jueves, 14 de julio de 2011

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (y 12) [Dedicado a CAMINANTE]


NOTA: Esta es la última entrega del relato policial que le he dedicado a nuestro amigo CAMINANTE. Es un poco más larga de lo habitual por la mucha tela que quedaba por cortar. Os pido disculpas por ello. Se podría haber prolongado el tema dos o tres entregas más, pero no deseaba agotaros ni aburriros más con esta historieta. He disfrutado mucho leyendo vuestros amables y amenos comentarios, que os agradezco a todos infinito. Ahí va el final de...


DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (y 12)

Al escuchar las palabras acusadoras del Inspector Grandison Chase, que señalaban al Fiscal Arthur Parks y a la señorita Artemise North, todos los que estaban en el salón mostraron su asombro y, algunos de ellos, tal vez cierto desprecio a las dos personas que eran objeto de la explicación de Chase. La señora Eleanore Woolcott apartó la mirada de la señorita North, la cual buscaba su protección o, al menos, comprensión ante lo que consideraba una injusticia por parte del oficial de Policía.
Mientras el Inspector desgranaba los argumentos de su solución, Artemise iba variando sus sentimientos: si al empezar aparentaba rabia e indignación, luego cayó presa del desánimo y la desesperación, pues veía acumularse en su contra el peso de las razones del Inspector a pesar de que, de momento, no había aportado ni una sola prueba contundente. 
 
El Inspector mismo era consciente de esa falta de elementos probatorios, pero eso no le preocupaba. Encontraría las pruebas; siempre lo hacía. Fue terminando su solución del misterio, la cual, según me contaron Flambeau y el Padre Brown, esbozó más o menos de esta manera:

Sí, no lo duden, damas y caballeros: Parks compró las balas en la armería de Hook a la que volvió el día siguiente. Es claro que antes de ir a la tienda se había disfrazado de viejo, caracterizándose como el señor Henry Redvill, a quien conocía bien e imitaría en su parsimonia y lentitud. Solo había una cosa en la que no podía imitar a Redvill y era en su bizqueo por lo que, me figuro (y para demostrarlo necesito un testimonio completo del empleado que le atendió) que usaría unas gafas ahumadas. Quizá se atreviera a fingir el bizqueo de ojos, cosa no tan difícil como parece. 
 
En definitiva, Parks (ya maquillado como Redvill e imitando su forma de moverse y de hablar) fue a la Hook's Armory. Aprovechando el afortunado hecho de que el dueño había salido (o tal vez sabiendo de antemano que a esa hora y ese día iba a salir), llegó a la tienda, entretuvo al dependiente y, en un descuido, sustrajo la caja gemela, que le era necesaria por varias razones. Él no podía ser quien cambiase la caja (para eso precisaba la ayuda de un cómplice, Miss North, en este caso), pues debía crearse una coartada. Tampoco podía ser él quien cambiara las balas, en el caso de que hubiera hecho falta cambiarlas. 
 
¿Por qué hicieron el cambio de la caja, por qué no limitarse a cambiar solo las balas? Está muy claro: a una mujer le habría sido muy difícil manejar el mecanismo de carga de munición de las pesadas y complejas Mauser C96 y, aunque solo las hubiera puesto en la caja con la munición simulada, podría haber dejado sus huellas o tal vez ser sorprendida por el Juez que, no lo olvidemos, dormitaba allí y podría haberla pillado in fraganti. ¿Lo entienden ahora? Era más fácil que North cambiase las cajas que las balas. Para su plan de falsa acusación, es decir, para hacer recaer la acusación sobre el propio Parks era necesario que en las balas solo encontráramos sus propias hullas y las de nadie más. Luego, nuestra inocencia y candidez, como la del Padre Brown, harían el resto: al hacer recaer la culpa sobre él buscaba que terminásemos por exculparle, por eliminarle de la lista de sospechosos. Era muy arriesgado, sin duda, pero muy efectivo y hasta efectista, diría.

Otra cosa: ¿Por qué hacerse pasar por Redvill? Porque era el candidato perfecto. Primero, porque el propio Parks le odiaba y le tenía por personaje mezquino y aprovechado. Segundo, porque era fácil hacerse pasar por él. Y tercero, porque le acusaba del hecho y proporcionaba a la Policía un buen sospechoso que, tras exculpar al Fiscal, apartase las miradas de él y de la señorita North. Parks había hablado con Redvill. Era necesario que el viejo conociera todo del duelo: las Mauser, las balas simuladas y las peculiares cajas de madera de la Armería de Hook, para que ante Scotland Yard no quedara como ignorante de lo sucedido. Además, Redvill era amigo de Hook y, en principio, no era extraño que fuera a visitarle a su tienda de armas. Como pueden ver, era una jugada maestra. 
 
Una vez se hizo con la segunda caja, Parks las trajo a Woolcott Manor. Es preciso partir de la hipótesis de que, antes de venir, él y su cómplice ya habían trazado y repasado el plan varias veces. Me imagino que el viernes, cuando nadie se diera cuenta, la señorita North y el Fiscal debieron verse a solas, tal vez de noche, y ese sería el momento en que la señorita recibiría la caja que, de momento, dejó en su habitación. 
 
Al día siguiente, tras la comida, Parks mostró a todos la caja con las balas de munición simulada. Era necesario que la vieran y comprobaran, para dar validez al duelo y porque, además de Woolcott, que era muy entendido en armas, estaban el sr. Flambeau y el Capitán Gallagher, los cuales se habrían dado cuenta, sin duda, del cambiazo, si este hubiera sido hecho antes. Ahí residía la primera dificultad del plan de Parks y North. Pero la salvaron de la siguiente forma: todos salieron de la sala de juegos. Redvill se fue a dormir, Parks buscó su coartada con Sir Wilfred, la víctima de toda la maquinación infernal; Flambeau y Brown se fueron arriba, a sus dormitorios; Gallagher se esfumó también y solo quedó en la sala el Juez Oliver Thorpe, que estaba profundamente dormido y, encima, es sordo -mírenlo ahora, ni se entera de que estoy hablando de él, jajaja...
 
