sábado, 25 de junio de 2011

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (8) [Dedicado a CAMINANTE]

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(8)

Al Inspector Chase la conducta del mozo Bill Barrett le pareció, al principio, un poco sospechosa. Cierto es que llegó a pasársele por la imaginación la idea de que el jovencito pudo coger un trozo de papel de cualquier parte, garabatear las siete letras de esa extraña palabra (“enemiss”) para luego ir tan alegre como descaradamente ante la presencia del Inspector y sus dos amigos, con el propósito de embolsarse las monedas prometidas. Chase, una vez que el mozalbete hubo abandonado el salón principal, no tuvo reparos en acusarle de aquella especie de falsificación, compartiendo su temor y su recelo con los otros:

-¿Quién nos dice que no lo haya hecho por el dinero que le ofrecí? -bramó Grandison Chase, cuyo continuo estado de alerta le hacía dudar hasta de su sombra. -En otras palabras: esos garabatos me parecen obra de un niño...

-¡O de alguien que desea que creamos que un niño o que una persona sin muchos estudios lo hizo! -subrayó el Padre Brown. -Escúchenme: no veo por qué acusar también al chico pelirrojo, por más que tenga cara de travieso, y todos los niños de su edad suelan serlo. El motivo del dinero no me parece suficiente como para que llevara a cabo la comedia que sugiere, querido Chase. Miren el papel: es de aceptable calidad, aunque no esté timbrado ni pueda verse en él marca de agua alguna. Pero lo que me lleva a descartar al mozo Barrett como autor de estas letras es justo lo que a usted le lleva a acusarle. Los niños de su edad están hartos de que en la escuela les manden hacer caligrafía, y él se hubiera esmerado un poco más al realizar los trazos en tinta. Quien fuera parece haber usado una pluma, y no de mala calidad, creo. Observen la tinta y el trazo. Para mí, es letra hecha por mano de hombre, aunque sea redondeada, como la típica letra de mujer, no obstante. ¿Por qué digo hecha “por mano de hombre”? Por la presión con la que marcó los trazos, que han dejado relieve en la otra cara del papel. Una mujer, de manos más suaves y menos fuertes, por lo general, apenas habría dejado huella por el otro lado. Aquí observamos la letra de alguien decidido, alguien -diría incluso- culto, con estudios, que ha querido simular ex professo lo contrario: que lo había escrito un palurdo. Vean las “eses” y la letra “e”: demuestran cierto temperamento artístico, con ese trazo, aparentemente desmañado pero muy cuidadoso, en verdad...


-¡Caray, mon Père! -silbó el colosal detective francés. -No sabía que fuera usted un experto en caligrafía y grafología, eh...

-Oh, Flambeau -suspiró el curita. -¡No lo soy! Usted lo sabe. En el ejercicio de mi vocación he leído muchas cartas y muchos de mis feligreses, gente pobre, sin estudios y ágrafa, me ha pedido que les escriba cartas pidiendo cosas a familiares suyos, por eso conozco muchos tipos de letras. En último término, Flambeau, tan sólo he aplicado la lógica, la razón más elemental, y esta me dice que el autor de ese aparente garabato es alguien muy astuto e inteligente, que se ha tomado muchas molestias para ocultar el hecho de que es persona culta, de estilo y buena vida. En suma, es letra de adulto, y no de niño, letra de una persona incógnita, con dinero y buena educación, que ha querido disimular todo eso, ¿no creen?

El Inspector Chase, el cual miró a Flambeau fijamente, ambos totalmente sorprendidos por los aplastantes argumentos del curita, se dio por vencido, retiró las acusaciones contra el mozo para todo, pidió disculpas, carraspeó para aclararse la garganta y dijo:


-Aún así, continuamos sin saber qué diantres significa “enemiss”, por qué lo escribieron con las dos “eses” malditas (ya que “enemigos”, en inglés, se escribe enemies) y, sobre todo, nada de lo dicho nos revela al autor del mensajito o qué significado tan terrible, tan acusador o aclarativo pudiera tener para que el difunto Woolcott insistiera en ello antes de morir...

-Bueno -habló Flambeau, probando fortuna con aquello tan fácil y ameno de hacer conjeturas-, ¿y si “enemiss” se refiriese a “enemistad”? Tal vez el misterioso y 'tímido' (reía Flambeau) autor del mensaje acusara a alguien de conservar la enemiga del buen Magistrado, es decir, de tener una lejana y rencorosa “enemistad”, contra Woolcott...

-De nuevo, vuelve mi cándido amigo Flambeau -sonrió Brown. -Ni Sir Wilfred era tan bueno como usted supone (¡que Dios se apiade de mi alma, he criticado a un hombre recién asesinado!) ni “enemiss” remite sólo a la idea esa de la enemistad, idea en la que no le falta razón, por otra parte.


-¿A qué se refiere, Mon Père? -inquirió Flambeau.

-Pues al simple hecho de que, por esta vez, estoy también de acuerdo con la opinión del Inspector Chase. En efecto, lo escrito ahí se parece bastante a la forma en que se dice en inglés “enemigos” (enemies), pero todavía hay ahí algo diabólico y oculto que no logro descifrar...

El Inspector se levantó de su sillón y, con una sonrisa de alborozo y los ojos muy abiertos y chispeantes, proclamó haber dado con la clave del enigma:


-¡Eureka! Lo he resuelto: ¡es un anagrama! “Enemiss”... Un anagrama que acusa a una persona a la que estoy deseando interrogar. Pero ¿no lo ven? “Enemiss”, es decir, “Miss Ene” ¡Miss Artemise North, Miss N...! Eso explica el temor de Sir Wilfred, que vio escrito, indirecta y ocultamente, el nombre de la persona que conspiraba contra él. Alguien debía saberlo, un tercero enterado de toda la maquinación que se cocía a espaldas de Woolcott, y ese alguien, mediante este papelito, dejado en el estuche de armas que sabía en posesión del Magistrado y que abriría antes del duelo, trató de advertirle del plan que se forjaba en su contra. ¿Puede usted refutar estas ideas, mi querido Padre Brown, o tal vez he conseguido convencerle y hayamos dado con la piedra de toque del misterio?

Mi amigo Brown era, por esta vez, el admirado por el buen razonamiento y la agudeza del Inspector Grandison Chase, y no opuso entonces ni la más leve objeción, por dos motivos: uno, porque bien pudiera ser correcto todo lo que había dicho el sr. Chase, aunque aquello de “Miss Ene” le pareciese un poco traído por los pelos (pues si alguien trata de advertirnos contra otra persona, conocida nuestra, ¿no escribiría mejor y más claramente “Miss N.” o “Miss A. N.” en lugar de hacerlo con un anagrama tan absurdo?), y segundo, porque no quería volver a contradecir más a sus dos amigos, aunque él me dijo que, si “enemiss” era un anagrama, mejor que referirse a “Miss N.” debía ocultar otra palabra, pero en aquellos momentos aún no sabía qué otra palabra podría ser. Con todo y eso, el sacerdote católico observó el momento de arrebatador triunfo de su amigo, el policía científico y, no sin antes alabarle a Chase y ponderar su astucia e ingenio, guardó silencio, ya que era lo más juicioso y educado que podía y debía hacer en ese instante, en espera de nuevos acontecimientos, de nuevas declaraciones, las cuales se efectuaron en cuanto el Inspector realizó varias diligencias.

Eran ya las once de la noche. A pesar de que se iba haciendo tarde, Chase pidió a Flambeau que convocara a la señorita North, puesto que el sargento Carruthers se hallaba a esa hora de guardia ante el dormitorio del Fiscal Arthur Parks, confinado en su cuarto. Fue aquella una noche singular, una noche de cielo estrellado, de reveladoras pesquisas, de muchas llamadas de teléfono y de varios incidentes iluminadores.


