencilla religión.


Así como la comida había discurrido sin el menor incidente, la sobremesa en el lado masculino llamó la atención por lo acalorado de las discusiones y el ambiente tenso y enrarecido. Lo que empezó como una cordial reunión de amigos fue derivando en pequeños reproches e insinuaciones. Todo lo que se contará ahora me fue revelado por el cura amigo mío, así que sé de buena tinta lo que sucedió allí y lo trascendental que resultaron algunas de aquellas palabras para la resolución final del misterio. Es cierto que he debido rellenar los huecos que la prodigiosa memoria del Padre Brown me ha dejado en blanco pero no he añadido nada más que lo justo y necesario para que, sin faltar a la verdad, mi relato estuviese dotado de cierto sabor literario.

Sir Wilfred estaba ansioso porque llegaran las seis para dar comienzo al gran duelo, a aquella ordalía o juicio de Dios que depararía quién era el tirador más rápido, ya que no otra cosa se disputaba, o al menos esa era la apariencia inicial del asunto. Por su parte, el Fiscal Parks contiuanaba tenso y envarado, muy derecho y enhiesto, como si algo le molestase, y a Brown le siguió pareciendo que era hombre demasiado distraído para haberse metido en un reto como aquel, que requería una total atención, precisión y la máxima rapidez. Se equivocaba nuestro amigo en ese punto, pero no anticipemos la narración de los hechos. 
 
Muchas cosas unían a los antaño dos rivales: tanto el Magistrado como el Fiscal temían hacer el ridículo en los jardines de Woolcott Manor y comentaron que habían estado ejercitándose en su finca (Sir Wilfred) y en una galería de tiro de Londres (el sr. Parks). Todos escuchaban la peroración del singular y bondadoso Sir Wilfred, salvo el Padre Brown que, en aquellos instantes, se puso a charlar con mucha dificultad con el juez Óliver Thorpe (lo difícil era vencer la sordera del anciano jurista) y con el taciturno señor Henry J. Redvill, el anticuario.


Carter transitaba de mesa en mesa, sirviendo los licores preferidos por cada invitado. Su celo era proverbial, su discreción, permanente, y su flemática pose parecía demasiado exagerada incluso hasta para un británico. En cuanto hubo servido la primera remesa de bebidas, fue autorizado a dejar el salón, pues los caballeros podían servirse solos y requerían al mayordomo en otras tareas de la casa.

Al poco rato, serían ya las tres de la tarde, Sir Wilfred insistió en enseñarles a todos una sorpresa. Pidió que Parks le acompañara y juntos salieron del salón de juegos. Quedaron los demás en vilo, aguardando qué podría ser lo que aquellos dos caballeros iban a mostrarles. No tuvieron que esperar un rato largo porque enseguida regresaron, Sir Wilfred con un estuche de piel granate bastante grande, y Parks con una cajita de madera diminuta.

-Queridos amigos -comenzó Sir Wilfred, exultante de gozo-, este estuche contiene las armas del duelo. Pertenecen a mi colección y, aunque tienen sus añitos, aún pueden usarse perfectamente. ¡Vean estas dos joyas! -dijo abriendo el estuche, mientras todos se acercaban, formando un corrillo en torno al Magistrado y sus lujosos y mortíferos juguetes -Son dos pistolas semiautomáticas: ¡las legendarias Mauser C-96! Es el primer modelo de pistola semiautomática del mundo. Estas dos se fabricaron en 1897 y las conseguí gracias a los desvelos de nuestro buen proveedor, el amigo Redvill, aquí presente. Pueden tocarlas, no les dé miedo. Su aspecto es feo, antiguo ya y, desde luego, cada una de ellas es letal. Usan el calibre 7,63mm y ha sido una pistola utilizada en muchos conflictos bélicos.