Hay algo que Miss North tuvo cuidado en no contarnos y es que se ausentó un rato, entre el instante en que terminó su té con las Woolcott y fue a acompañar a Redvill. Para ella fue fácil aprovechar el momento de dejar la compañía de la sra. Woolcott y su hija para entrar en la casa, subir a su cuarto, coger la caja de madera con las balas de verdad, bajar de nuevo y sustituir una caja por otra. ¿Qué hizo con la caja de las balas falsas? Era arriesgado subir otra vez, así que la ocultó en su bolso o en cualquier otra parte, tal vez entre los objetos de la colección de Sir Wilfred, donde nadie la vería, pues son muchos y se apilan en todas las habitaciones, sin orden ni concierto. Luego, y mucho antes de que yo llegase, ya la tuviese en su bolso o ya la hubiera ocultado entre los mil cachivaches de Woolcott, le fue muy fácil rescatarla, sin ojos ajenos que la observaran, y llevársela de nuevo a su cuarto. La parte más compleja del plan debió realizarse más o menos así, según creo, y no suelo equivocarme, son muchos años de oficio...

Antes de que se celebrara el duelo, la señorita North volvió a toda prisa para juntarse con Redvill, con la excusa de charlar y tomar el té, de forma que se creaba una buena coartada para el momento en que nos querían hacer creer que se habían sustituido las cajas. Todo fue muy diestra y cruelmente maquinado por usted y su cómplice, Parks, el cual solo tenía que fingir una vez más. Sí, se mostraba demasiado tenso y nervioso, y fingió que se había reconciliado con Sir Wilfred y que él no sabía nada de esta trama. Su nerviosismo era auténtico, en parte, ya que temía que alguna cosa del plan saliera mal. Y, en efecto, algo salió mal. 
 
El Capitán George Gallagher, no sabemos bien cómo, vio a Artemise North cambiando las cajas. En ese momento comprendió la jugarreta, incluso debió entrar en la sala de juegos, mirar la caja de nuevo y darse cuenta de la sustitución. Sabemos que no tocó las balas. De lo contrario, sus huellas estarían allí y solo hallamos las de Parks. De cualquier modo, comprendió que la vida del Magistrado, el padre de su amada, corría serio peligro. Podía hacer dos cosas: avisar a Sir Wilfred o tratar de interrumpir el duelo. 
 
Su primera intención fue darle alguna pista al buen Magistrado, y por eso improvisó el papelito que hallamos en el estuche de las armas. De forma apresurada, escribió un anagrama en el que acusaba veladamente a Miss North, es decir, “Miss Ene” o “Ene Miss”, que es la palabra que puede verse en el papel: “enemiss”. Sabía que Sir Wilfred lo entendería y por eso colocó el trozo de papel en el estuche. El Padre Brown sostiene que fue un hombre quien escribió esas palabras. Eso confirma que pudo ser Gallagher...

Pero fue una decisión de lo más absurdo y erróneo. Quiero pensar que el buen Capitán no deseaba acusar en público y directamente a la periodista, tal vez porque, en su fuero interno, no estaba seguro de la implicación de Miss North en algo que, no olviden, a esas horas aún no había sucedido. He pensado, incluso, en la posibilidad de que George Gallagher, que había discutido muy agriamente con Sir Wilfred, escribió el papelito porque sabía que el Magistrado Woolcott no querría hablar con él, no estaría dispuesto a escucharle ni menos a creerle nada de lo que le dijera. 
 
Por eso utilizó Gallagher el subterfugio del anagrama, que fue visto por Sir Wilfred, no sin preocupación. Sin duda, en un instante comprendió que algo sucio se tramaba contra él pero, o bien no fue capaz de descubrir que en esas letras se acusaba a Miss North, o bien no le dio mucha importancia, ya que no se suspendió el duelo, cosa que habría sido muy juiciosa. Pienso que el rostro del jurista debía mostrar inquietud y hasta temor pero no serían tan abrumadores como para suspender el duelo. 
 
Cuando Gallagher vio que Sir Wilfred se lanzaba directo a su muerte, no le quedó mas remedio que volver a su segunda idea, la de interrumpir el duelo y, ya que el tiempo se le había echado encima, en lugar de salir al jardín para impedir que los duelistas disparasen, fue al invernadero, sacó su arma, presumiblemente y, según opina el Sargento Carruthers por el resto extraído del árbol, una pistola Colt 1911 Government 0.45 ACP. Luego, y con todo el sigilo que pudo, abrió la ventana, sacó su brazo con el arma, situando su ángulo de tiro contra Parks pero sin querer dispararle. Podía suponer que era el cómplice de Miss North, aunque hubiera sido un error matar al autor de un crimen que no se había cometido: la situación de Gallagher habría sido muy comprometida si, al final, Sir Wilfred no hubiera muerto y él, en cambio, hubiera disparado contra Parks, ¿no creen? 
 
El Capitán apuntó entonces al sitio donde estaban Redvill y las tres damas, Miss North entre ellas, pero tampoco quería herirla, por las mismas razones con acabo de señalar para Parks. Su idea, en fin, fue detener el duelo con un disparo contra uno de los árboles del jardín. De nuevo se equivocó porque su error fue demorarse demasiado al apuntar y efectuar el tiro, que dio en el blanco que él había pretendido, como nos asegura Carter, quien conocía bien la excelente puntería del Capitán, pero demasiado tarde como para detener el duelo e impedir, con ello, la muerte de Sir Wilfred. Por eso tuvo que huir tan precipitadamente y... el resto ya lo saben ustedes.