La primera llamada a la casa fue la del forense, el Dr. Thomas Tanner, que se puso en contacto con el Inspector para referirle su informe preliminar sobre la herida, el ángulo de entrada de la bala (trayectoria frontal, recta, no oblicua, de arriba a abajo, lo cual era lógico, pues Parks era algo más alto que Woolcott) y la ausencia de narcóticos o drogas en la sangre del jurista. Eso dejaba claro muchos aspectos, sobre todo en lo que atañía al segundo disparo, el de la sombra de la ventana.

Acabada la conversación con Tanner, el Inspector Grandison Chase, inmerso en el más apabullante de los optimismos, pleno de triunfo e iniciativa, agarró la guía telefónica y, pese a lo tardío de la hora señalada, marcó el número de la Hook's Armory, la célebre armería del citado sr. Walter Hook. Llamó y tuvo suerte porque pudo ponerse en contacto con Hook, que era un experto comerciante especializado en la venta de artículos de caza y armas en general. Hook le refirió al Inspector varios detalles de sumo interés los cuales me fueron relatados puntualmente por mi amigo el Padre Brown, tal y como los había averiguado Grandison Chase. 
 
Hook confirmó que, en efecto, no hacía muchos días que el Fiscal Parks había comprado la cajita de madera con balas de lo que él llamó munición. No hubo nada extraño en aquella compra y, por cierto (sostuvo Hook), Parks sólo compró una cajita.


Lo extraño del caso es que, dos días después de que Arthur Parks comprara la caja de madera labrada con dos balas cargadas con munición simulada, el Sr. Walter Hook notó que le faltaba otra caja idéntica. 
 
Chase le preguntó en entonces si tenía muchas cajas como aquellas dos, a lo que Hook respondió que, además de aquellas dos (la adquirida por Parks y la que desapareció), sólo había otras tres y esas aún estaban en su establecimiento. 
 
Ante el incontrovertible y desafortunado hecho del robo o de “la misteriosa desaparición de la segunda caja” (según la expresión del armero), idéntica en todo a la que el Fiscal Parks había comprado dos días antes, Hook sólo pudo responder que la echó en falta al hacer el inventario semanal, para comprobar las ventas. Ni él ni sus dos empleados sabrían decir quién, cómo o cuándo pudo entrar alguien en la tienda a llevarse la cajita robada. Según afirmó, tienen mucha clientela, al ser de las pocas armerías especializadas que hay en una ciudad tan grande y populosa como Londres, por lo que no era tan raro que les escamoteasen la cajita.


Toda aquella explicación le sonó muy mal al Inspector Chase, demasiado vaga y algo alambicada, puesto que una tienda que vende esa clase de artículos debe cuidar mucho la seguridad. Amonestó a Hook y le conminó a presentarse el lunes siguiente en las oficinas centrales de Scotland Yard para realizar una declaración completa y detallada. 
 
El Inspector Chase sólo le hizo una pregunta más y fue si, de entre los nombres que él le iba citando (y mencionó los del Magistrado, los del Juez Oliver Thorpe, el anticuario Redvill, la señorita North, el Capitán Gallagher, la señorita Louise Woolcott y su madre, Eleanore), alguno o algunos de ellos pasaron por su tienda el día que Parks compró la caja o en los dos días que siguieron a esa compra. 
 
El sr. Hook vaciló unos minutos, le pidió al Inspector Chase que fuera tan amable de aguardar a que mirara el registro de aquella semana, por si una de esas personas se acercó a preguntar o comprar algo y resultó que en el registro no constaba ninguna de ellas. 
 
Sin embargo y, ante la tozuda y certera insistencia del Inspector, Hook interrogó a los empleados de su tienda y... ¡Bingo! Uno de ellos recordaba que un día después de la visita de Parks, apareció un anciano señor que iba, según dijo, a saludar a su amigo Hook, el cual entonces se hallaba ausente, y el empleado dijo que le daría el recado. El anciano dijo llamarse Redvill, afirmó ser buen amigo y, por lo que el propio Hook sabía, tendría que haber sido él. Dado que Hook no estaba ese día, era lógico que no recordara tal aparición. El empleado aseguró que el llamado Redvill sólo estuvo quince minutos en la tienda, que no compró nada ni entró al almacén.


Grandison Chase, pese a todo, insistió mucho en un último punto y preguntó lo siguiente: “¿pudo acceder a la cajita desaparecida, sin que el empleado se diera cuenta o no?”, a lo que Hook, ya visiblemente enfadado y molesto con el inexcusable descuido de su empleado, por lo que se desprendía del tono de su voz, respondió que era perfectamente posible, dado que esas cinco cajitas, todas idénticas y cada una de ellas con dos balas de munición simulada o de fogueo, reposaban en el escaparate de la tienda, al que era muy fácil echar mano desde dentro, pues sólo un cristal bajo separa la tienda del escaparate. 
 
El ladrón, fuera Redvill o aquella persona que dijo llamarse así, bien pudo, en un despiste del empleado, alargar el brazo, tomar la cajita y echársela al bolsillo, sin que fuera echada en falta hasta el día siguiente.

Concluyó la conversación entre Chase y el sr. Hook, no sin antes recordarle que se pasara por Scotland Yard el lunes para completar aquella declaración y que le acompañara el empleado que vio a ese anciano... 
 
Mientras Chase hablaba con Walter Hook, Flambeau había ido a llamar a la señorita North, la cual apareció en la estancia como una auténtica diosa. No en vano, como buen le hizo notar Flambeau al curita (de forma velada y susurrada), la tal señorita North se llamaba Artemise, es decir, como Diana, la diosa de la caza de romanos y griegos.


Desde que llegara a la mansión, mi buen amigo, M. Hércule Flambeau, el detective gascón, andaba enamorado de aquella mujer elegante, seductora, de mediana estatura, ojos castaños, pelo cobrizo, finas cejas, labios ni muy gruesos ni muy finos, maravilloso cutis y manos delicadas, aunque un poco manchadas de tinta, pues a pesar de que ya existieran las primitivas máquinas de escribir, ella aún conservaba la vieja costumbre de anotarlo todo usando una pluma estilográfica. Lo de la pluma no pasó inadvertido al Padre Brown, mientras que Flambeau estaba embobado contemplando la esbelta figura, las piernas y la grácil y aventurera forma de moverse de la joven periodista del Evening Star, la cual acababa de realizar una nueva llamada de teléfono al redactor jefe de su periódico, el sr. Angus Macallan. 
 
Antes de que vosotros, queridos y amables lectores de este folletín policial sobre el extraño misterio de Woolcott Manor, conozcáis los entresijos de la declaración de la bella (e inexplicablemente soltera) Miss Artemise North, habéis de saber que la prensa del domingo ya llevaba negro sobre blanco todo lo referente al Caso Woolcott, debido a que esa misma tarde la citada señorita North había informado a su editor y al redactor jefe, los cuales guardaron la noticia para el día siguiente con todo el celo que pudieron, pero ya se sabe cómo es el mundillo de la prensa: el menor secreto se filtra de la manera más absurda e insospechada y, por culpa de un cajista algo bocazas y bobalicón que le comentó casi todo a un periodista amigo suyo, aunque de la competencia, la noticia de la muerte de Sir Wilfred, del arresto de Parks y algunos, pero no todos, detalles del drama, salieron en bastantes y muy diversos medios de la prensa londinense. 
 
Una vez se hubo sentado frente a la mesa donde Chase anotaba todo lo más destacado del caso, la señorita North se empolvó la nariz, guardó la polvera y dijo estar a disposición de aquellos tres caballeros. Habló el Inspector:


-Miss North es usted periodista. Me consta que fue usted invitada aquí como cronista de sociedad, ante el evento extraordinario de un duelo simulado entre los señores Woolcott y Parks. Nada que objetar a su presencia, pero, antes de que nos diga nada, he de comentarle que, pese a entender el hecho de que haya llamado usted a sus jefes, le ruego que ciertos detalles muy concretos de este caso no sean revelados...

-¿Cómo cuáles? -inquirió Artemise North, con su delicado tono de voz.