Redvill disfrutaba con las elogiosas palabras que Woolcott le acababa de dirigir, haciendo una mueca que no se sabía si era de sonrisa o de sarcasmo. A Flambeau también le encantaban las armas de fuego; no en vano, él llevaba siempre consigo un revólver, para estar listo ante cualquier caso que requiriera su uso. En cambio, el Padre Brown bostezó un poco ante la visión de aquellos juguetes aniquiladores y era que, entre la abundante comida y los licores ingeridos, el ansia de sueño iba ganando terrero en su cuerpo, al igual que en el de algunos otros comensales.

-Querido Arthur -dijo Sir Wilfred, dirigiéndose a su estirado contrincante-, ¿quiere enseñarles su contribución a los mecanismos del duelo? 
 
-¡Lo haré encantado, Sir Wilfred! -y tras pronunciar estas palabras, abrió la pequeña cajita de madera marrón que portaba y ante los atónitos ojos de los circunstantes aparecieron dos balas, perfectamente encajadas en sendos huecos del forro interno de la caja. Luego continuó: -Caballeros, estas son dos balas de fogueo reglamentarias y totalmente inocuas. Las he adquirido recientemente y están a disposición de cualquiera que desee examinarlas. De hecho, Sir Wilfred ya ha comprobado que son totalmente inofensivas y que ninguno de los dos correremos el menor riesgo.


Al Padre Brown el asunto de las balas de fogueo ya le interesó un poco más, dado que la pistola en sí no era dañina, salvo cuando estaba cargada por el mismísimo Diablo, cosa que él juzgaba que ocurría siempre. El juez Thorpe apenas entendía nada de lo que estaba sucediendo allí y, tanto Flambeau como el Capitán Gallagher mostraban el atento rostro de dos connoisseurs del campo de las armas. Redvill, que de cuando en cuando bizqueaba, había dejado de sonreír y su mirada vagaba alternativamente de la caja de balas a las caras de los demás. Parks cerró al fin la cajita, al igual que Woolcott hizo lo propio con el estuche y ambos los depositaron en una repisa del salón de juegos, aunque los dos objetos estaban antes colocados en el salón principal, donde Woolcott exhibía la mayor parte de sus colecciones. 
 
Dejaron, pues, allí los instrumentos del duelo, los fatales instrumentos de la venidera tragedia, y se pusieron a discutir. Sí, porque ahí fue donde se dieron inicio los reproches e insinuaciones que antes hemos mencionado:

-Sabe una cosa, Sir Wilfred -soltó el Capitán Gallagher-, no entiendo cómo u hombre de su posición, sensatez y buen juicio se presta a estos jueguecitos absurdos y, en cambio, no accede a mi petición... Disculpe que se lo diga en este tono pero hierve mi sangre irlandesa cuando veo que una flor tan hermosa como su hija caerá mustia y abandonada en el barro del camino.


-¡¿Cómo se atreve, Gallagher?! ¡Y delante de mis invitados! Esa es una cuestión personal entre nosotros. -Exclamó Sir Wilfred, rojo de ira, y eso que él era hombre templado y afable- ¡Oh, cómo me arrepiento de haberle invitado aquí...! No hablaré más de asunto pero sepa que su carácter, tan impulsivo como desconsiderado, me lleva a negarle una vez más la mano de mi hija. Y no lo repetiré, Gallagher. Si fuera usted un caballero, jamás se hubiera atrevido a hacerme esa insinuación delante de personas que no tienen por qué enterarse de nada de esto. 
 
-Está bien, Sir Wilfred, callaré y acataré su determinación. Incluso me iré ahora mismo de esta casa... -amenazó el fogoso irlandés.

-No hace falta que lleguemos hasta ese extremo -terció el señor Parks, con firme voz, pero exquisitos modales. -Ante todo, al igual que mi amigo, el Magistrado, deseo que hoy reine aquí la paz y la armonía. La enemistad que ha habido entre nosotros cesó y no tolero ver sufrir a mi amigo Woolcott. Les ruego olviden lo que acaba de suceder, aunque... ¡advierto al Capitán Gallagher que, como incurra en una nueva salida de tono, no será necesario que abandone esta finca porque seré yo mismo quien le eche a patadas!