Entre dos era muy fácil ejecutar el plan. Él llevaba la parte más incómoda pero usted, Miss North, le ayudó y así consumaron uno de los crímenes más astutos y sangrientos de la historia de Inglaterra. Consumaron, también, su venganza. Sí, porque Parks obtenía con la muerte de su rival la satisfacción que el mundo de la judicatura no le había dado, aparte del pleito aquel de la finca de Oxford. Y usted, señorita North, aunque lo haya negado, tendría la reparación de su honor. Por mucho que diga lo contrario, es fácil imaginar que Woolcott sí se habría propasado con usted, a cambio de más dinero para satisfacer su vicio y su ludopatía, que usted ha confesado a medias. Para mí, el asunto está claro. Esta es mi solución del caso, señores.

Al decir aquello, el Padre Brown pareció despertar como quien despierta de una pesadilla violenta y enfermiza. Las palabras de Chase le habían sacado de su habitual estado de letargia, de aparente abulia o distracción. Antes de que la indignación y la ira cundieran del todo en la señorita North, el cura de la parroquia de Camberwell hubo de intervenir una vez más:

-Querido Inspector Chase, ¿no le parece que se ha precipitado usted mucho, acusando a la señorita North de complicidad con Parks? Fue usted mismo quien no hace mucho tiempo reconvino a nuestro amigo Flambeau sobre eso de “dejar las conclusiones para el final”. Permítame decirle que no hay nada sólido en sus aseveraciones. Su solución es un cúmulo de conjeturas. Pudo ser así o no, no hay nada que pruebe las relaciones entre la señorita North y Sir Wilfred, y menos entre ella y el Fiscal. Ha sido usted ingenioso en lo del anagrama de “enemiss” y en sostener que Parks se disfrazara de Redvill pero tampoco puede probarlo y, sobre todo, es muy discutible lo de que “enemiss” signifique “Miss Ene”. 
 
Guardaron silencio ante las palabras del clérigo, el cual continuó diciendo:

-No, amigo mío, en esa palabrita del demonio hay algo más, algo que yo, con toda humildad lo digo, creo haber descubierto gracias a Flambeau. Le ruego se disculpe ante la señorita North, antes de que mi buen amigo, aun a riesgo de ser detenido por sus agentes, le arree a usted un sonoro puñetazo, que ya le veo las ganas de hacerlo, y es que él no puede dejar de ser dos cosas: gascón y caballeroso, hasta límites ridículos. A Hércule Flambeau, antaño galante ladrón de guante blanco, le pierden ambas cosas, pero le puede más su cortesía con las damas y no tolera que nadie las ofenda. Sea juicioso y discúlpese, aunque siga sospechando del Fiscal y de Miss North...

El Inspector masculló algo entre dientes pero, visto que su amigo el cura católico tenía razón y que el francés estaba a punto de saltar de su asiento para liarse a golpes con aquel que mancillara el honor de una dama, hubo de disculparse ante Miss North. Con todo respeto, esbozó una súplica y pidió perdón a la damisela, no sin recordarle que seguía bajo sospecha. Entonces fue Flambeau quien, levantándose al fin de su silla, casi derrengada por el peso del coloso, realizó uno de sus típicos gestos efusivos y pidió permiso al Inspector Grandison Chase para ofrecer a todos su propia solución del caso, que expuso de forma breve y concisa. Pues lo que les voy a transcribir aquí, queridos lectores, es

LA SOLUCIÓN DEL DETECTIVE HÉRCULE FLAMBEAU

-No caeré -comenzó Flambeau su explicación, haciendo gala de una potente sonora y significativa voz, aunque trufara su discurso con algún que otro galicismo, inevitables en él- en los mismos errores de apreciación que mi querido amigo y colega, el Inspector Grandison Chase, y trataré de brindar a todos ustedes una solución basada en los hechos, las declaraciones y la lógica, comme il est habituel dans ces cas criminels...
Para empezar, he de decir que la clave del misterio estuvo en el momento en que Sir Wilfred y el Fiscal Parks nos enseñaron a todos los demás ese estuche de las armas y la caja de madera con las balas. Et bien, pude verlas bien de cerca, aunque me fijé en que el Capitán Gallagher, que en ese justo momento estaba a mi lado, aunque las miraba, apenas si fijó la mirada en el estuche de las armas o en las balas, cosa que me llamó poderosamente la atención. 
 
Tous vous savez bien que el irlandés, Monsieur Gallagher, es muy conocido por su excelente puntería y por su alto conocimiento en el campo del armamento civil y militar. ¿Cómo explicar que no les prestase ni un leve minuto de su tiempo a dos maravillas como esas Mauser C96 o a las curiosas balas de munición simulada? Solo se me ocurre que, o bien su mente estaba ocupada y preocupada por otros asuntos (algo muy vago y que rechazo de pleno) o bien porque él ya sabía de antemano que esas dos balas no eran, en realidad, de fogueo. Porque él y su cómplice las habían cambiado con anterioridad. C'est-à-dire, mes amis, no llamaron nada su atención porque ya las había visto antes. O mejor, porque ya antes había visto las auténticas balas de munición falsa. Por eso apenas se fijó en ellas cuando mi pobre amigo Woolcott y el Fiscal nos las mostraron. Eso nadie más lo advirtió pero a mí me resultó très significatif, propio de un plan criminal.