-Oh, le ruego que silencie lo más posible y se limiten ustedes a reseñar tan sólo el triste, desgraciado y trágico hecho de la muerte de Sir Wilfred, con la inexcusable reseña de que se trata, sin duda, de un caso de asesinato, de maquinación criminal, pero ofrezcan los menos detalles posibles. Nada sobre las pistolas semiautomáticas, las balas o su calibre ni aspectos que puedan resultar escabrosos...

-¡Pero si esos son, precisamente, los aspectos que más nos suelen demandar los lectores, querido Inspector! -protestó Miss North, no sin razón, y sin dejar de hacer uso de una elegante y cuidadosa dicción. -¿Pretende usted que sólo presentemos un mero esbozo de los hechos, que no demos ni el menor asomo de información? Se nota que desconoce usted el mundo de la prensa. Deben ustedes pasearse un poco por Fleet Street para ver la clase de gente, gentuza y gentecilla canallesca que habita en las redacciones y tabernas de esa zona.


-Haga como le plazca, señorita North -tronó Chase- pero le advierto muy seriamente de que cualquier distorsión o exceso de datos macabros en lo que su diario publique al respecto de este caso, podría constituir un delito. Dicho queda y vayamos a lo práctico. Le ruego sea lo más sincera posible y nos diga todo lo que sepa. Primero: ¿cuándo conoció usted al Magistrado?

-Le conocí en Ascott, en las carreras de caballos, hace pocos años, cuando era una mera aprendiz de periodista. Estaba allí informando de la vida social, con un compañero de redacción del Star que se encargaba entonces de la información estrictamente deportiva. Sir Wilfred estaba allí con su esposa y su hija. Tomamos el almuerzo y, lo que empezó como un simple encuentro casual, se ha fue convirtiendo en franca y amable relación entre el difunto Magistrado, su familia y yo. Desde entonces, me han invitado a veces a pasar algunos fines de semana en esta mansión, se ha fortalecido esa amistad con el Magistrado y, sobre todo, le debo eterna gratitud porque tuvo a bien ayudarme en muchas ocasiones.

-¿Podría ser más concreta? -intervino el curita Brown, por primera vez. -Me refiero a esas ayudas... ¿En qué se traducían y a qué la obligaban a usted?

Artemise North miró al sacerdote, no sin cierto desprecio, aunque no tardó en responder a su demanda. Dijo la encantadora dama que Sir Wilfred le había ayudado prestándole ciertas sumas de dinero y que esos préstamos no la obligaban a nada deshonroso ni embarazoso. Antes bien, nunca tuvo que devolverle al Magistrado ni un solo penique, lo que a los tres caballeros les pareció un tanto extraño, sabedores de que cualquier acción de ese tipo se realiza esperando una contraprestación. Con todo, la señorita North afirmó que nunca tuvo que ceder a ningún tipo de chantaje, ni favor sexual, ni tampoco se vio en la penosa obligación de tapar informaciones periodísticas comprometedoras o peligrosas para la reputación de Sir Wilfred.


-Me crean o no -concluyó Artemise North-, les aseguro que Sir Wilfred nunca se propasó conmigo. Según los ojos que vean una acción, según juzguen esa acción, parecerá honesta o deshonesta, decente o indecente... Y yo puedo decirles que Sir Wilfred nunca pasó de meros coqueteos conmigo, cosa que entiendo, no por mi belleza o por mi profesión, sino porque un hombre de su edad, estado y posición social con frecuencia suele verse a sí mismo como un conquistador y necesita demostrarse o demostrar a todos que aún puede seducir a una mujer, aunque no pretenda llevarla a su alcoba, ¿no les parece?

Los tres guardaron silencio; Flambeau y Chase suspiraron melancólicamente y tal vez el Padre Brown pensara si Miss North podría haber escrito o no aquel endiablado papel con la palabra “enemiss”, usando la famosa pluma estilográfica.

[CONTINUARÁ...]

miércoles, 22 de junio de 2011

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (7) [Dedicado a CAMINANTE]


DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(7)

A pesar del gesto de contrariedad del Padre Brown, observado por Flambeau y apenas advertido por el Inspector, este prosiguió con el interrogatorio de Redvill, que no cesaba de bizquear, dejando patente que era cierto el hecho de que padecía problemas de visión y que hubiera sido difícil que él fuese el tirador misterioso de la ventana, cosa que sabían además porque él estuvo junto a las damas que asistieron al duelo sentadas junto al árbol donde se alojó aquella segunda bala que ahora iba camino de la Sección de Balística, pues un agente la había recogido a eso de las diez y media de manos del sargento Carruthers. El Inspector revisó sus notas y volvió los ojos hacia Redvill, mirándole fijamente, e insistiendo en el tema de las armas:

-De manera que, a pesar de que usted colecciona armas antiguas, no sabe montarlas ni conoce sus piezas. Bien, pero ¿seguro que sería usted incapaz de cargar una bala en una Mauser C-96? -vociferó el Inspector Chase, que fumaba un cigarrillo tras otro, con lo que ya le iba escaseando el tabaco.


-Lo único que sé -respondió Redvill, sin el menor asomo de afectación o nerviosismo, salvo el bizqueo de sus ojos- y lo único que hago es distinguir unas armas de otras. Conozco su aspecto porque, pese a mi mala visión, guardo muchos catálogos de ellas, por si algún cliente se interesa en la adquisición o alquiler de alguna. Por cierto, Inspector, poseo ahora algunos revólveres Webley Mk-VI en un magnífico estado de conservación que creo les podrían interesar, al módico precio de...

-No se moleste, sr. Redvill -cortó el Inspector Chase, secamente. -En el Yard nos proporcionan toda clase de armamento. Casi le diría que nos sobra y que, a diferencia de coleccionistas como usted, aborrezco la proliferación de armas. Me evitaría trabajo si hubiera menos, o si la gente las usara de forma sensata y no para eliminar a sus semejantes. Pero su conocimiento de las armas me interesa sobremanera, aunque no las sepa montar ni las haya usado nunca. Carruthers nos dice que la segunda bala, la del árbol, a lo que parece, podría haber servido de munición para una Colt 1911, que lleva balas del calibre .45, y esa podría haber sido la pistola que el misterioso desconocido disparó desde la ventana. Presume el sargento, y me fío de su opinión, que la bala extraída del árbol pertenece a ese calibre. ¿Vio usted si Gallagher tenía una Colt-45 o le comentó si la llevaba encima?

Redvill pensó un minuto antes de contestar, como si rumiara las palabras de su respuesta, y luego, con la misma cachaza de siempre, dijo:

-No, no recuerdo haberle visto llevar ningún arma de esa clase, ni de otra, aunque sé que los del Cuerpo de Infantería usan a veces las Webley y otras las Colt, o ambas, indistintamente. Los revólveres Webley son los oficiales del servicio estándar de nuestras Fuerzas Armadas. Se usan aquí, y también en nuestro Imperio y en la Commonwealth desde 1887, si no recuerdo mal. Hay oficiales, y singularmente los de Infantería, que también llevan pistolas Colt, que son magníficas, por cierto, y de las que les puedo ofrecer...


-Veo -cortó suavemente el Padre Brown- que es usted todo un entendido en la materia, lo cual, en efecto, no quiere decir que, pese a conocer tan bien esas armas (artefactos del Diablo, sin duda), sepa usted usarlas o las haya manipulado aquí. Pero prosiga, Inspector, y disculpe mi intromisión... 
 
-Agradecido por su cortesía, Padre Brown -dijo el Inspector, dirigiendo la mirada, sin embargo, hacia Redvill. -Dejemos las armas, por ahora, y mejor volvamos al caso que nos ocupa, ¿les parece? El detective, sr. Flambeau, y el Padre Brown, aquí presentes, me han comentado que, durante el tiempo que todos estuvieron en esa extraña sala de juegos, hubo discusiones entre varias personas: entre Sir Wilfred y el Capitán irlandés que, como usted sabe, ha huido, y otras disputas. He sabido también que el sr. Parks lanzó ciertas insinuaciones sobre usted, a cuento de no sé qué colección de antigüedades. ¿Podría aclararnos ese particular?

