sábado, 4 de junio de 2011

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (1) [Dedicado a CAMINANTE]


En 2011 se cumplen los cien años desde que apareció el libro El Candor del Padre Brown (The Innocence of Father Brown, 1911), del genio inglés Gilbert Keith Chesterton. Todos sabéis la devoción que siento hacia este autor y su personaje más popular. 
 
La historia que vais a leer (si os place) es un pequeño y no muy ingenioso homenaje por partida triple: a la colosal figura de Chesterton; a su encantador curita de Norfolk; y a nuestro querido amigo CAMINANTE, al que tanto debemos tantas personas que pululamos por esos blogs de Dios...

No quiero alargar más la presentación de mi cuentecillo. Huelga decir que le debe todo a Chesterton y que es manifiestamente inferior a cualquiera de sus originales historias. Es un mero ejercicio y una pequeña diversión destinada a entreteneros. 

Confieso que este y los sucesivos posteos que ocupa el relato serán muy largos, así que entenderé que tardéis en comentarlos, si es que tenéis a bien hacerlo. 
 


Sin más preámbulos, sigamos al Padre Brown y a su amigo Flambeau hasta que ellos (o vosotros, pues os invito a formular vuestra solución del crimen) den con la clave que les permita atrapar al criminal y resolver el misterio del...



DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(1)

Dedicado al amigo CAMINANTE,
que tanto me ha ayudado y que fue quien hace poco
me pidió un nuevo cuentecillo policial de los míos.
Helo aquí, amigo. Espero que te guste.
Con nuestra mutua amistad por bandera y
mi más afectuoso cariño para ti y los tuyos.

Los asiduos lectores de la sección de sucesos y asuntos criminales que con tanta frecuencia aparecen en las páginas de nuestras revistas y diarios matutinos tal vez aún no hayan olvidado el célebre y espantable caso del trágico asesinato del Magistrado Sir Wilfred Woolcott. 
 
Sin embargo, cabe la posibilidad de que muchos de esos ávidos y morbosos lectores no recuerden los detalles íntimos de aquel extraño misterio que tanto conmocionó al público de Londres durante muchos días. 
 
Por eso me propongo relatar los pormenores de esa singular historia, para que no quede en el olvido la trágica desaparición del célebre jurista. También la escribo porque mi amigo el Padre Josuah Brown, de la parroquia de San Francisco Javier, en Camberwell, hace unos días que me pidió muy encarecidamente que hiciera una relación de todo el asunto para que nadie albergue dudas sobre los motivos del crimen y el método que empleó el autor para cometerlo.

En efecto, el Padre Brown estaba muy preocupado, según me confió en nuestro último encuentro, porque, aunque hace mucho que el criminal fue detenido, juzgado, condenado y ejecutado por la justicia humana, aún persistían ciertos puntos oscuros en este terrible suceso que la prensa antes aludida tergiversó o malinterpretó, tal vez de forma deliberada.

En última instancia, debo escribir esta historia para rendir un sincero homenaje de admiración hacia mi amigo, el Padre Brown, ya que fue él precisamente quien logró resolver el enigma de la muerte de Sir Wilfred. Bien es verdad que hasta el último momento no reveló sus intuiciones acerca del caso, como también es cierto que procuró compadecerse del asesino y ganarse su afecto para conseguir su arrepentimiento, sabedor de que sería duramente juzgado por su horrible acción. Mi amigo confortó al entristecido criminal hasta el último instante y solicitó que se le conmutara la pena capital (morir en la horca) por la de cadena perpetua. Pero, por desgracia, no tuvo éxito al intentar salvar el cuerpo del autor del crimen; aún confía, no obstante, en haber salvado su alma para la justicia de Dios.

Por aquellos días, el Padre Brown andaba compaginando las tareas propias de su ministerio eclesiástico en la citada parroquia con la organización de un comedor para pobres, la instalación en su barrio de una escuela para sordomudos y la realización de una colecta de fondos para restaurar una antigua y deteriorada imagen de Nuestra Señora que era la joya de su iglesia en Camberwell. Este buen sacerdote aún encontraba tiempo para visitar a algunos enfermos y moribundos y para recibir la visita de algunos de sus más viejos y entrañables amigos. Uno de estos amigos es el famoso Monsieur Hércule Flambeau, el antaño célebre ladrón de alhajas, hace tiempo rehabilitado y convertido en flamante detective, gracias a los desvelos del propio Brown, que tuvo mucho que ver en la conversión de Flambeau.

