martes, 7 de junio de 2011

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (2) [Dedicado a CAMINANTE]

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(2)

No fue hasta el jueves de esa misma semana de febrero que el Padre Brown tuvo noticias de su amigo el detective gascón. Mientras el sacerdote se afanaba en la lectura de un libro con vidas de santos, el buen Flambeau apareció de nuevo en el despacho de la iglesia de Camberwell. Entró más radiante y gallardo que nunca, brillantes los ojos bajo un sombrero de fieltro azul. Saludó efusivamente a su compañero de aventuras, se atusó el artístico bigotito y, tras aclararse la garganta, declaró:
-¡Acabo de recibir una nueva carta de Sir Wilfred! No sólo está de acuerdo en que vaya usted también a su finca, sino que arde en deseos de conocerle puesto que ha oído contar muchas anécdotas acerca de su sagacidad en la resolución de misterios criminales.


El Padre Brown aparentaba estar tan distraído como siempre, con sus ojos grises perdidos en el infinito. A Flambeau siempre le había extrañado que un hombre tan agudo, tan perspicaz y tan avispado para solucionar los más intrincados enigmas tuviera casi siempre aquella expresión alelada, aquel gesto embobado y simplón. Pero sabía que, bajo aquella apariencia de falsa estolidez, se ocultaba un poderoso cerebro y un corazón tan grande como generoso y muy experimentado en el conocimiento del alma humana. Eran ya muchas las veces que le había visto mostrar esa cara de eterno distraído pero siempre llegaba un punto en que, ante el misterio insoluble, los ojos del Padre Brown se iluminaban, señal de que acababa de dar con la clave del suceso. Y era entonces cuando más se asombraba Flambeau, por la súbita metamorfosis en el rostro de su amigo.
Tras un leve silencio de unos pocos segundos, el cura dijo:
-Muy amable de su parte. También yo estoy deseando conocer a Sir Wilfred. Y al Fiscal Parks. Me figuro, querido Flambeau, que no serán los únicos invitados...


-En efecto -corroboró el titán francés-, tiene usted razón. Como es lógico, a la fiesta de reconciliación entre el Magistrado y el Fiscal asistirán otras personas pero, como ya sabe, yo sólo conozco personalmente a la esposa de Woolcott, Eleanore, a la hija de ambos, la señorita Miss Louise Woolcott, y a los miembros del servicio doméstico, en especial a Carter, el mayordomo principal de la familia, el cual me ayudó mucho cuando recuperé el anillo de esmeraldas de la señora Eleanore. Se me ha confirmado la asistencia del Juez Thorpe, el padrino de Parks en el duelo, y de algunas otras personas a las que, por desgracia, no conozco. 
 
-¿Aún recela de ese “falso duelo” entre su amigo y el señor Parks? -preguntó el Padre Brown, con tono serio y casi susurrando las palabras.

-Bien sabe usted que no suelo hacer caso de malos augurios pero, en cierta medida, aún me atosiga una extraña sensación que oscila entre la fatalidad de un trágico destino y el deseo de que todo discurra en paz y armonía.

Brown quiso serenar a su amigo y le convidó a una copita de brandy, bebida a la que ambos eran muy aficionados. Tras unos instantes, ambos dejaron que su imaginación poblara sus almas de un moderado optimismo y ya no volvieron a manifestar sus temores. Al poco Flambeau se levantó con mucha parsimonia y, antes de irse, le dijo al cura:


-Et bien, Mon Père, en la carta de hoy el Magistrado nos invita a usted y a mí a la mansión de Woolcott Manor, el Señorío de su familia. Iremos en mi coche, no se preocupe. Lo único que nos pide es que procuremos llegar hacia el mediodía del sábado. Tras la comida, ya por la tarde y antes de que se oculte la luz del sol, tendrá lugar el duelo entre Woolcott y Parks.

-Le veo disfrutando como un niño, y eso que el juego del duelo aún no ha empezado -comentó el cura, con sus grises ojillos rusueños.