Aquí Redvill bizqueaba más que nunca. Se tomó un nuevo respiro, antes de contestar a aquella cuestión. Resopló unos segundos y, al fin, declaró:


-Todo empezó cuando Parks y yo pujamos por una suntuosa y abundante colección, de incalculable valor. Me refiero a la magnífica Colección Craven, que dejó el ya hace años difunto Lord Craven. Esto ocurrió hará unos diez o quince años, ya no lo recuerdo bien. En cualquier caso, no he olvidado que esa lujosa colección, hoy propiedad del Fiscal Parks, contaba con muchos objetos de inestimable valor: cuadros de famosos pintores, joyas y muebles antiguos. Un tesoro de lo más apetitoso para cualquier coleccionista que a veces, por desgracia, cae en manos de ricachones ignorantes e incapaces de valorar esas piezas en su justa medida. La subasta tuvo lugar en la célebre casa Christie's de Londres... Parks se presentó tarde, pero comenzó a pujar alto. Al final, aunque hice un fuerte envite, una cuantiosa suma de casi toda la modesta pero sólida fortuna que poseía entonces, Parks, mucho más adinerado que yo, subió mi oferta y se quedó con la Colección Craven. No ocultaré que eso me disgustó mucho y estuve varias semanas sin hablarme con él, pero luego pasó aquello. Volvimos a vernos y hoy casi le agradezco que subiera la oferta. Yo hubiera gozado de los tesoros de Lord Craven, pero casi me habría arruinado. Sí, caballeros, hubiera tenido que vender muchas antigüedades para compensar aquel enorme desembolso...

Antes de que Redvill siguiera, el Padre Brown recordó ciertas palabras que Parks había dicho en la sala de juegos, y quiso preguntarle por ellas al viejo y ceremonioso anticuario:

-Ahora me han venido a la mente unas palabras que el sr. Arthurs Parks dijo al respecto de todo aquel asunto de la colección y la subasta. Habló de que le había sermoneado a usted varias veces por sus “mezquinas pretensiones” y usó, si la memoria no me falla, esas palabras exactamente. ¿A qué podía referirse con eso de sus “mezquinas pretensiones”?


El sr. Redvill no lograba mirar de frente al Padre Brown, y no sólo porque casi siempre bizqueara, sino por cierto azoramiento suyo:

-Olvidé que Parks me había dicho eso. Vaya, pues fue muy desconsiderado y locuaz, por cierto. Esa pregunta deberían hacérsela al mismo Parks, que...

El Inspector Grandison Chase le interrumpió, diciendo:


-Se la haremos al Fiscal, no lo dude. Está previsto que declare de nuevo, en cuanto repose un poco, porque le hemos visto muy nervioso e impresionado por la muerte de su amigo, el Magistrado. Pero ahora no se escabulla usted, Redvill, y conteste a la pregunta del Padre Brown.

El anticuario no pudo negarse y contestó de forma contundente:

-No tenía pensado revelar lo que ahora voy a decir. Incluso pensaba que ya lo sabrían, tal vez por boca del propio Fiscal Parks, pero me veo obligado a confiarles algo que pudo haber mermado el prestigio de mi firma y de mí mismo, como anticuario reconocido y respetado. Bien, no veo motivo para ocultarlo. ¡Él me acusó en petit comité de vender objetos falsos, de vender antigüedades falsas y querer lucrarme con ello, al poner precio exorbitado a lo que apenas valía nada! ¡Se burlaba de mí, aunque decía que eran buenas imitaciones! Afirmo que todos los objetos que he vendido y vendo poseen certificados de calidad que atestiguan y aseguran la legitimidad y el valor de cada antigüedad. Es al revés de lo que él dice: a veces me veo obligado a desprenderme de cosas por cifras inferiores, porque no les doy salida. Esas eran, me figuro que dirá Parks cuando declare de nuevo, mis “mezquinas pretensiones”: que deseaba hacerme rico con la venta de objetos falsos y de escaso valor. Niego rotundamente que haya vendido nada que no fuese de calidad, realmente antiguo o de legítimo origen. Eso es todo...


-Comprobaremos toda su historia y, por cierto, Redvill, aunque sabemos de su pasada desavenencia con Parks...

-¡Desavenencia ya superada, no lo olvide! -cortó el anticuario.

-¡No me interrumpa! Iba a decirle que, no obstante lo que ha declarado sobre Parks, no sabemos si tenía usted algo contra Sir Wilfred. ¿Este conocía la acusación del Fiscal sobre los objetos antiguos que usted vendía? ¿Hubo algún tipo de enemistad entre usted y Sir Wilfred?

-A la pregunta de si Sir Wilfred conocía las insinuaciones de Parks sobre mis objetos, le diré que no, que Sir Wilfred no sabía nada, aunque una vez tuve que enseñarle varias garantías de que lo que me compraba era original. Y a la segunda pregunta, contesto que tampoco tuve grandes discusiones con el difunto Magistrado. Nuestra relación siempre fue cordial. Fue una relación, más que de proveedor a cliente, de amigo a amigo, y le hice muy buenas ofertas por algunas de las joyas y muebles que pueden ver aquí...


-Otro asunto me inquieta -masculló el Inspector Chase. -¿Por qué le invitó Sir Wilfred a este duelo? 
 
-Bueno, ya le he dicho que nos unía una vieja amistad y...

-¿Sabía usted de antemano que en el duelo se iban a usar las Mauser que le vendió al Magistrado? -Chase no le había dejado terminar y lanzó una fina pregunta con mucha carga de malicia.


-Por supuesto que lo sabía, pero eso no me convierte en sospechoso, creo yo. Tenía ese dato porque me lo confió Sir Wilfred, cuando me mandó una carta, invitándome a asistir. Ya le he dicho que yo tengo varias armas de coleccionista, y entre ellas hay alguna Mauser C-96, pero no dispongo de ningún tipo de bala o munición que les sirva...

-Un instante, no se vaya aún. Ya casi hemos terminado. Al igual que sabía usted que usarían las Mauser, ¿conocía el dato de que sería Parks quien trajera las balas y el tipo de balas que eran?

-Pude hablar de ello con el sr. Parks, unos días antes. Me lo dijo sin que yo se lo pidiera, muy orgulloso porque ya se las había comprado a un conocido mío, el sr. Walter Hook, de la Hook's Armory. No se extrañe, Inspector. Llevo tantos años en esto que conozco a casi todos los merchantes y vendedores de ese mundillo. El sr. Walter Hook es, al igual que yo, de los más viejos en el negocio de la venta de armas y artículos de esa especie...

-Una cosa más antes de concluir su declaración, al menos por ahora: ¿dónde estuvo usted antes de que se celebrara el famoso duelo?


El anticuario sonrió, sin dejar de bizquear, ahuecó la voz y afirmó:

-Nada más dejar la sala de juegos, me fui arriba a echar una siesta. Luego, una media hora o cuarenta minutos después, todo lo más, tras despertarme, asearme y bajar, estuve tomando té con esa periodista, la señorita Artemise North. Hablamos mucho tiempo. Ella podrá confirmarles lo que digo...

-Y, cuando terminaron de tomar ese té, ¿dónde fue usted, Redvill? ¿No iría a la sala de juegos, verdad?


-No, no. Acompañé a la señorita North todo el rato. Cuando acabamos el té, fuimos los dos juntos hacia los jardines para ver el duelo porque ya eran casi las seis... Antes de salir al exterior, observé que mis amigos Woolcott y Parks ya estaban en la sala de juegos, preparando las armas, así que no pude meterme allí a manipular nada, si eso es lo que insinúa, Inspector.