-¡Bravo! -dijo el Juez Thorpe levantando su copa, que en su mente cansada y difusa pensaba que estaban hablando de viejas batallitas del Ejército.

-Todos saben -siguió Parks- que en el pasado yo odiaba a Wilfred Woolcott, pero hemos superado nuestras diferencias. O, mejor dicho, yo he superado la envidia que me corroyó cuando mi buen amigo alcanzó ser Magistrado y yo quedé en simple Fiscal, tan amargado como inútil. Y he superado en golpe de perder unos terrenos que creí me pertenecían por el engaño de un timador al que aún no hemos echado el guante. Lo pasado, pasado.

-¡Aplaudo lo dicho, señor Parks! -exclamó Flambeau elevando su copa, a lo que el Juez Thorpe volvió a levantarla, gritando nuevas aleluyas y bravos.

-Aún no he terminado -continuó Arthur Parks. -Mi amigo Wilfred no es el único con el que he tenido pleitos. También he discutido a veces con el propio Capitán Gallagher, a quien conozco por haber llevado los asuntos legales de su familia. E incluso he tenido mis disputas con Redvill, este viejo y buen amante del coleccionismo. Un viejo que ama todo lo antiguo y al que en más de una ocasión me he visto obligado a sermonear por sus mezquinas pretensiones. Pero todo se ha olvidado, ¿verdad, Redvill?


El aludido mostraba una cara de asombro y estupefacción. Es seguro que no se esperaba aquel dardo, pero hubo de responder rápido al sentir zaherido su orgullo. Habló entonces y sin dejar de bizquear, aún más nerviosamente:

-Oh por supuesto. Lo que dice el señor Parks es muy cierto. Para los que no lo sepan les diré que alude a la lujosa e inmensa colección de antigüedades del difunto Lord Craven. Ambos acudimos a Christie's de Londres para pujar por ella, dado que contenía algunos cuadros y objetos de singular belleza. El señor Parks me ganó en la puja, pero no entiendo por qué ha dicho lo de mis mezquinas pretensiones. Creo que pujé en buena lid, señor.

Parks, tan serio y tenso, sonrió por primera vez en toda la jornada, o al menos en el tiempo en que el Padre Brown y Flambeau estuvieron en Woolcott Manor. El Fiscal apagó el fuego que él mismo había provocado con estas palabras:


-Nadie está libre de pecado, ¿verdad, Padre Brown? Me refería al incidente de la puja pero aún mas a algo que Redvill no ha querido contar. Dejémoslo aquí pues no deseo ser yo el que se salte el buen clima de paz y armonía al que antes he aludido. Quiero decir, en fin, que espero no haya más disputas entre los recios muros de esta mansión. Brindemos, pues, caballeros... ¡Por Sir Wilfred, nuestro generoso y amable anfitrión! ¡Por el hombre más justo, más sabio y sagaz de Inglaterra! Salud, Sir Wilfred...

Todos levantaron sus copas, excepto el Padre Brown, que casi dormitaba en un rincón o ensimismado, como siempre. Tampoco levantó en esa ocasión su copa el Juez Thorpe, este realmente traspuesto y recostado en su butacón. Sir Wilfred abrazó a Parks por sus amistosas palabras.

Gallagher abandonó inmediatamente la estancia y nadie lo volvió a ver hasta que todos se reunieron en los jardines de la mansión para celebrar el duelo. Redvill dijo que iba a subir a su cuarto para echarse una siesta, así que también se esfumó en cuanto pudo. Wilfred Woolcott y Arthur Parks salieron juntos para dar un paseo por los jardines y disponerlo todo para la hora de su glorioso torneo de caballeros. Flambeau y el Padre Brown subieron a sus habitaciones, puesto que el curita también deseaba descansar del viaje y de aquella acumulación de acontecimientos. Quedó, por tanto, solo en el salón de juegos el honorable Juez Thorpe, ya que les dio reparo despertarle. Y allí permaneció intensamente dormido hasta que llegaron de nuevo para coger las armas de fuego.