-Sí, mon cher ami, ya conoce usted mi debilidad por los duelos en el campo del honor, por los combates y cualquier batalla en pro de una causa, por muy perdida o romántica que sea. Naturalmente, espero que usted asista tanto al duelo como a la fiesta de la noche. Para que no deje desatendidas sus ocupaciones durante mucho tiempo, volveremos el domingo por la tarde. ¿Le parece bien?


El Padre Brown asintió con la cabeza, afirmando estar de acuerdo en todo con su gigantesco amigo y salió a despedirle a la puerta del despacho. Vio cómo se alejaba la imponente figura de Flambeau, mientras él rumiaba sus asuntos, con aquel rostro ensimismado que tanto desconcertaba al gascón y a cuantos le habían conocido alguna vez. 
 
Llegó la mañana del sábado. Lloviznaba ligeramente en la ciudad. Flambeau fue hasta Camberwell a buscar al cura, el cual iba pertrechado con su famoso paraguas de extraño puño, una maletita con lo más necesario y un libro de horas.
El detective francés se quejó de la lluvia y del retraso que eso les causaría pero, animado por el sacerdote, emprendió rumbo a Woolcott Manor, finca y mansión situada a las afueras de Londres, en una tierra llena de pastos verdes, pequeñas casas de campo y carreteras indescriptibles de tan malas y enrevesadas. Flambeau conducía su Rolls Royce con suma maestría. Ya era rico por su casa, así que podía permitirse el lujo de un coche así, pero es que además ganaba mucho dinero como cazador de ladrones de joyas.


Durante el trayecto contaron mil y una anécdotas, comentando sucesos del pasado y del presente, acompañando su charla con el suave humo de la pipa del Padre Brown y los puros que fumaba Flambeau. No hubo nada más digno de reseñarse en aquel viaje, ni demasiado largo ni muy cansado. Gracias a la buena conducción del detective y a que la lluvia no era muy intensa, llegaron a su destino a las doce y media del sábado.

Al llegar a la mansión, una espectacular edificación con dos pequeñas torres a cada lado y una enorme puerta central, flanqueada por dos estatuas, una la de la diosa romana Britania y otra la de la diosa griega Atenea, el cura observó muchos automóviles aparcados a la entrada, señal inequívoca de que habría bastantes invitados al duelo y posterior festejo. 
 
Aquellos autos y la imparable velocidad a la que discurría el maquinismo moderno azoraban un poco al Padre Brown, acostumbrado a la beatífica vida eclesiástica, la cual no le había impedido conocer lo peor del mundo, los pecados más perversos y los pecadores más malvados, y también los más arrepentidos.


Como Flambeau había previsto, fueron recibidos por Carter, el silencioso, alto y corpulento mayordomo de la familia Woolcott, a quien ya conocía de antemano, como ya se ha dicho en el relato de esta historia. Carter se ocupó de que el mozo, Bill Barrett, apenas adolescente, de cara pecosa y pelo color zanahoria, cogiera el abultado equipaje del detective francés, cuyos seis pies de altura convertían al mozo Barrett en casi un pigmeo.
 
Mientras el mozo subía la impedimenta a las habitaciones que su anfitrión les había reservado, el mayordomo Carter les condujo a través de pasillos interminables, llenos de armaduras mohosas, cuadros de aristocráticos antepasados y jarrones enhiestos, a cual más monstruoso o absurdo. Esos continuos, lóbregos y fantasmagóricos pasillos agobiaban un poco a nuestro amigo el Padre Brown, el cual no se separaba de su paraguas ni de su maletita. Siempre se había sentido un tanto incómodo en los ambientes de la alta sociedad pero aquellos pasillos eran demasiado para él: le parecieron un corredor hacia la muerte. 
 
El cura fue acostumbrándose poco a poco a la penumbra de los vetustos y limpios corredores y se dijo que, a pesar de lo que se piensa, a veces la oscuridad es más conveniente que el fulgor para analizar un hecho con claridad de pensamiento, aunque ese hecho sea muy oscuro o nuestro pensamiento no sea demasiado claro. Lo cierto es que el curita detective razonaba mucho mejor entre penumbras que en el alborear de un luminoso día pero, como buen devoto de su fe, prefería la luz a las tinieblas.