Chase dio por finalizado el interrogatorio del sr. Henry J. Redvill y le dejó que se marchara por donde había venido. Entonces el Inspector y Flambeau se fijaron en la carita del buen Padre Brown, que mostraba cierto aire de decepción y de derrota. Nada dijeron ni uno ni otro pero tuvieron la certeza de que las últimas palabras de Redvill le habían afectado en parte. De ellas se deducía que tenía una coartada para la hora en que sospechaban que se había producido el cambio de balas. Con todo, el curita se sobrepuso y, tan aparentemente distraído como siempre, sugirió si no sería bueno que ahora volviera a declarar Parks:
-Lo había pensado -secundó el Inspector Chase. -Antes de que llamemos a Miss Artemise North y a las otras dos damas intervinientes en la tragedia de hoy, debemos completar lo ya conocido con una nueva declaración de Parks.

Cuando Chase estaba a punto de pedirle a Flambeau que llamase de nuevo al Fiscal, pues el Sargento Carruthers seguía con la rutina de sus informes y con la vigilancia de los moradores de la casa, al Padre Brown se le iluminó el rostro y se le ocurrió que habían descuidado un detalle: el extraño papel con la palabra “enemiss”, que había sido mencionado por el muerto antes de expirar. El Inspector estuvo de acuerdo en que ya era hora de buscarlo. El detective francés, animoso y jovial como era su costumbre, propuso ir a buscarlo él mismo y sostuvo que lo más probable es que estuviera en la sala de juegos. Aunque todo eso le pareció muy bien al Inspector Chase, al final le encomendó a Flambeau la tarea de llamar al Fiscal Parks y que el asunto de buscar el papelito se lo encomendase a ese jovencito que habían visto al llegar, al mozo para todo, ese tal Barrett.


Al cabo de unos pocos minutos, y mientras Flambeau iba en busca de Parks, apareció en el umbral de la puerta la cara inocente y pecosa del mozo Barrett, cuyo cabello pelirrojo y sonrisa bonachona inundaron la estancia de alegría y candidez:

-“Discurpe, Inspestor”. “M'ha” dicho er gigantón que venga “p'aquí” -dijo el joven Barrett, mostrando unos dientes caballunos y algo verdosos.

-¡Muy bien, mozalbete! Ah, y al gigantón has de llamarle sr. Flambeau, que es su nombre. Haznos el favor. Buscamos un diminuto papel que lleva escrita la palabra “enemiss”. Mira bien en la sala de juegos, en las mesas, por todas partes. No sabemos dónde está. Mira pero no toques demasiado ninguno de los objetos. Presta especial atención a un estuche para pistolas, que verás vacío, y a una cajita pequeña, vacía también, preparada para contener dos balas. Podría estar en esos dos sitios. Si no lo encuentras, ven igualmente. ¡Corre, jovencito! Si logras hallar el papel, estas tres Guineas serán para ti...


El mozo Barrett apenas vio que el Inspector le enseñaba las tres relucientes monedas, equivalentes cada una a 21 chelines, puesto que ya había salido corriendo como una exhalación camino de la sala de juegos. Casi tropezó con Flambeau y el Fiscal Parks, los cuales entraron de nuevo. Se acomodó el Fiscal, más calmado que antes, en una butaca y, sin más ceremonia o preámbulo, el Inspector volvió a asediarle con nuevas cuestiones. En efecto, a Parks ya no se le veía tan tenso como en el primer interrogatorio, aunque conservaba cierto envaramiento y en su forma de hablar aún se apreciaban balbuceos, tal vez fruto de las vacilaciones a las que a veces nos somete nuestra frágil memoria. El Inspector comenzó:

-¿Adónde fue cuando Sir Wilfred y usted acabaron de enseñar las armas del duelo? El Padre Brown sostiene que les vio salir juntos hacia los jardines, ¿es cierto? -dijo el Inspector, a lo que Parks asintió sin hablar. Entonces Chase le preguntó:

-¿De verdad espera usted que creamos que durante esas casi tres horas estuvieron paseando por los jardines los dos juntos o fue usted solo a alguna otra parte?

-De ningún modo. Si hubiéramos paseado juntos ese largo rato -contestó el Fiscal Parks, con un asomo de mueca burlona en sus labios-, ¿no cree que habría sido una caminata demasiado larga? No, Inspector Chase. Mientras ultimábamos los detalles del duelo, anduvimos por el jardín. Eso duró unos veinte o treinta minutos. Luego regresamos a la casa, aunque no puedo decirle con exactitud a qué hora. Tal vez fueran las cuatro menos diez, no lo recuerdo. A las cinco subí a mi habitación y estuve allí cosa de una hora o más, tratando de relajar mis nervios. Lo del duelo me tenía muy nervioso y excitado. Creo que no volví a bajar hasta eso de las cinco y media, porque se nos echaba la hora encima, y había que preparar las armas, cargarlas (y ciertamente, no es fácil hacerlo) y disponerlo todo. Bajé, vi a Sir Wilfred en el salón tomando café y departiendo alegremente con su esposa. Se le veía tan feliz y tan lleno de vida, a pesar de la edad...

-¿Así que hay una hora, o más, en la que no estuvo usted con nadie ni nadie puede probar que le viera en su cuarto? -Interrogó el Inspector, a lo que Parks no pudo más que asentir, viéndose ya en un futuro y tortuoso juicio por todo lo sucedido en aquel desgraciado suceso. -Todo esto le deja a usted sin coartada, en una posición muy comprometida. Se han encontrado sus huellas en los cartuchos de bala. Solamente las suyas, así que no parece que nadie más que usted las haya tocado, a no ser que usara guantes. Eso unido al hecho que acabamos de conocer sobre sus movimientos antes de la hora del duelo, le colocan como principal sospechoso en esta maquinación. Pero no se inquiete, que tiene en nuestro amigo, el Padre Brown, un buen Ángel de la Guarda. Permita unas preguntas más: ¿Cómo eran sus relaciones con Redvill? ¿Es cierto eso de que usted le acusó de vender antigüedades falsas, haciéndolas pasar por originales?


-Es verdad que le acusé de vender objetos falsificados, pero el viejo me demostró que yo estaba equivocado. Al menos, me enseñó certificados de autenticidad que refutaban mi acusación. Siempre me ha quedado la duda de si esos certificados no podrían ser también una falsedad más. En cuanto a mis relaciones con Redvill, les diré que se enfadó mucho conmigo a cuenta de la subasta en la que adquirí la fastuosa Colección Craven. Estuvo mucho tiempo sin hablarme. En fin, tal vez me haya burlado varias veces de ese pobre carcamal y de su avariciosa y mezquina forma de comportarse, pero ya no tengo nada que reprocharle, igual que espero que nada me reproche él ni guarde resquemores contra mí. 
 
El Padre Brown vio cómo Parks cruzaba las piernas y volvió a fijarse en que llevaba un calcetín de un color (marrón oscuro) y otro distinto (amarillo). En ese momento, recordó que ya había visto al Fiscal con dos calcetines de colores diferentes, lo que le llevó a pensar, según me reveló, de esta forma: “Una vez puede ser por distracción, pero ¡dos! Eso debe atribuirse a otra cosa, por más que parezca ser hombre distraído. Tiene que haber otra razón que explique esa curiosa y atrabiliaria mezcla de colores en un hombre que, por lo demás, va tan pulcra y cuidadosamente vestido...” Y fue en aquel entonces cuando el Padre Brown, interrumpiendo la encuesta, dijo:

-Sr. Parks, permítame hacerle una pregunta un tanto personal. -El Fiscal asintió con la cabeza, dándole permiso al Padre Brown para que expresara su inquietud: -Es la segunda vez que le veo llevar dos calcetines de distinto color, y eso ha excitado mi curiosidad sobre si no será usted daltónico...


Parks desarrugó por una vez su sempiterno ceño fruncido, abrió mucho los ojos, se alzó un poco las perneras de los pantalones de fina lana y emitió un leve suspiro, que entonces no supieron si era de sorpresa o de admiración ante la sagacidad del Padre Brown. Flambeau y el Inspector Chase estaban con la boca abierta, porque ni uno ni otro se habían percatado del detalle. Al poco, el Fiscal Parks habló de esta manera:

-¡Lo ha descubierto usted! En efecto, padezco cierto tipo de daltonismo, no muy severo (al menos distingo algún color, ya que me han dicho que ciertos daltónicos sólo ven en blanco y negro), pero que hace que me confunda con algunos colores: el verde, el rojo, el marrón... Con los trajes no tengo el menor problema, porque cada pieza del traje la guardo siempre junta, pero sí me equivoco casi siempre con los calcetines. 
 