Gallagher y su cómplice conocían los pormenores del duelo. Sabían bien el tipo de armas y la clase de balas que se iban a usar. Se puso en contacto con Parks, el abogado de su familia y contra quien guarda ciertos recelos, porque es típico de ciertas personas el odiar a los abogados, y más a los que trabajan para nosotros. Llamó a Parks para averiguar dónde había adquirido las balas y se enteró de que lo hizo en la Hook's Armory. Por otra parte, también sabía, por las muchas veces que Sir Wilfred le había invitado a sus fiestas, que entre los invitados estaría el anticuario Redvill, del cual no era difícil suponer que conocería al sr. Walter Hook. 
 
El resto de su diabólico plan para acabar con la vida de Woolcott vino solo: el Capitán Gallagher, aunque de enorme estatura, bien pudo disimularla con la espalda encorvada. Si a eso le añaden un peu de maquillage (y el Padre Brown sabe que entiendo de eso, por haber realizado muchos de mis robos disfrazado de ciego o hasta de sacerdote), pues tendrán a George Gallagher convertido en Henry J. Redvill. Monsieur le Capitaine Gallagher es hombre conocido, de mucha fama. Su nombre y su foto han salido muchas veces en la prensa escrita. C'est pourquoi él no podía exponerse a que Hook o sus empleados le reconocieran y fuera encausado por un error tan estúpido. Se hizo pasar por Redvill, para desviar la atención de su persona y dirigir todas las miradas hacia el pobre y viejo anticuario. 
 
Sin duda, debió preguntar al empleado por la caja que el día anterior les comprara el sr. Arthur Parks y, en una distracción, sustrajo una réplica de la caja, idéntica en todo, pero con la diferencia de que luego le añadirían unas balas de verdad, letales en un arma como esa. Esta claro que fue su cómplice quien cambió las cajas, tal vez el mismo viernes. De ahí que al Capitán no le interesara fijarse en las armas ni en las balas. Luego desvelaré quién fue el cómplice necesario de Monsieur Gallagher.

El plan de estos dos criminales era arriesgado pero podía funcionar. Tenía la ventaja de que podía pasar como un asesinato premeditado por Parks o Redvill, o ambos dos, que tuvieron viejas rencillas con l'honorable Magistrat Woolcott. Tenía sus inconvenientes: que el duelo podía haberse suspendido o tal vez Sir Wilfred pudiera adelantarse y que su disparo hiriese a Monsieur Parks o le matase. Eso me lleva al segundo disparo, para el que el Inspector Chase ha esbozado una tan pauvre explication. Para asegurarse la muerte de Sir Wilfred, Gallagher provocó una agria discusión con él, discusión que le permitía ausentarse del duelo, aunque pudiera dirigir contra él nuestras sospechas. Se arriesgaba mucho pero era casi lo único que podía hacer. Con la excusa de no asistir al juego de las armas, fue a su cuarto a preparar su propia arma: limpiarla, cargarla y tenerla dispuesta para las seis. Un poco antes, se colocó en el ventanal del invernadero, esperando a ver cómo se desarrollaba el duelo. 
 
Si Woolcott se anticipaba en el disparo, él dispararía contra el Magistrado para que todos creyeran que Parks también lo hizo y que los dos tiros habían coincidido. Si tenía suerte, como la tuvo, sería el Fiscal quien se adelantase y matara, sin saberlo, al pobre Magistrado. En tal caso, estoy cierto que él no tenía pensado disparar. Pero advirtió que Sir Wilfred le había visto; que, si no era muerto y solo caía herido, podía testimoniar en su contra y contra su absurdo e inexplicable proceder, y tal vez incluso se diera cuenta de que la señorita North le vio, con lo que no tuvo otra opción que disparar. Debió ocultarse y olvidarse de disparar, pero cometió el error de hacerlo y por eso su tiro dio contra el árbol. Tal vez pensó que ya se le ocurriría alguna que otra excusa, posiblemente que sabía algo de la supuesta conjura de Parks y que trató de evitarla. Eso es todo en lo que se refiera a Gallagher.

Su cómplice fue más astuta y taimada. Mais oui, Mesdames et Messieurs. La persona que ayudó al Capitán Gallagher en el desarrollo del maquiavélico plan no fue ni mas ni menos que la indignada, triste e inocente Louise Woolcott. Estoy seguro de que, al principio, ella se resistía a liquidar a su padre, pero pudo más su amor por el Capitán que su amor de hija, y espero que una dama como ella perdone mi atrevimiento. Fue ella quien convenció al padre de que Gallagher asistiera a la fiesta, contra la opinión de Sir Wilfred; ella hizo la sustitución de las cajas y colocó en el estuche de las armas el mensaje de “enemiss”; ella nos engañó con respecto a sus planes, sentimientos y motivos: los dos querían casarse, lo que el buen Magistrado desaprobaba totalmente. Además, querían la herencia de Sir Wilfred. Con lo de “enemiss” solo trataron de despistarnos, apuntando a Redvill (por lo de la estatua de “Némesis”) o a la señorita North (porque “enemiss” recuerda a “Artemise”). Mi cultura francesa me lleva a pensar que “enemiss” podría significar, en realidad, “mise en s.”, abreviatura de “puesta en escena” (C'est-à-dire, mise en scène). Eso fue justo a lo que asistimos, a una bien cuidada representación escénica, con esa teatral discusión entre Woolcott y Gallagher y ese segundo disparo, ejecutado a la desesperada pero que era una forma de asegurar la muerte del Magistrado. Et voilà! ¿Es necesario que continúe, mes amis?