Por fin, Carter les abrió la puerta de roble que conducía a un lujoso salón de techos altos, lámparas de araña, mobiliario de estilo victoriano y exquisita biblioteca, cuajada de libros de leyes, códigos, cartografías y catálogos de coleccionismo, además de muchas obras de la más selecta literatura. Al abrirse la puerta, ante la asombrada mirada de Brown y Flambeau apareció un grupito de personas de lo más encantador. La mayoría eran miembros del foro, amigos del Magistrado, pero también había otros que, de manera directa o indirecta, formaron parte del drama que estaba a punto de ocurrir en Woolcott Manor. Se los presentaré a ustedes, queridos lectores, igual que les fueron presentados al Padre Brown y a Flambeau. 
 
Pero antes debemos conocer al anfitrión de la casa, al pobre Sir Wilfred, quien luego sería tan vilmente asesinado. En aquel momento ni el cura ni su gigantesco amigo podían imaginar que estaban estrechando la mano de un hombre que iba a morir en seis horas. Es obvio que ni el propio Sir Wilfred era consciente de que esas iban a ser las últimas seis horas de su vida, pero ¿quién sabe cuándo va a llamar a su casa la pálida dama de la guadaña, esa astuta y sorpresiva visitadora que tantas veces llega a una casa sin dar previo aviso de su llegada?

Fue el propio Sir Wilfred quien salió a recibirles, estrechándole las manos a ambos. Era un hombre de unos cincuenta y ocho años, que lucía un enorme bigote con unas largas y espesas patillas que le cubrían gran parte del mentón. Iba vestido con levita negra y aún llevaba en la mano los guantes y la chistera, tal vez porque habría llegado poco antes que Flambeau y su amigo el sacerdote. También lucía monóculo sobre el ojo derecho, aunque no lo necesitaba pues, a pesar de su edad, Sir Wilfred tenía vista de lince, bien que usara unas gafitas para leer la letra pequeña de los muchos documentos y legajos que pasaban por sus manos. Era muy afable, considerado y de exquisita educación. Algo bajo de estatura pero altísimo en su recto comportamiento y en sus convicciones morales. No se había jubilado, ni pensaba hacerlo mientras le respetase su salud. Amante de la caza, los juegos de azar y todo tipo de colecciones, en especial las de armas de fuego, contaba entre sus vicios con el placer de saborear buenos licores. Amaba el vino, y amaba a su esposa y a su hija. Aunque pudiera parecerlo por algunas de sus aficiones más extravagantes, no era un dandy ni un bon vivant. Siempre se mostró como hombre sensato, juicioso y de firmes principios éticos.


-¡Bienvenidos a mi humilde morada! -exclamó Sir Wilfred, con aquella vieja y absurda expresión ('humilde morada') que gustan de repetir los que viven en mansiones obscenamente lujosas. Luego continuó diciendo:

-Estoy encantado de conocerle, Padre Brown. No sabe cuántas historias he oído o leído en la prensa londinense acerca de su vida y los crímenes que ha resuelto. Fue asombroso cómo cazaron usted y Flambeau a ese tal Kalón, el mercachifle fundador de la maldita secta del Ojo de Apolo, el que engañó y asesinó a la pobre Pauline Stacey... Me alegra mucho tener a los dos aquí.

-Los agradecidos por su hospitalidad somos nosotros -musitó el Padre Brown, que llevaba sus botas manchadas con algo de barro, fruto de la llovizna que habían sufrido desde Londres. Esas botas discordaban ante la limpieza, la pulcritud y la magnificencia de la casa, y aunque a muchos de los invitados les llamó la atención la desastrada forma de vestir del sacerdote, nadie hizo el más leve comentario sobre el particular, ni siquiera de forma privada.


-Sir Wilfred, tengo entendido que va usted a batirse en duelo, ¿no? -dijo Flambeau, sonriendo a la vez que guiñaba el ojo izquierdo.

-Sí, ja, ja, ja... Y para celebrar la ceremonia en el campo del honor, como es debido, tendré al mejor padrino con el que se puede contar. Pero pasen y acomódense. Les presentaré a mi familia y al resto de los invitados...