Mientras se encaminaban hacia sus habitaciones, el Padre Brown y Flambeau comentaron algunos de los recientes hechos que habían podido presenciar. Fue una conversación muy breve:

-¿Qué le han parecido esas agrias rencillas, amigo? -musitó el sacerdote.


-Ils m'ont laissé surpris et peureux devant l'orage qui s'approche... -dijo el gigante, barbotando en francés y es que, cuando Flambeau se hallaba presa del nerviosismo, no solía hablar más que en su lengua natal, olvidando que el curita casi no le entendía. Luego se dio cuenta y se tradujo a sí mismo: he quedado sorprendido, perplejo y temeroso ante la tormenta que se nos viene encima, querido amigo.

-Sí, coincido con usted. Nuestros temores, antes solo una pálida sombra, van cobrando cuerpo, tomando una forma diabólica en algo que aún no acierto a ver pero que casi he tenido delante de mis ojos ahora mismo.

Y poco más dijeron. Flambeau acompañó a Brown hasta la puerta de su dormitorio y luego fue al suyo para echarse en la cama, sin llegar a dormir, pues su cerebro bullía con las mil imágenes fantasiosas de dos huidizos duelistas, dándose muerte de varias formas: a florete, a sable, a punta de pistola. Brown sí que logró echar un sueñecito, hasta que dieron las cinco en un reloj carillón del pasillo del segundo piso, donde estaban alojados, y ya no pudo conciliar el sueño. Una hora después iba a comenzar el duelo. El cura sintió que le invadía una extraña sensación de angustia. Rezó algunas oraciones y dejó correr aquella angustia, tan insana en su juiciosa opinión.


Sir Wilfred, tras conducir a las damas a unas sillas estampadas en lujosa tela que habían colocado en los jardines para que, a guisa de los antiguos torneos entre caballeros medievales, las señoras pudieran contemplar el espectáculo plácidamente sentadas, llamó a su lado a Parks y le conminó a que se pusiera su traje de gala, de rigor en los duelistas, consistente en una levita negra, sin forro ni algodonado, lazo azul claro, un sobretodo de color oscuro, cuyo cuello había de estar levantado para ocultar el color blanco de la camisa, guantes grises de cabritilla y zapatos negros de piel. 
 
Ya vestidos con el traje más o menos reglamentario, ambos amigos fueron en busca de los otros caballeros. No hubo que procurar mucho su presencia, pues la mayoría se presentaron motu proprio, excepto el Capitán Gallagher, que rehusó asistir al duelo y decidió quedarse en la casa, y el Juez Thorpe. Fue muy divertido porque, cuando Woolcott y Parks casi le habían olvidado pero en el momento que llegaron al salón de juegos para coger las pistolas y las balas, soltaron una enorme carcajada al ver al buen Juez Thorpe tan serena y profundamente dormido. Hubo que darle agua en cantidad y un par de cafés, pues estaba un poquito achispado. Consiguieron que se arreglara el traje, arrugado por haber estado hecho un ovillo en su butacón, y le sacaron fuera, no sin dejar de reír por aquella visión, última visión risueña para el infortunado Sir Wilfred. 
 
He de señalar que hubo un incidente digno de mención: Sir Wilfred, al sacar las armas del estuche, encontró un papelito, apenas una trozo minúsculo, enrollado y metido en el estuche de las pistolas. Lo desenrolló y leyó una palabra escrita en letra minúscula y como si la hubiera garabateado alguien sin estudios. La palabra era: “enemiss”. Aunque le sorprendió sobremanera, nada dijo a Parks ni a Thorpe, para no demorar la celebración del duelo. Colocó el papelito dentro del estuche, lo cerró y lo dejó sobre una mesa.


También es muy importante consignar aquí que, antes de que salieran del salón de juegos, Parks sacó las balas de la cajita sin apenas prestarles atención y, delante de Sir Wilfred y de Óliver Thorpe, tomó los proyectiles en su mano, aún sin enguantar, cargó las dos pistolas y puso la cajita vacía de las balas en otra mesa distinta donde el Magistrado dejó el estuche de sus armas. En ese mismo momento abandonaron el salón, entre risas y chanzas a costa del aún adormilado Juez Thorpe. 
 