Todos quedaron pasmados y perplejos ante la sorprendente solución del detective francés. Antes de que el Inspector o el Padre Brown pudieran dar su opinión al respecto, saltó de su asiento indignada la joven Louise, cuyo rostro dejaba ver a las claras su enfado, su rabia y su ira patentes contra el coloso de Gascuña. Profirió varios gritos y quejas contra las palabras que el buen Flambeau había esbozado, pero antes de que lanzase contra él toda la fuerza de sus manos y sus dedos casi como en garra, se levantó el sacerdote y, pidiendo calma a todos, tomó la palabra. Pidió paz, llamó a la reconciliar los ánimos y rogó que le escuchasen unos minutos. Eran los doce y media de la mañana de aquel domingo lleno de sorpresas. Justo cuando Brown iba a empezar su explicación del misterio hubo algo que le interrumpió. Fue una oportuna llamada. Era el Sargento Carruthers, que se puso en comunicación con el Inspector Grandison Chase, quien, tras hablar con su asistente, dijo:

-Me dicen que ya traen para acá a Gallagher. Llegarán en una media hora. Han parado a repostar y para hacer la llamada desde una gasolinera. Ese es el tiempo que tiene usted, Padre Brown, para ofrecernos los hechos, según los haya valorado su privilegiado intelecto. Me guardo, por el momento, mis opiniones sobre la descabellada interpretación de Flambeau y sigo pensando que mi explicación es la correcta. Padre Brown, cuando usted guste...

El Padre Brown procuró, al igual que hiciera el gascón, ser breve y conciso, además de que le apremiaba el tiempo. Esto que les voy a copiar aquí fue, tal y como él mismo me la refirió mucho tiempo después, 


LA SOLUCIÓN DEL PADRE BROWN

-Queridos amigos -empezó el cura, con su modosa vocecilla, y sosteniendo en la mano su viejo y usado breviario-, he de decirles que en una cosa estoy totalmente de acuerdo con Flambeau y su explicación, y es en la idea de que hemos asistido a una suerte de representación teatral, solo que hemos visto a los actores que nada tuvieron que ver con el resultado final de la obra y nos ha pasado inadvertido el autor de este drama macabro. Creo que tanto Chase como Flambeau han partido, para elucidar sus soluciones, de una base errónea. Han partido de la idea de que la víctima del plan criminal era Woolcott y eso no es del todo cierto: había dos víctimas (el Fiscal y el Magistrado) y un solo asesino. Antes de empezar, les revelaré que anoche, cuando rezaba con este breviario, vi en él una cita -suelo anotar algunas, en los huecos en blanco- de uno de los grandes Padres de la Iglesia. Es de las famosas Confesiones, de San Agustín. Permítanme leérsela: 

...cuando se inquiere la causa de un crimen no descansa uno hasta haber averiguado qué apetito de los bienes que hemos dicho ínfimos o qué temor de perderlos pudo moverle a cometerlo. Hermosos son, sin duda, y apetecibles, aunque comparados con los bienes superiores y beatíficos son viles y despreciables. Uno comete un homicidio; ¿por qué habrá sido? Porque amó a la esposa del muerto o su finca, o porque quiso robar para tener con qué vivir, o temió sufrir de él otro tanto, o bien, herido, ardió en deseos de venganza”.

¿Lo ven? Hasta el propio santo de Hipona había reflexionado sobre el tema de los crímenes. Vean cómo señala, entre los posibles motivos para cometer un acto sangriento, el 'arder en deseos de venganza por heridas del pasado'. Eso fue lo que en última instancia impulsó al autor de esta maquinación a lanzarse al crimen. Sí, amigos, fue la sed de venganza, no la posibilidad de casarse con la persona amada, ni el hacerse con una suculenta herencia o el resarcirse de una vieja enemistad. Antes de dar mi solución a este problema criminal o, mejor, para que lo entiendan del todo, me permitirán que les cuente una historia. Es una vieja historia oriental, muy antigua, tan antigua como el mundo, pero que aún hoy sigue siendo actual. Saben lo aficionado que soy a los cuentos de hadas y las historias tradicionales. Pues bien, todo el problema al que nos hemos enfrentado se resume en este viejo cuento de Oriente...

Érase un hombre, un hombre que vivía acomplejado, medroso y con frecuencia herido por las continuas burlas de dos enemigos suyos. Como era hombre anciano veía imposible enfrentarse a los dos, aunque odiaba a uno en especial. Este hombre tenía dos enemigos y, como le era muy complejo poder combatir a los dos y salir victorioso, no sabía qué hacer. Sufría cada vez más las burlas y vejaciones de ambos. He aquí que la fortuna se alió con él y pudo ver cómo sus dos enemigos, por un azar del destino, se batían entre sí. Él puso los medios para que ambos murieran, o para que uno fuera acusado de la muerte del otro. Para lograr su propósito, envenenó la punta de las espadas con las que iban a contender sus dos burladores. La suerte volvió a sonreírle y, tras la lucha entre sus enemigos, uno murió y el otro quedó mal herido, falleciendo poco después. Al final, un funcionario, escamado por la repentina muerte de los dos, investigó ese trágico asunto y descubrió los tejemanejes del anciano, que fue apresado, juzgado y ejecutado. Fin de la historia.

Pues bien, amigos, eso es justo lo que ha sucedido aquí este infernal fin de semana. Un hombre vivía desde hace muchos años totalmente acomplejado por la fortuna de otros dos, los cuales se mofaban con cierta frecuencia de la mezquindad de esa persona, de su continuo deseo de lucro, de su ansia de destacarse en la sociedad, sin lograrlo en absoluto. Uno de sus enemigos descubrió en cierta ocasión que podría estar vendiendo objetos falsificados por un precio más alto de su valor real, pero entonces no pudo demostrarlo. El otro enemigo le tenía postergado, le compraba objetos de lujo de forma habitual, pero en muchas ocasiones le despreciaba o le dejaba ávido de más ganancias, como aquella vez en que quiso vender dos estatuas más de las que al fin le fueron compradas. Esa persona fue, con el curso de los años, acumulando inquina, odio, ira y deseos de venganza contra los dos, pero en especial contra uno de ellos, el que había descubierto su venta de objetos falsificados. Hace no demasiado tiempo, por avisos que tuvo o por indicios que ahora se escapan a nuestra pesquisa, el anciano llegó a la conclusión de que su máximo enemigo estaba a punto de demostrar definitivamente sus estafas y, para más inri, que iba a revelar todo al otro enemigo, con lo que el pobre viejo iba camino del despeñadero, directo a su ruina e, incluso, a punto de verse entre rejas, de por vida.