Sucedió, pues, que una buena mañana de febrero, mientras un manto de espesa niebla envolvía las calles de Londres, la figura enorme, colosal y corpulenta de un hombre maduro, cabeza monumental, cuello de toro y fino bigote de artista se adentró en el sur de Londres con dirección a la parroquia de nuestro amigo el cura. Los lectores ya habrán adivinado que este gigantesco personaje no era otro que el mismo Flambeau, el cual iba ataviado con un sombrero de paja con cinta gris, chaqueta americana, corbata azul claro y zapatos italianos. Aquella mañana, Flambeau entró en el jardincillo que precedía al pórtico de la iglesia y se dirigió al despacho parroquial, donde sabía que a aquellas horas estaría el buen cura, ya que no le tocaba decir misa hasta las doce. 
 
Al penetrar en el despacho, el coloso francés notó un intenso olor a incienso que le recordó a su infancia, cuando su madre le llevaba a oír la misa de niños en la pequeña iglesia de su pueblo, allá en Gascuña. Porque Flambeau era tan gascón como D'Artagnan y, por tanto, igual de terco, obstinado y fanfarrón. 
 
Sentado a la mesa del despacho parroquial, aparentemente dormido pero, en realidad, rezando de forma mental con un rosario de color granate cogido por sus dedos gordezuelos, se hallaba el buen curita de Norfolk, cuya cara de luna, lentes de aumento, pelo encanecido y faz pálida y regordeta el detective Flambeau estaba deseoso de contemplar. Los dos eran viejos amigos y juntos habían resuelto muchos intrincados casos criminales. Pero en aquella ocasión el detective francés no le visitaba para embarcar a su amigo en ninguna aventura policíaca sino que se dirigía a verle para invitarle a asistir a un curioso evento social.

-Mon Père, ¡qué alegría volver a verle! -exclamó jovialmente el gigantón francés, estrechando la mano de su amigo con fuerza, pero sin apretarle demasiado, pues era fortísimo. Tan fuerte como para ser capaz de elevar sobre su cabeza a dos hombres, uno con cada mano, como el cura le vio hacer una vez, en la época en que uno era un famoso ladrón de guante blanco y el otro procuraba llevarle por el camino del bien.

-¡Oh, pero si es usted! ¡Querido Flambeau...! ¡Lo mismo digo! -dijo el Padre Brown abriendo mucho los ojos, mientras cambiaba su rosario a la mano izquierda para poder estrechar la de su amigo con la derecha. -¿Qué le trae por aquí? Disculpe mi atrevimiento pero acaso quisiera usted contribuir con un generoso donativo para la restauración de la imagen de Nuestra Señora de esta parroquia, muy deteriorada, como puede ver... Sé que le van bien las cosas, ayudando a la policía a capturar a ladrones de joyas.

-Me encantará contribuir a esa restauración. Cuente con mi chequera, Mon Pére. Siempre he sido partidario de las restauraciones. En especial de las artísticas y no tanto de las políticas. No me quejo de mi trabajo. Es más, hace poco he cobrado una buena suma por haber ayudado a Scotland Yard en la captura de Ulysses Tramps, el infame ladrón del collar de diamantes de Lady Blacknell...

-Ah, sí... Lo he leído en la prensa. ¡Enhorabuena, amigo! Creo que estuvo usted sensacional -comentó el Padre Brown, mientras encendía su pipa.

-Tuve suerte, nada más. Mientras los agentes del Yard se obstinaban en registrar una y otra vez, et encore une fois, el apartamento de ese infame de Tramps, pensando que allí podría haber ocultado el collar, yo me dediqué a seguirle. Hablé con él y, aunque no soy un policía oficial, le detuve. Luego le llevé a la Jefatura del Yard y le obligué a que nos enseñara el cuello. ¡Allí es donde había escondido el collar de diamantes, el muy bandido! ¿Puede usted creerlo? Lo llevaba bajo su camisa almidonada, ¡en el cuello!

-Sí, es sorprendente -secundó el cura. -Creo que a ningún policía corriente y moliente se le hubiera ocurrido. Es lógico que una mujer lleve su collar colgado del cuello, pero nos parecería absurdo, cómico o sospechoso que un hombre anduviera por ahí con un collar de mujer. Increíble... Bueno, ha habido muchos hombres en la Historia adornados con collares. Pero sólo Tramps se adornó con el collar de una dama de la alta sociedad. Y sólo usted tuvo la idea de mirar su cuello. De pillo a pillo, eh...

Flambeau sonrió muy complacido. Luego el padre Brown le invitó a que se sentara en una butaca del despacho y le sirvió una buena taza de café puro. Aún seguía el cura fumando su pipa cuando se le ocurrió preguntar:

-¿A qué debo el honor de su visita? No me diga que va a jubilarse ahora...