-Oiga, Parks -intervino el Inspector Chase-, eso puede ser relevante para el episodio de las balas. ¿Sir Wilfred o alguien de aquí sabía lo del daltonismo y, respecto a reconocer y distinguir las balas reales de las de fogueo o para poder disparar con puntería, ese defecto visual le afectaba a usted o no?


-Verá, Inspector, yo guardaba muy celosamente esa afección, es decir, que nadie de los presentes sabía lo de mi daltonismo. Por otra parte, acabo de decirles que el mío es un daltonismo poco acusado y para nada me impide diferenciar objetos como balas, que suelen ser de colores claros, metálicos o plateados, ni tampoco me impide ser un tirador mediano, aunque no tan bueno como el Capitán Gallagher, por supuesto.

-Yendo a esos disparos y, sabido lo de su defecto visual -habló Flambeau por primera vez-, me gustaría que aclarase algo. Como saben todos, conozco y admiro el ritual de los duelos y usted también, me consta. Por ello sabrá, al igual que lo sé yo, que en ese tipo de retos con arma de fuego, puede muy bien dispararse al aire, en señal de reconocimiento de una falta o culpa, o también como ventaja al adversario. Ya que el daltonismo no impedía que usted distinguiera a esa hora y con esa luz la figura del difunto Magistrado y ya que no era más que una competición donde lo único que se sustanciaba era la rapidez de cada tirador, ¿por qué disparó usted directamente contra el cuerpo de Woolcott y no tiró usted con su pistola al aire? Eso es algo que no puedo entender...

-Ahora que lo comenta, Monsieur Flambeau -comenzó Parks, en tono triste y quejumbroso-, les diré que eso es precisamente lo que me ha atormentado desde esta tarde. Yo bien pudiera haber disparado al aire, o haber esperado a que fuera mi amigo quien lo hiciera. Le vi como paralizado, sorprendido muy probablemente por la figura que vio salir de la ventana, no sé. En ese instante no pensé nada: reaccioné disparando contra él porque creía que las armas estaban cargadas con balas de fogueo. ¡Juro por lo más sagrado que no le hubiera disparado al cuerpo de saber que nuestras armas contenían cartuchos de verdad! Tienen que creerme... Ese disparo es lo que prueba, en realidad, que yo confiaba en estar participando en un mero juego. ¿De verdad creen que un hombre como yo sería capaz de asesinar a alguien de esa forma, ante testigos y con toda sangre fría?


Y tras decir esas palabras, Parks bajó el mentón contra su pecho y se hundió a tal punto en su ánimo, desplomándose al suelo, y los otros temieron que se hubiera desmayado. Fue sólo un vahído. El Inspector no quiso continuar con el interrogatorio, aunque aún le bullían en el cerebro más preguntas que le hubiera gustado formularle a Parks. Con todo, una vez que Parks recobró el dominio de sí mismo, le lanzó estos argumentos:

-Señor Parks, a pesar de su testimonio, a pesar del hecho de su daltonismo, que en nada impide que hubiera usted premeditado todo el crimen, a pesar de su teatral desmayo de ahora, me veo en la obligación de dictar contra usted una orden de arresto, o si quiere, para evitarnos el engorroso trámite de la detención más severa, queda usted confinado en sus habitaciones hasta nueva orden y bajo custodia policial. No podrá salir de ellas, salvo para comer o asearse. El sargento Carruthers se encargará de vigilarle ante la puerta de su dormitorio. Vaya usted con él sin rechistar lo más mínimo y, mientras se aclara todo (no es usted el único sospechoso, también tenemos de habérnoslas con ese Gallagher y alguna persona más), permanezca en su cuarto, hasta que le indiquemos otra cosa. Por favor...

Parks se levantó en el más absoluto silencio, sorprendido porque, desde su punto de vista, era tan inocente como un pajarillo del campo, pero en ningún momento protestó, consciente de que eso podría empeorar su ya precaria situación. Salió del salón, casi cruzándose con el joven Barrett, que regresaba de la sala de juegos, alborozado y con los mofletes henchidos de alegría y rubor. Sin anunciarse ni pedir permiso para entrar, se acercó a la mesa del Inspector, depositó en ella un papel muy pequeño y exclamó:

-¡Mis tres Guineas, “señó Inspestor”! Aquí les dejo er papelito ese de “messis”...


En efecto, parecía el papel al que el difunto Magistrado se había referido antes de morir. En él podía leerse, escrita en burdos caracteres, casi como si de un garabato juvenil se tratara, esta palabra: “enemiss”. El Inspector le dio al mozo Barrett sus tres Guineas pero, antes de que se marchara, dijo:

-Espero que tú no tengas nada que ver con esto ni sea una broma tuya. Por cierto, ¿dónde lo has encontrado?

-En “er estushe” de las armas, como “usté m'había disho”...


El mozo se marchó, radiante de felicidad y exhibiendo sus tres monedas sin dejar de enseñar sus dientes caballunos. El Inspector, una vez más, comentó que tal vez fue una torpeza suya decirle a Barrett la palabra que llevaba escrita el papel, ya que ahora recelaba que, con tal de llevarse el premio de las Guineas, el jovencito hubiera podido improvisar un duplicado. Menos mal que el Padre Brown demostraría también en ese aspecto tangencial, la correcta y adecuada conducta de otra persona inocente.

[CONTINUARÁ...]

lunes, 20 de junio de 2011

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (6) [Dedicado a CAMINANTE]

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(6)

Flambeau dejó al Inspector Chase y a su amigo el curita conversando, en tanto que él se adentraba en los largos y oscuros pasillos de Woolcott Manor en busca del sargento Carruthers y del Juez Thorpe. Vio a Carruthers al poco rato. Acababa el buen oficial de policía de tomarle las huellas a todo aquel que se hallaba en la planta baja, incluido el propio Juez, más sordo y despistado que nunca. Ya sólo le faltaba por examinar las dos Mauser C-96, puesto que del arma que aquella mano misteriosa disparó desde la ventana no se sabía nada, había desaparecido, puesto que, como era lógico por otra parte, el autor de ese disparo se la llevó consigo. Carruthers iba a ponerse enseguida a la tarea de examinar las Mauser, para ver si había en ellas alguna impresión digital y, caso de haberla, si coincidía con las huellas de alguno de los invitados.

Precisamente fue Carruthers quien comunicó a Flambeau que aún no había novedad sobre el Capitán Gallagher. A eso de las nueve de la noche llegó la ambulancia y el coche del juzgado que iban a llevarse los restos mortales del Magistrado Sir Wilfred Woolcott. Flambeau les indicó la dirección de los jardines, donde estaban ya dos médicos: el Dr. Tanner y el médico rural del pueblecito más cercano, que apenas ha hecho aparición en esta historia pero que, en honor a la verdad, diremos que se llamaba William Beck y que era un competente médico de la localidad vecina.


Ambos, Tanner y Beck, certificaron la muerte de Sir Wilfred, recibieron a los enfermeros y auxiliaron al Juez de guardia que iba a levantar el cadáver. Antes de marcharse, el Dr. Tanner asomó la cabeza por la puerta de la sala donde vociferaba el Inspector Chase y dijo:

-Inspector, vamos a traslador los restos mortales de Sir Wilfred a la Morgue. Estaré allí si me necesita. Esta noche le daré por teléfono un informe preliminar...

El sargento Carruthers se unió al Dr. Tanner y casi se empujaron el uno al otro ante la puerta, dando lugar a un cómico dúo, los dos en busca de la atención de Grandison Chase, su superior:

-¡...Inspector Chase -gritó Carruthers, presa del nerviosismo-, en las armas sólo están las huellas de Sir Wilfred y de Parks, y en las balas únicamente las huellas de...! ¡Las huellas de Parks! Como llevaban guantes en el duelo, es obvio deducir que las impresiones de las armas se hicieron en el momento en que todos las vieron en el salón de juegos. Las huellas en las balas no dejan lugar a dudas... ¡son las de Parks! Y dado que no hay otras, cabe pensar que las dejó justo antes de iniciarse el duelo, cuando cargó los cartuchos en las armas. Si alguien las manipuló (y lo dudo, por su complejo mecanismo de carga), debió usar guantes...