Igual que en la historia que les he contado, el anciano vio el cielo abierto cuando se presentó ante sus ojos un evento inesperado. Sus dos enemigos, también enfadados entre sí durante cierto tiempo, iban a reconciliarse. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que uno iba a aprovechar esa circunstancia para destapar los timos del anciano vendedor y revelarle al otro, a todos, los manejos del anciano caballero. Supo que era entonces o nunca. Se informó bien de los pormenores del juego, de ese duelo falso que tanto nos escamó a Flambeau y a mí desde el principio. El viejo sabía bien que en el duelo iban a usar las dos pistolas semiautomáticas Mauser C96, las cuales él mismo le había vendido a Sir Wilfred. Averiguó qué tipo de balas de munición simulada iban a utilizar y dónde las habían comprado. Fue a la tienda de su amigo Walter Hook y no tuvo ningún miedo en dar su nombre, pues era obvio que, si investigaban ese particular, acabarían descubriendo que estuvo en esa armería. ¿Para qué hacerse pasar por otro, si su plan, tan bien meditado, tenía previsto que las sospechas en ningún caso recayeran sobre él, sino sobre otras personas?

Una vez se hizo con una caja idéntica a la que compró su mayor enemigo y puso en ella dos balas de verdad. Días más tarde vino a Woolcott Manor, con la sospecha de que había sido invitado no por la vieja amistad que le unía a la familia, sino para ser definitivamente desenmascarado por sus enemigos. Su plan era muy sencillo, aunque no exento de riesgos. Era, como ya se ha señalado aquí, un plan muy sujeto a los caprichos del azar, pero que si se desarrolla dentro de lo esperado, sería definitivo, pues hay que reconocer cierto estilo, arte y maestría en la concepción de esta diabólica trama. El plan consistía, ni más ni menos, en que uno de los duelistas matase al otro y fuera acusado del crimen. Como suele decirse, el criminal pretendía “matar dos pájaros de un tiro” y en este caso, nunca mejor dicho. El criminal, como sabía de la preparación de Woolcott, que era mejor tirador que Parks, y que había estado ensayando su puntería con anterioridad, había previsto lo siguiente: que Woolcott acabase con la vida de Parks, fuera apresado como sospechoso de cometer el crimen, juzgado y condenado. Como ven, toda una jugada maestra. Pero el plan salió al revés. Aunque eso también entraba dentro de las previsiones del asesino y, en el fondo, no le importaba tanto que pudiera ser el Fiscal quien segara la vida del Magistrado. En la lógica de los hechos era, incluso, más verosímil que sucediera así, dado que Parks acumulaba mas odio contra Woolcott que al revés. 

Pero sucedió algo inesperado, que también sorprendió al reflexivo muñidor de esta infamia. En efecto, el criminal no contaba con la intervención del Capitán George Gallagher. Todo sucedió de esta manera, según me dictan la intuición y los hechos conocidos. El anciano vengador aprovechó, sin duda, la noche del viernes para entrar en el cuarto de Parks, no muy lejos del suyo propio, y sustituir una caja (la de las balas simuladas) por la otra (la de las balas auténticas). Contaba con que el distraído Parks no notaría nada y sólo se exponía a que Flambeau o el irlandés notasen el cambio. El sábado, delante de todos nosotros, se mostraron las cajas y pude darme cuenta de como esa persona observaba nuestras reacciones, por si recelábamos algo, lo que indicaba que él ya sabía que podríamos sospechar y, si alguno podía sospechar de juego sucio, era porque esa persona era la única que lo sabía, es decir, la responsable de todo. Por eso defendí con tanta convicción que el Fiscal no podía ser el autor material del crimen, aunque fuera su mano la ejecutora de la vida de Sir Wilfred. 


Además, el auténtico asesino tuvo un delirio muy propio de este tipo de criminales. Tuvo el delirio del artista, que suele verse impelido por la necesidad de que su obra sea reconocida. Quiso dejar su sello, su marca, su firma. Eso es lo que explica el papelito con la palabra “enemiss”, que no significa “Miss Ene” o “Mise en scène”, no, mi querido Flambeau. Significa lo más obvio: Némesis, o sea, venganza. Considero que no se refería a la estatua que Woolcott rehusó comprar sino al móvil del crimen: la venganza. Así de simple. ¿Y por qué lo de escribirlo en forma de anagrama? Porque el autor del plan era un acérrimo aficionado a los crucigramas y charadas de la lógica y el lenguaje. Sabía que, al escribirlo como anagrama, Sir Wilfred se daría cuenta de quién lo había escrito. Lo extraño es que no se le ocurriera suspender el duelo. Tal vez, al no advertir el cambio de cajas, lo tuvo por una broma de mal gusto y no vio que era la artística y despiadada forma de aviso de su asesino (o del de Parks, en realidad), con lo que menospreció el peligro que se cernía sobre su cabeza y la del Fiscal. Ese delirio de artista fue el gran error del anciano vengativo porque tal vez, de no haber vuelto a la sala de juegos para colocar el papelito de “enemiss” en el estuche de las armas, el episodio del segundo disparo no habría sucedido.