En efecto, Sir Wilfred, como buen anfitrión, fue dando a conocer a cada una de las personas que formaban ese pintoresco y adorable grupo. En primer lugar, les llevó ante Eleanore, su amada esposa, una mujer de melena larga de color castaño, cuyos ojos tiernamente azules hacían las delicias de todo aquel que los miraba. Era algo más alta que el Magistrado y, en aquella ocasión, lucía un hermoso y entallado traje de raso blanco. En su mano derecha, el anillo de esmeraldas que Flambeau había recuperado de las garras del falso vendedor de Biblias. El detective hizo una reverencia ante la dama y barbotó algo en francés, cualquier galantería que hizo ruborizarse a la dueña de la casa. Seguidamente, Woolcott presentó a su hija Louise, una jovencita de unos veinticinco años, vestida con mucha sencillez, más alta que sus padres, de pelo moreno y penetrantes ojos verdes. Dicen que su rostro casi siempre mostraba una sonrisa llena de encanto, pero en ese momento, cuando Flambeau y el cura la conocieron, su semblante no podía ocultar una tremenda tristeza. Los dos amigos ignoraban entonces cuál podría ser la causa de aquella expresión tan desolada, pero pronto iban a averiguarlo.

Tras presentar a su familia, pasó a los invitados. Como no podía ser de otra forma, el primero al que conocieron fue Arthur Parks, el Fiscal, hombre de unos cincuenta y cinco años, de mediana estatura, ojos enormes y saltones, y pelo escaso. Lucía una bien cuidada perilla que le daba un aspecto casi aristocrático, aunque su familia provenía de los más humilde de Inglaterra. El Fiscal había sabido ascender en la sociedad gracias a su esfuerzo, a su estudio y al buen desempeño de su trabajo. Su voz era firme y atronadora; su gesto, imponente y decidido; sus maneras, las de aquel que se sabe dueño de sí mismo y de la situación. Mostraba casi siempre el ceño fruncido, como si su cerebro estuviera en permanente estado de alerta o tal vez como si algo le incomodara. Esa expresión podía confundirse muy fácilmente con la del enfado o la molestia pero era tan habitual en él que sus amigos y hasta sus clientes se acostumbraron a ella y ya no sabían decir cuándo sabrían si Parks estaba enfadado o sólo concentrado en las mil y una ideas que poblaban su cerebro.


Tanto Flambeau como el Padre Brown notaron que el Fiscal estaba algo tenso, tal vez porque hasta hace poco más de dos meses, tanto Parks como Woolcott pasaban ante todo el mundo como acérrimos enemigos, si bien educados y cordiales, pero enemigos, en definitiva. Era Parks, sobre todo, quien no podía perdonarle a Sir Wilfred ciertos hechos del pasado, como ya se contó aquí: las rivalidades en el campo de la abogacía eran habituales, pero su enemistad creció debido a que Woolcott alcanzó un mejor puesto que él en el mundo de la judicatura. Por último, la espita que vino a hacer saltar sus incidentales relaciones fue un pleito por unas tierras cuya propiedad estaba en entredicho. En ese litigio el propio Arthur Parks era parte interesada, pues reclamaba para sí la posesión de esos terrenos, y fue Woolcott quien demostró que no le pertenecían, con lo que le dejó sin puesto, sin tierras e incluso sin honra. Aquello ya era agua pasada. Desde el pasado diciembre, tal vez por aquello tan engañoso y fugaz del espíritu navideño, tanto Parks como Woolcott habían depuesto las armas. Ahora eran los amigos más sinceros, más leales y más confiados que pudieran existir. 
 
Por último, diremos que al Padre Brown, según me comentó cuando hablé con él, le llamó la atención que el señor Parks fuera un hombre por un lado tan meticuloso en sus asuntos legales y, por otro, tan distraído. Eso nuestro amigo lo observó porque se dio cuenta de que, cuando Parks volvió a sentarse tras saludarles a él y al detective Flambeau, descubrió que llevaba un calcetín de color rojo y el otro de color verde. En aquel momento no le dio la más mínima importancia pero más tarde volvería a pensar en aquella distracción tan absurda e inexplicable.