El Inspector dio las gracias a sus dos colaboradores. Despidió a Tanner, el cual se marchó con la ambulancia, el Juez y el otro médico, el cual dejó en la casa algunos calmantes para las señoras, tan afectadas por la tragedia. Al poco, una sirena de sonido fúnebre y chillón proclamó por todo el contorno que el célebre “León de la Magistratura”, Sir Wilfred Woolcott, realizaba su postrer viaje, camino de la Morgue. En cambio, Grandison Chase pidió al sargento Carruthers que volviera a vigilar a los invitados y que, cuando viera todo despejado, tratase de ir al árbol que les había enseñado el Padre Brown antes y procurara extraer de él la bala disparada por la otra arma, poniendo mucho cuidado en no dañarla o deteriorarla.

El Dr. Tanner realizó esa misma noche la autopsia, la cual determinó que el disparo del arma de Parks le había entrado en el pecho, muy cerca del corazón, dejándole al herido tan sólo unos minutos de vida, los justos para que pudiera susurrar sus últimas palabras sobre aquel papel extraño y aquella aún más extraña palabra de “enemiss”.

En efecto, a las once de aquella noche, Tanner comunicó por teléfono al Inspector Grandison Chase su informe preliminar pero aún debieron esperar al día siguiente para tener los resultados de las vísceras del pobre jurista. Parece ser, y eso no llegó a publicarlo la prensa, que en ellas, además de la comida y el alcohol, no se encontró droga alguna que pudiera haber usado alguien para hacer que Sir Wilfred estuviera más torpe o fuera más lento al efectuar su tiro en el duelo, disparo que no se produjo.


Pero antes de que ocurriera todo eso, Flambeau condujo al sargento y al Juez Óliver Thorpe ante la presencia del Inspector y del sacerdote. Estos dos discutían a cuenta del interrogatorio a Parks. Chase insistía en sus dudas acerca del Fiscal, mientras Brown le defendía:

-¿Lo ha oído usted? ¡En las balas sólo se han encontrado las huellas de Parks! Es nuestro hombre, sin duda. Y usted casi no me ha dejado interrogarle... ¿Acaso le está usted protegiendo?

-...Aunque fuera por mi culpa que usted no pudiese terminar de interrogar al Fiscal -decía Brown, en tono suave y discreto- eso no le da derecho a decir que estoy protegiendo al principal sospechoso del crimen. No niego que sea sospechoso pero él no lo hizo...

-Usted me pidió permiso para que el Fiscal fuera a descansar y yo se lo di, pero se me quedaron muchas preguntas en el tintero. Por ejemplo, ¿qué hizo Parks entre la sobremesa y el comienzo del duelo, dónde estuvo, tiene coartada o no? -vociferó el Inspector Chase, más enfadado que nunca.


-Le repito que el propio Parks le enseñó a Sir Wilfred y a todos nosotros esas dos balas de fogueo. Eran como dos cartuchos normales pero, según creo, no llevan bala, es decir, estaban vacíos... O eso creímos todos.

-¡Dice usted bien! -bramó Chase- ¡Eso creyeron todos, eso fue lo que Parks quería que creyeran todos!

El Padre Brown continuó con sus razonamientos:

-Las huellas en los cartuchos supuestamente de fogueo confirman que Parks colocó las balas en las Mauser C-96 y, en ese sentido, nadie puede negar que es el máximo sospechoso, pero aquí ha habido alguien muy astuto, alguien sibilino que ha movido los hilos entre bastidores para que nadie advirtiera su presencia. En fin, amigo Chase, no se inquiete: luego tendrá ocasión de preguntarle a Parks dónde estuvo en el lapso de tiempo que medió entre la sobremesa, cuando Sir Wilfred nos mostró las armas semiautomáticas y hubo varias discusiones, y el momento en que llegaron de nuevo al salón de juegos para cargarlas. Por cierto que, respecto a lo que hizo el Fiscal entre una cosa y otra, ya le he dicho antes, querido Inspector, que me parece haber visto a Parks y a Woolcott dando un paseo por los jardines. ¿Eso le valdría como coartada o no?


-¡No me vale, amigo Brown! Parks pudo cambiarlas antes, no lo olvide... O poner otros cartuchos distintos a los que había enseñado, ¿no cree? Y los cartuchos no debían estar vacíos, aunque fueran de fogueo. Llevaría una munición simulada. Tendrían dentro el fulminante y la bala, en sí. Pero ese es un extremo que nos confirmará la Sección de Balística. De momento, habrá que entender que eran dos balas, con sus cartuchos normales y para mí Parks debió cambiar los de fogueo que les había mostrado a ustedes antes por otras balas auténticas, muy semejantes, por no decir idénticas, a las primeras. Ahí estuvo su genialidad, así que ahora que no se haga pasar por inocente, ni usted le crea en su falsedad y simulación, mi querido y cándido Padre Brown.

En ese momento, Flambeau, Carruthers, de nuevo, y el Juez Thorpe se vieron en la penosa obligación de interrumpir aquellas disquisiciones, pues se hacía tarde y Carter no dejaba de aparecer por el salón y, de cuando en cuando, asomaba la cabeza por la puerta para recordar a los caballeros que la cena estaría lista en cualquier instante, pero que le avisaran, por favor, que debía preparar la mesa, etc.

-¿Otra vez usted, Carruthers? Por fin me libro de este persistente clérigo -y eso lo dijo el Inspector en tono humorístico y para nada desdeñoso.


-Señor Inspector, aquí está el Juez Thorpe -habló Carruthers, con su voz de novato. -He de informarle de que aún no hay noticias del huido, el Capitán Gallagher. Por mi parte, he ido de nuevo a los jardines y he extraído la bala del otro disparo. Contando con su permiso, he dispuesto que alguien venga a recogerla para que la analice la Sección de Balística. No podría asegurarlo pero creo que el cartucho, aunque abollado, es un calibre .45 ACP, el que se usaría para una Colt 1911. Tal vez alguno de los invitados o, en la colección del propio Sir Wilfred, hubiera una pistola de esa clase. Seguiré esperando a que vengan a recoger esa bala, Inspector. Si usted no ordena nada más...

-Bien, Carruthers. -interrumpió Chase, fumando otro cigarrillo. -Vuelva a su puesto y no deje que nadie salga de la casa sin mi permiso, ¿entendido?

Carruthers asintió obedientemente y desapareció por donde habían entrado. Flambeau ofreció al anciano Juez una silla frente a la mesa del Inspector y comenzó al interrogatorio, del cual sólo recogeremos aquí lo más relevante para el caso, dado que el pobre y viejo Juez casi no se enteró de la mitad de lo que le preguntaban, tal sordera sufría...

-Juez Thorpe, usted era el padrino de Parks, ¿no? ¿Cuándo le ofreció serlo?


-¿Parks? No, hace un buen rato que no le he visto... -la voz del Juez sonaba como salida de una sima. Una voz rasposa y aflautada, aunque conservaba cierto aire de autoridad. El Inspector volvió a repetirle la pregunta. A la tercera, el Juez le entendió:

-¡Ah, sí! Pues hará unos diez o quince días que el Fiscal Parks me propuso para ser su padrino en el duelo. Accedí encantado, aunque vista la desgracia me temo que hubiera estado mejor pescando en mi casita de Bristol.

-¿Vio algo sospechoso durante el duelo? -inquirió el Inspector, pensando para sus adentros que no podía preguntarle si oyó algo sospechoso porque apenas si podía oír lo que le estaban diciendo.