Sí, queridos amigos, es evidente que, cuando Sir Wilfred, nos enseñó el estuche que contenía las Mauser C96, no había ningún papel dentro, luego fue puesto más tarde. Estoy seguro, aunque no puedo ofrecerles nada como prueba de ello, de que el criminal, una vez hubimos salido todos de la sala de juegos, regresó de inmediato, abrió el estuche y colocó allí su mensaje, tan enrevesado, para colmar su narcisismo, su egolatría y su crimen. Pero tuvo la mala suerte (y nosotros la buena fortuna) de que una persona le vio entrar de nuevo en la sala de juegos, poner el mensaje de marras y salir otra vez, hacia su cuarto, en el piso de arriba. No creo que sea aventurado suponer que la persona que vio el manejo del anciano fue el irlandés, lo que explica su posterior conducta. Él vio al anciano entrar en la sala de juegos y, al salir, quizá el Capitán entró, comprobó mejor la caja de las balas, aunque no las tocó, y pudo ver el papel en el estuche de las armas.

Teniendo en su mano esa información, lo más juicioso, lo que en realidad debería haber hecho, era hablar con Sir Wilfred y con Arthur Parks para que se suspendiera el duelo, en tanto no hubiera seguridad en el tema de las pistolas. Pero, o le tenía miedo al Magistrado, o recelaba de que no le fuera a hacer caso, por su reciente discusión, o tal vez se dedicara a vigilar al hombre de conducta sospechosa que había descubierto. Sea como fuere, el tiempo se le echó encima. Cuando quiso darse cuenta, los duelistas estaban ya en el campo del honor, preparados para batirse, con lo que solo pudo hacer lo que hizo: disparar contra el árbol, para impedir, en lo posible, el duelo. No sé si fue consciente, tal vez sí, de que con su acción distrajo a Sir Wilfred, que le reconoció y temió que Gallagher fuese a dispararle. Eso le dejó petrificado, lo que Parks, sin darse cuenta del hecho, que quedaba a sus espaldas, aprovechó para tirar sobre el cuerpo del pobre Woolcott, con el desgraciado resultado que todos ya conocemos. 
 
Otro punto importante estriba en el hecho de que esta mañana hayamos encontrado la habitación de Parks revuelta. Anoche, mientras rezaba unas oraciones y veía en mi breviario la iluminadora cita de San Agustín, me di cuenta de que, si el asesino había intentado una ve matar a Parks, nada impedía que volviera a probar suerte de nuevo. Por eso me levanté y le hice esa extraña petición a los agentes de Scotland Yard. Pedí que se llevasen a Parks no porque fuera culpable del crimen, sino para proteger su vida, y tal ve la de alguna otra persona. La ausencia de Parks le puso al criminal las cosas muy fáciles para registrar su habitación. Sí, amigos, porque es indicio indudable de que la persona que ha tramado todo este asunto buscaba (y quizá halló) papeles importantes que demostraban sus falsas ventas. Tal vez Woolcott Manor esté llena de falsas reliquias y antigüedades que no valgan ni una libra, por muy desolador que suene eso. Así pues, creo que, mientras nosotros terminábamos los interrogatorios, el criminal aprovechó su visita al cuarto del Fiscal (ausente, no lo olviden) para, además de rebuscar los papeles que podían comprometerle, colocar en la chimenea el trocito de metal de la cerradura de la caja con las balas, nuevo intento de incriminar a Parks, pero sin éxito. Bien pudo quemar la caja en la chimenea de su dormitorio y luego llevar ese resto metálico al de Arthur Parks. Es posible que, si miramos en el cuarto del culpable, quizá encontremos los papeles que presumiblemente le sustrajo al Fiscal...

En ese preciso momento, sobre la una del domingo, Carter anunció que un coche de la Policía acababa de llegar. Sin duda, era el que traía detenido al Capitán George Gallagher. El Inspector le dio las gracias al mayordomo y le rogó al Padre Brown que fuera concluyendo su exposición.

Gracias, querido Inspector Chase, ya casi había terminado. Espero que la declaración de Gallagher confirme lo que acabo de decir y no quede mi solución del misterio en mero conjunto de hipótesis más o menos probables. Verán, señores, cuando me adentro en un misterio de tipo criminal, procuro meterme en la mente del asesino, pensar como él podría pensar, sentir lo que él podría sentir, hasta que mis ojos casi se inyectan en sangre, igual que los del asesino. Sólo así logro, algunas veces, dar con la clave de un enigma de este tipo, hasta que yo mismo me convierto en el autor del crimen. Ese es el secreto de mi fama como averiguador de asuntos criminales. Muchos de ustedes, si no todos, ya sabrán a qué persona me he venido refiriendo como maquinador del plan que hemos visto ejecutado ante nuestros ojos. Por si alguien aún tuviera dudas, diré que nuestro hombre se llama...

Y en ese justo instante, cuando el Padre Brown iba a declarar el nombre del criminal, el señor Henry John Redvill, con más agilidad de la que todos le había supuesto, saltó de su asiento, se abalanzó hacia la mesa donde estaba sentado el Inspector Chase y en la cual se apilaban las pruebas del caso, cogió la pistola Mauser C96 de Woolcott, la que todos sabían que no había sido disparada y que, por tanto, aún contenía una bala real, y apuntando a todos, con más rapidez de la que le imaginaban, salió huyendo del salón de espaldas, como alma que lleva el Diablo, dejando claro con su desesperada acción que era el culpable que todos habían estado buscando.

-¡Flambeau, vaya tras él, corra! -gritó el Padre Brown, como un trueno.