Luego de conocer a Parks, el Magistrado les presentó al Juez Óliver Thorpe, un carcamal de setenta años, casi sordo y de mirada de topo. Nadie se explicaba que Parks hubiera elegido un padrino tan poco capacitado pero, como se trataba de un “falso duelo” y tal vez por los lazos de amistad que unían a Thorpe con los dos contendientes, su presencia allí estaba más que justificada. Tras saludar al señor Thorpe, Sir Wilfred tuvo la amabilidad de hacer los honores con el capitán George Gallagher, un joven irlandés, muy apuesto y de mirada oscura y decidida, que estaba allí como invitado de la familia. Woolcott, tan aficionado a la caza y las armas de fuego, comentó de forma fría y envidiosa que Gallagher era un excelente tirador. Entonces ni Flambeau ni Brown le dieron mucha importancia a ese hecho pero, una vez que fue cometido el crimen, en esos primeros instantes de horror todas las miradas se volvieron hacia el capitán irlandés.


Completaban el grupo otras dos personas: el señor Henry John Redvill, un viejo anticuario al que los dos rivales trataban con cierta frecuencia, pues ambos le conocían por su mutua afición a las armas y al coleccionismo. De hecho, algunas de las colecciones de Sir Wilfred las había adquirido en la tienda de Antiquités de Redvill. El anticuario era hombre de movimientos lentos, muy parsimonioso y de habla susurrada, casi ladina. Al Padre Brown le impresionó conocer a aquel personaje: su delgado cuello estaba lleno de arrugas y asomaba por entre su camisa como el de una tortuga que se asoma desde su caparazón. El anticuario señor Redvill era, sin duda, una tortuga, una vieja y arrugada tortuga, de mirada bizca y labios delicados. Por último, Flambeau se extasió ante la mirada de la joven Artemise North, la dama más hermosa de aquel conjunto de personalidades tan dispares. La señorita Artemise North aún era soltera, se dedicaba al periodismo y, como conocía a Sir Wilfred porque éste, de forma muy gentil y desinteresada, le había prestado algún dinero en ciertas ocasiones, quiso corresponder a la amistad del Magistrado presentándose en la casa y ofreciéndose para ser la cronista del evento social, ya que la señorita North trabaja para el Evening Star. El Padre Brown notó en la mirada de su amigo que este acababa de enamorarse de nuevo una vez más y dejó ver una leve sonrisa que ninguno de sus interlocutores supo a qué atribuir.

-¡El duelo se celebrará esta tarde a las seis, antes de que el sol caiga! -aulló Sir Wilfred. -Damas y caballeros, acompáñenme al comedor principal. Mis cocineros les han preparado un comida tan exquisita que no podrán olvidarla en su vida.


El infeliz de Sir Wilfred ignoraba entonces que en poco menos de seis horas, tras aquella comida tan opípara como suculenta, su cuerpo yacería boca arriba, junto a los jardines que con tanto esmero había cuidado, sobre un charco de espesa sangre y con una terrible expresión de espanto fija en sus ojos, ya sin ningún brillo ni asomo de vida. Tan aciago y cruel es el hado de la fatalidad con los humanos.

[CONTINUARÁ...]

sábado, 4 de junio de 2011

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (1) [Dedicado a CAMINANTE]


En 2011 se cumplen los cien años desde que apareció el libro El Candor del Padre Brown (The Innocence of Father Brown, 1911), del genio inglés Gilbert Keith Chesterton. Todos sabéis la devoción que siento hacia este autor y su personaje más popular. 
 
La historia que vais a leer (si os place) es un pequeño y no muy ingenioso homenaje por partida triple: a la colosal figura de Chesterton; a su encantador curita de Norfolk; y a nuestro querido amigo CAMINANTE, al que tanto debemos tantas personas que pululamos por esos blogs de Dios...

No quiero alargar más la presentación de mi cuentecillo. Huelga decir que le debe todo a Chesterton y que es manifiestamente inferior a cualquiera de sus originales historias. Es un mero ejercicio y una pequeña diversión destinada a entreteneros. 