-No vi nada. Bueno, me fijé en la forma de caer de Sir Wilfred y en que al tiempo alguien se movió en el lugar donde estaban las damas contemplando todo el desafío. Me han dicho que hubo dos disparos, y que uno de ellos vino de la casa. ¿Quién querría hacerle daño al pobre Sir Wilfred? ¿Contra quién dispararon desde la casa? Carter dice que ustedes piensan que el autor de ese disparo fue Gallagher... ¡Si cojo a ese pirata, lo meto entre rejas!

-¡Carter se precipita, aunque todo parece apuntar en esa dirección! Y no se preocupe por Gallagher, señor Juez. Lo detendremos nosotros, si es que tiene algo que ver con este asunto -bramó Chase. -Usted estuvo en el salón de juegos cuando Sir Wilfred enseñó las armas, y Parks mostró a todos las balas de fogueo. Me dicen que luego, cuando abandonaron el salón, usted se quedó allí dormido hasta que más tarde, antes de celebrarse el duelo, fueron Woolcott y Parks a recoger las armas, cargarlas y demás. Entre un hecho y otro, ¿estuvo usted todo el tiempo durmiendo o despertó y vio algo sospechoso? En suma, ¿vio si alguien manipulaba las armas o las balas?

El Juez puso esa cara idiotizada del que no comprende nada de lo que le dicen, acercó su oído a la mesa del Inspector y dijo, carraspeando:


-¿Podría repetirme la pregunta? No le he entendido nada...

Flambeau no dejaba de sonreír y hasta de reír en todo lo que duró aquella escena de la declaración del Juez. El Padre Brown se levantó de nuevo, se acercó al Juez y le repitió al oído la misma pregunta que Grandison Chase le había hecho antes. El Juez lo comprendió esta vez. Se acarició el mentón, cerró los ojos, chasqueó la lengua y en con su aflautada vocecilla dijo:

-¡Ah, oh, sí, es cierto...! Me quedé dormido, sí... ¡Peste de alcohol, eh! Ya no aguanta uno lo mismo que cuando joven... Eh, pues no, señor Inspector, no vi nada. Disfruté de un plácido sueño, del que desperté cuando llegaron mis dos colegas del foro. Si hubiera estado despierto, ahora sabría quién es el responsable del crimen, ¿verdad?

-Probablemente -arguyó el Inspector, a quien se le llevaban los demonios, del enfado que tenía. -O puede que fuera usted quien se hiciera el dormido. Sí, puede que usted, que conocía de antemano los detalles del reto, llevara dos balas idénticas a las que Parks había mostrado. En ausencia de todos, las cambió, volvió a fingirse dormido y...


Thorpe no comprendía nada de lo que Grandison Chase había dicho y eso tal vez le salvara de ser amonestado por ofender la autoridad de un Juez tan notable como él, aunque fuera entonces tan notablemente sordo y dado a los licores y la somnolencia. El Padre Brown, contrariado por la manía de Chase de ver sospechosos por todas partes, le reconvino así:

-Aunque Parks tuviera motivos para asesinar a Woolcott, no creo que el Juez tenga el más leve asomo de móvil en este caso. Es una desgracia que no nos sirva como testigo, Inspector, pero ¿por qué acharcarle que él manipulara las armas? Fue una broma suya, ¿verdad?

El Inspector enarcó las cejas, dándose por vencido. El Juez, era evidente, no tenía móvil conocido que le hubiera empujado a llevar a cabo un plan tan siniestro como aquel. Chase se lamentó de que un hombre como Thorpe no les sirviera de testigo ocular, maldijo su mala suerte y la fortuna del autor del crimen, al que todo parecía sonreírle, al menos de momento.


Salió el honorable Juez Thorpe trastabillándose contra las sillas y muebles del salón. Flambeau sonreía como un colegial que acaba de asistir a una obra de teatro y nunca olvidó que aquel fue el interrogatorio más divertido que había visto en su vida. Un poco más tarde, volvió a asomarse por allí Carter, el mayordomo, diciendo que algunos invitados iban a tomar un leve refrigerio e invitando al Inspector y sus acompañantes al mismo. Grandison Chase accedió a interrumpir momentáneamente la sesión de declaraciones y acompañó al mayordomo, mientras era seguido por el pequeño curita inglés y el corpulento detective francés.

A eso de las diez, recuperadas las fuerzas, los interrogadores volvieron a su tarea de recopilar datos, constantes en su búsqueda de la verdad, como tres jinetes infatigables en pos de la esquiva causa que motivó todo aquel misterio de fin de semana. Al poco, el señor Henry John Redvill, el veterano anticuario amigo de Sir Wilfred y de Parks, fue llamado a declarar. Entró en la estancia con la parsimonia que en él era acostumbrada, con andar lento y la misma mirada bizqueante y nerviosa. Se sentó, aclaró su voz y se dispuso a recibir las andanadas del Inspector Chase, que dudaba de todo y de todos. Incluso el curita Brown le hubiera parecido sospechoso de no ser porque sabía a ciencia cierta que no habría matado ni a una mosca.

-Señor Redvill, es usted anticuario, ¿verdad?
Redvill asintió, sin dejar de bizquear mientras emitía un leve gruñido.


-Me informan de que era usted amigo de los señores Woolcott y Parks, que les vendía colecciones de arte, de armas y demás antiguallas. Dicen que fue usted quien suministró al Magistrado las dos Mauser con que se efectuó la absurda competición de esta tarde. ¿Todo eso es cierto?

-¡Muy cierto, sr. Chase! -subrayó aquel hombre extraño, con piel tan rugosa como la de una tortuga. -Lamento haber sido quien le vendiera a Woolcott las Mauser C-96 pero espero que eso no sea un crimen en sí mismo. Hace más de treinta años que me dedico al negocio de las “antiguallas”, como dice usted, con tanta sorna. Y hace veinte o más que conocía al sr. Woolcott y al sr. Parks, aunque cuando trabé amistad con ellos ni uno era Magistrado ni el otro Fiscal. También, como ellos, soy amante de las antigüedades, de las colecciones de objetos vetustos y valiosos, hechos a la vieja usanza. Fui yo quien le vendió al pobre Woolcott esas dos armas infernales, sí, pero yo mismo no sabría usarlas. Por si no lo sabe, sufro de problemas de visión y no pude cumplir con mi patria: no realicé el servicio militar. En suma, nunca he disparado un arma y, pese a que guardo en mi tienda muchas de ellas, sería incapaz de utilizarlas. Ni siquiera conozco sus partes ni sé cómo se montan. Sólo las colecciono, las admiro y me deleito con ellas, nada más.

El Inspector, el cual iba apuntando en una libreta todas las declaraciones de cada uno de los invitados, anotó los datos que Redvill, el anticuario, había compartido con ellos. El curita puso cara de contrariedad, tal vez porque, como luego él mismo me confesó, las declaraciones del Juez, del anticuario y de otros, que en apariencia les iban exculpando como responsables del crimen, irremisiblemente iban acercando al Fiscal Parks, poco a poco, al nudo de la horca.


Flambeau notó aquella cara de preocupación en su amigo y, como días más tarde me refirió también, pensó en aquel momento si su amigo el curita no se habría obstinado demasiado en la defensa del Fiscal Parks, cegado en su inocencia y tal vez empeñado en demostrarla, contra toda evidencia. Pues a ojos del Inspector y de Flambeau, en aquel momento consideraban a Parks como el presunto autor del crimen.

Muchos indicios apuntaban a ello (las huellas habían sido el último dardo en la diana) y, aunque luego hubieron de modificar sus opiniones, tanto al Inspector como a él se les fue formando en sus mentes la imagen de un Fiscal astuto y perverso, un ser capaz de mentir y de preparar aquella farsa con tal de cumplir su pérfida venganza. Luego continuarían el interrogatorio a Redvill, que seguía bizqueando. A Flambeau le dejó muy impresionado la cara de abatimiento del Padre Brown ante aquel montón de pistas e indicios que se iban acumulando contra Parks y se clavaban en su cerebro como los clavos que cierran la madera de un ataúd.

[CONTINUARÁ...]