Pero el viejo, más endemoniadamente bizco que nunca, iba ya camino del piso superior, con la Mauser en ristre, preparándola para disparar, con lo que quedaba patente que sí sabía manejar ese tipo de armas. Flambeau iba en su persecución, pero llegó tarde. Redvill fue al pasillo que estaba sobre el zaguán de entrada, que era donde mejor campo de visión tenía. Salió al balcón y apuntó contra el Capitán Gallagher, que llegaba escoltado por dos oficiales (Carruthers era uno de ellos), aunque no iba esposado.

Una voz de alarma en la planta baja de la casa puso sobre aviso al irlandés fugitivo, el cual miró arriba, vio a Redvill que le apuntaba con la Mauser C96 y, sin pensárselo dos veces, agarró el revólver de Carruthers (que apenas si tuvo tiempo de darse cuenta de nada), lo amartilló, apuntó a Redvill y... 
 
Sonó un estruendoso disparo, cuyo eco se perdió en la lejanía. Los agentes redujeron a Gallagher y lo echaron al suelo. Redvill, que estuvo a punto de disparar, cayó herido sobre el piso del balcón, justo en el momento en que Flambeau entraba, aunque no pudo frenar al endiablado anciano.

-¡Flambeau! -tronó Chase, desde abajo- ¿Qué ha pasado?

-Tranquilo, Inspector. -resonó la voz del colosal detective francés. -Llamen a un médico. Redvill está herido en un hombro, pero saldrá de esta...

-Saldrá de esta -apuntó Chase- pero camino del patíbulo. Tenía usted razón, Padre Brown. ¡Fue el viejo Redvill, maldito sea! A punto ha estado de matar a Gallagher y silenciar, con ello, a nuestro mejor testigo. Reconozco que me equivoqué con Parks... y Flambeau, con Gallagher y su novia. Fue usted tan sagaz como siempre, querido amigo.

Poco después las aguas se aquietaron y todo se calmó. Una ambulancia se llevó a Henry Redvill (en cuya hacitación hallaron los papeles comprometedores de Parks) al hospital más cercano, herido en su hombro derecho aunque su vida no corriera peligro. Entonces se produjo la declaración del Capitán, confirmando lo que el curita había supuesto. Pero el Padre Brown ya no estaba allí para oír a Gallagher, pues se marchó en la ambulancia que llevaba a Redvill, a quien trató de confesar y a quien pudo consolar a su manera. Los lectores de esta historia no deben inquietarse, pues podrán oír algo de esa declaración de boca del propio Capitán Gallagher. Dejemos, por ahora, que pasen unos días en nuestro relato.

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Los periódicos no dejaban de mencionar el “Misterio de Woolcott Manor” y, aunque al principio cargaron las tintas contra el odiado Fiscal Parks, luego este perdió protagonismo en favor de Redvill, cuyo juicio iba a celebrarse tras unas semanas, con el veredicto citado al principio de este relato. Casi una semana después de los hechos, el viernes siguiente de aquel frío mes de febrero, tres amigos traspasaron el umbral de la Parroquia de San Francisco Javier en Camberwell, entraron en el despacho y se reunieron con el Padre J. Brown, que les recibió muy atenta y cordialmente. Esos tres hombres eran Flambeau, el Inspector Chase y el Capitán Gallagher.

-Bueno, Gallagher -dijo el Padre Brown después de servir cuatro copitas de Brandy-, espero que me explique usted por qué disparó desde la ventana del invernadero. Yo supuse que lo hizo para detener el duelo pero bien pude equivocarme en mis suposiciones...

-Querido Padre Brown, ante todo debo agradecerle lo mucho que ha hecho usted para que este caso se resuelva y brillen la Justicia y la Verdad. No se equivocaba usted. Sé que cometí un terrible error y que, si Sir Wilfred cayó muerto fue, en parte, por culpa mía. Yo no pretendía asustarle, y mucho menos hacerle el menor daño, ni tampoco a Arthur Parks ni a ninguno de los presentes. Soy consciente de mi desatino, de mi alocada e infeliz forma de proceder. Le he pedido perdón a la señora Woolcott varias veces...

-Y también le ha pedido usted otra cosa, ¿no? -terció Flambeau, sonriendo.

El irlandés se ruborizó, demostrando que le había pedido a Lady Woolcott ni más ni menos que la mano de su hija, petición que la dama aceptó de muy buen grado. El Capitán explicó que, tras salir de la sala de juegos, notó que la conducta de Redvill era muy sospechosa. Desde el zaguán de entrada le vio subir escaleras arriba pero, a los pocos minutos, volvió a bajar, con un papel en la mano. Entró en la citada sala, estuvo unos minutos y volvió a salir, sin que advirtiera que Gallagher había visto todo. Este entró, abrió el estuche de las armas (y no el de las balas, por cierto; por eso no advirtió el cambio y no se dio prisa en detener el duelo), vio el mensaje de “enemiss” y concluyó que el anticuario tramaba algo sucio. Esa fue la explicación que le dio al Padre Brown y terminó con estas palabras:

-También me gustaría pedirle a usted algo, Padre -dijo el irlandés, en tono solemne, mientras el curita hacía un gesto de asentimiento. -Me gustaría pedirle que... que fuera usted quien nos casara a Louise y a mí...

Ni qué decir tiene que el sacerdote aceptó encantado. La boda se celebró por todo lo alto en aquella misma iglesia, mes y medio después, y todos fueron invitados, salvo Redvill, obviamente. Ni siquiera el Padre Brown pudo evitar derramar unas lagrimitas cuando vio alejarse a los recién casados.
 
FIN DE “DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS”

Muchas gracias a todos por vuestros comentarios. Espero que os haya gustado esta historia dedicada a CAMINANTE, que, en el fondo, también va dedicada a todos vosotros. Gracias por vuestra paciencia, mis mejores deseos para todos, amigos, que Dios os bendiga y hasta el próximo caso (o folletín) criminal.