Confieso que este y los sucesivos posteos que ocupa el relato serán muy largos, así que entenderé que tardéis en comentarlos, si es que tenéis a bien hacerlo. 
 


Sin más preámbulos, sigamos al Padre Brown y a su amigo Flambeau hasta que ellos (o vosotros, pues os invito a formular vuestra solución del crimen) den con la clave que les permita atrapar al criminal y resolver el misterio del...



DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(1)

Dedicado al amigo CAMINANTE,
que tanto me ha ayudado y que fue quien hace poco
me pidió un nuevo cuentecillo policial de los míos.
Helo aquí, amigo. Espero que te guste.
Con nuestra mutua amistad por bandera y
mi más afectuoso cariño para ti y los tuyos.

Los asiduos lectores de la sección de sucesos y asuntos criminales que con tanta frecuencia aparecen en las páginas de nuestras revistas y diarios matutinos tal vez aún no hayan olvidado el célebre y espantable caso del trágico asesinato del Magistrado Sir Wilfred Woolcott. 
 
Sin embargo, cabe la posibilidad de que muchos de esos ávidos y morbosos lectores no recuerden los detalles íntimos de aquel extraño misterio que tanto conmocionó al público de Londres durante muchos días. 
 
Por eso me propongo relatar los pormenores de esa singular historia, para que no quede en el olvido la trágica desaparición del célebre jurista. También la escribo porque mi amigo el Padre Josuah Brown, de la parroquia de San Francisco Javier, en Camberwell, hace unos días que me pidió muy encarecidamente que hiciera una relación de todo el asunto para que nadie albergue dudas sobre los motivos del crimen y el método que empleó el autor para cometerlo.

En efecto, el Padre Brown estaba muy preocupado, según me confió en nuestro último encuentro, porque, aunque hace mucho que el criminal fue detenido, juzgado, condenado y ejecutado por la justicia humana, aún persistían ciertos puntos oscuros en este terrible suceso que la prensa antes aludida tergiversó o malinterpretó, tal vez de forma deliberada.

En última instancia, debo escribir esta historia para rendir un sincero homenaje de admiración hacia mi amigo, el Padre Brown, ya que fue él precisamente quien logró resolver el enigma de la muerte de Sir Wilfred. Bien es verdad que hasta el último momento no reveló sus intuiciones acerca del caso, como también es cierto que procuró compadecerse del asesino y ganarse su afecto para conseguir su arrepentimiento, sabedor de que sería duramente juzgado por su horrible acción. Mi amigo confortó al entristecido criminal hasta el último instante y solicitó que se le conmutara la pena capital (morir en la horca) por la de cadena perpetua. Pero, por desgracia, no tuvo éxito al intentar salvar el cuerpo del autor del crimen; aún confía, no obstante, en haber salvado su alma para la justicia de Dios.

Por aquellos días, el Padre Brown andaba compaginando las tareas propias de su ministerio eclesiástico en la citada parroquia con la organización de un comedor para pobres, la instalación en su barrio de una escuela para sordomudos y la realización de una colecta de fondos para restaurar una antigua y deteriorada imagen de Nuestra Señora que era la joya de su iglesia en Camberwell. Este buen sacerdote aún encontraba tiempo para visitar a algunos enfermos y moribundos y para recibir la visita de algunos de sus más viejos y entrañables amigos. Uno de estos amigos es el famoso Monsieur Hércule Flambeau, el antaño célebre ladrón de alhajas, hace tiempo rehabilitado y convertido en flamante detective, gracias a los desvelos del propio Brown, que tuvo mucho que ver en la conversión de Flambeau.

Sucedió, pues, que una buena mañana de febrero, mientras un manto de espesa niebla envolvía las calles de Londres, la figura enorme, colosal y corpulenta de un hombre maduro, cabeza monumental, cuello de toro y fino bigote de artista se adentró en el sur de Londres con dirección a la parroquia de nuestro amigo el cura. Los lectores ya habrán adivinado que este gigantesco personaje no era otro que el mismo Flambeau, el cual iba ataviado con un sombrero de paja con cinta gris, chaqueta americana, corbata azul claro y zapatos italianos. Aquella mañana, Flambeau entró en el jardincillo que precedía al pórtico de la iglesia y se dirigió al despacho parroquial, donde sabía que a aquellas horas estaría el buen cura, ya que no le tocaba decir misa hasta las doce. 
 