Flambeau volvió a esbozar una sonrisa, sacó un tarjetón color crema del bolsillo de su americana y se lo pasó al Padre Brown, mientras le pedía que leyera el papel que guardaba el sobre. Era una carta y decía así:

Querido Monsieur Flambeau: Recordará usted lo mucho que ayudó a mi esposa a recuperar su anillo de esmeraldas cuando un desaprensivo que se fingió vendedor de Biblias lo sustrajo en un descuido de ella y de nuestro servicio doméstico. Aún se lo agradezco. Quisiera invitarle a una fiesta que celebraré en mi casa.

Usted no ignorará que soy Magistrado de la Supreme Court. Hace años que tuve muchos problemas con un abogado, Arthur Parks, hoy Fiscal. No sólo por nuestra carrera en la judicatura (en buena lid gané mi plaza de Magistrado, puesto al que él aspiraba), sino por ciertas rencillas con unos terrenos que él disputaba suyos y que yo logré demostrar como pertenecientes a otra familia.

Desde entonces, hace ya muchos años, no podía ni verme en pintura pero, como hemos sido “compañeros de armas”, compartíamos muchas aficiones, entre ellas los juegos de azar y el gusto por las armas de fuego de coleccionista. Hace dos meses que hemos enterrado el hacha de guerra y somos muy amigos. Por eso, para zanjar de una vez por todas mis diferencias con Parks, acordamos celebrarlo disputando una especie de juego.

Se trata de un duelo, pero es un “duelo falso” en el que Parks y yo nos retaremos a punta de pistola. Conviene que sepa que ambas pistolas estarán cargadas con balas de fogueo para que nadie resulte herido... ¿Cómo sabremos quién ha ganado el duelo? El arma que antes dispare la bala de fogueo nos lo indicará. Será, en el fondo, una competición de velocidad.

Bien, pues yo quisiera que usted fuera mi padrino. El señor Arthur Parks ya cuenta con el beneplácito del Juez Óliver Thorpe, que es muy amigo de los dos, para que haga de padrino suyo. ¿Qué le parece la idea? Jugaremos a ser duelistas y usted, además de ser mi padrino, podrá asistir a la fiesta que daremos en mi finca, a las afueras de Londres. Hemos fijado el duelo para este mismo sábado. ¿Cuento con usted? 
 
Dado que hoy es lunes, esta carta le llegará mañana martes y tendrá tiempo de sobra para responderme. Puede usted negarse, claro, pero me desilusionaría. Si se está preguntando que por qué le he elegido como padrino en lugar de a un miembro del foro, sepa que es una atención a su gusto por los duelos, ya que conozco su temperamento y su romántica y honorable forma de ver la vida. Sea cual sea la decisión que tome, le ruego me responda a la mayor brevedad.

Suyo afectísimo, Sir Wilfred Woolcott.

El Padre Brown metió la carta en el sobre y miró a Flambeau, el cual habló en los siguientes términos:

-Hay algo en todo ese asunto que no me gusta, Mon Père. Aún no le he escrito a Sir Wilfred pero estoy decidido a ir, no sea que ocurra algo malo. ¿Querría usted acompañarme? Si acepta, escribiré a mi amigo Woolcott, informándole de que seremos dos los invitados. No creo que me ponga pega alguna. Por eso he venido hoy a verle...

-Cuente conmigo, Flambeau. Y sí, en efecto, en ese asunto del “duelo falso” hay algo que me inquieta pero no acierto a decir qué pueda ser. Tal vez nos estemos alarmando sin motivo. No obstante, diga al Magistrado que iremos a su finca los dos. Hablaré con el Padre Mitchell para que me sustituya en los oficios de este fin de semana.

-¡Sabía que aceptaría! Usted nunca me ha decepcionado... Corro a escribir los dos papeles...

-¿Qué dos papeles? -inquirió Brown con el rostro perplejo.

-La carta de respuesta a Sir Wilfred y el cheque del donativo para su iglesia, comme il faut -subrayó Flambleau, con acento decidido.

Media hora más tarde, Flambeau abandonaba la iglesia de su amigo, camino de correos y de su apartamento en Westminster, donde tenía guardada su chequera. El Padre Brown quedó solo, preparándose para la misa de las doce, que ofició unos minutos después. Ninguno de sus fieles se dio cuenta pero, durante la celebración del sacrificio de la misa en aquella ocasión, una sombra negra como los nubarrones que anuncian tormenta cruzó varias veces el rostro del curita, sin que pudiera abandonar la idea de que una terrible tragedia estaba a punto de suceder ese mismo sábado.

[CONTINUARÁ...]