Eran ya las seis menos diez cuando los dos contendientes hablaron con sus respectivos padrinos: Parks no dejaba de alternar su sempiterno ceño fruncido con una leve sonrisa al mirar al Juez Thorpe, y Sir Wilfred se encomendó a la sabiduría de Flambeau que le aconsejó firmeza al sostener la pistola semiautomática y a no estar nervioso para que disparara su arma con la máxima rapidez y precisión. Enseguida eligieron cada cual la pistola que estimó oportuno, sabiendo que ya habían sido cargadas por el Fiscal.

Como sabrán los lectores, hay muchas formas de celebrar un duelo. En aquella ocasión, decidieron que fuera un “duelo marchando”, es decir, que ambos duelistas se pusieran espalda contra espalda, se apartaran el uno del otro caminando una distancia (en aquel caso, dispusieron que fuera de 25 pasos cada uno) y, a la señal del árbitro del duelo (al Padre Brown le cupo el honor de ser el árbitro aquella vez, dado que no podía serlo ninguno de los padrinos), se dieran la vuelta y dispararan, aceptándose de antemano que ganaría quien disparase primero. No era duelo a muerte, ni por causa de honor, así que no era importante la puntería sino la rapidez.


Examinados estos puntos, aceptados por las dos partes y deseándose mutua suerte cada uno de ellos, Wilfred se colocó a espaldas de Parks y este hizo lo propio. Ya estaban espalda contra espalda, con las semiautomáticas en ristre y cierto nerviosismo que podía adivinarse por el leve temblor de sus manos. Flambeau hubo de darle un cariñoso y leve toque al Padre Brown para que diera la señal de marcha, ya que el curita estaba extasiado de nuevo, inmerso en sus profundas ensoñaciones. Dio la señal de inicio de marcha y los duelistas fueron contando en voz alta cada paso que daban: “Uno, dos, tres, cuatro, cinco...”

El sol aún brillaba en la lejanía, aunque cobraba tintes rosáceos y casi sangrientos, signo inequívoco de que los carros de Faetón iban completando un día más su incesable y eterna carrera hacia el abismo de la noche. Los jardines lucían hermosísimos, tan verdes y mullidos, y las damas contenían la respiración ante cada paso que daban el Magistrado y el Fiscal.

Dieron los veinticinco pasos. Esperaron unos segundos a la nueva señal del Padre Brown. Volvieron sus espaldas, se miraron durante unos minutos. Sir Wilfred era quien estaba más alejado de la casa, con los ojos vueltos hacia los ventanales que estarían a unos veinte metros de distancia y desde los que se atisbaba una sombra extraña y fugitiva que, al principio, sólo pudo ver el propio Magistrado. Nadie advirtió la presencia de aquella sombra. Por unos instantes pareció que el tiempo se hubiera detenido en los jardines de Woolcott Manor: las dos figuras enhiestas, una más alta que la otra; los dos hombres, inmóviles, como paralizados, apuntándose uno al otro; los dos caballeros de la judicatura, uno frente al otro, y todo lo demás, el resto del Universo, era como si no existiera.


Al pronto creyeron los invitados que no ocurriría nada pero enseguida sonó una detonación seguida de otro ruido que pareció un eco o un segundo disparo. Todos miraron a los duelistas, paseando alternativamente su mirada de Wilfred a Parks, y de Parks a Wilfred. Casi al instante de oírse el segundo ruido, fuera nueva detonación o un eco del primero, el cuerpo herido de Sir Wilfred cayó sobre la hierba, tras un horrísono grito, mezcla de espanto y de dolor. 
 
El cuerpo aún vivo de Sir Wilfred, con una espantable faz de terror, quedó boca arriba, sobre la hierba, mientras su propia sangre se mezclaba con el rojo del atardecer. El sol estaba en su ocaso, igual que aquel hombre, aquel “sol de la justicia”, por una fatalidad del destino, estaba a punto de convertirse en occiso.

[CONTINUARÁ...]