Al penetrar en el despacho, el coloso francés notó un intenso olor a incienso que le recordó a su infancia, cuando su madre le llevaba a oír la misa de niños en la pequeña iglesia de su pueblo, allá en Gascuña. Porque Flambeau era tan gascón como D'Artagnan y, por tanto, igual de terco, obstinado y fanfarrón. 
 
Sentado a la mesa del despacho parroquial, aparentemente dormido pero, en realidad, rezando de forma mental con un rosario de color granate cogido por sus dedos gordezuelos, se hallaba el buen curita de Norfolk, cuya cara de luna, lentes de aumento, pelo encanecido y faz pálida y regordeta el detective Flambeau estaba deseoso de contemplar. Los dos eran viejos amigos y juntos habían resuelto muchos intrincados casos criminales. Pero en aquella ocasión el detective francés no le visitaba para embarcar a su amigo en ninguna aventura policíaca sino que se dirigía a verle para invitarle a asistir a un curioso evento social.

-Mon Père, ¡qué alegría volver a verle! -exclamó jovialmente el gigantón francés, estrechando la mano de su amigo con fuerza, pero sin apretarle demasiado, pues era fortísimo. Tan fuerte como para ser capaz de elevar sobre su cabeza a dos hombres, uno con cada mano, como el cura le vio hacer una vez, en la época en que uno era un famoso ladrón de guante blanco y el otro procuraba llevarle por el camino del bien.

-¡Oh, pero si es usted! ¡Querido Flambeau...! ¡Lo mismo digo! -dijo el Padre Brown abriendo mucho los ojos, mientras cambiaba su rosario a la mano izquierda para poder estrechar la de su amigo con la derecha. -¿Qué le trae por aquí? Disculpe mi atrevimiento pero acaso quisiera usted contribuir con un generoso donativo para la restauración de la imagen de Nuestra Señora de esta parroquia, muy deteriorada, como puede ver... Sé que le van bien las cosas, ayudando a la policía a capturar a ladrones de joyas.

-Me encantará contribuir a esa restauración. Cuente con mi chequera, Mon Pére. Siempre he sido partidario de las restauraciones. En especial de las artísticas y no tanto de las políticas. No me quejo de mi trabajo. Es más, hace poco he cobrado una buena suma por haber ayudado a Scotland Yard en la captura de Ulysses Tramps, el infame ladrón del collar de diamantes de Lady Blacknell...

-Ah, sí... Lo he leído en la prensa. ¡Enhorabuena, amigo! Creo que estuvo usted sensacional -comentó el Padre Brown, mientras encendía su pipa.

-Tuve suerte, nada más. Mientras los agentes del Yard se obstinaban en registrar una y otra vez, et encore une fois, el apartamento de ese infame de Tramps, pensando que allí podría haber ocultado el collar, yo me dediqué a seguirle. Hablé con él y, aunque no soy un policía oficial, le detuve. Luego le llevé a la Jefatura del Yard y le obligué a que nos enseñara el cuello. ¡Allí es donde había escondido el collar de diamantes, el muy bandido! ¿Puede usted creerlo? Lo llevaba bajo su camisa almidonada, ¡en el cuello!

-Sí, es sorprendente -secundó el cura. -Creo que a ningún policía corriente y moliente se le hubiera ocurrido. Es lógico que una mujer lleve su collar colgado del cuello, pero nos parecería absurdo, cómico o sospechoso que un hombre anduviera por ahí con un collar de mujer. Increíble... Bueno, ha habido muchos hombres en la Historia adornados con collares. Pero sólo Tramps se adornó con el collar de una dama de la alta sociedad. Y sólo usted tuvo la idea de mirar su cuello. De pillo a pillo, eh...

Flambeau sonrió muy complacido. Luego el padre Brown le invitó a que se sentara en una butaca del despacho y le sirvió una buena taza de café puro. Aún seguía el cura fumando su pipa cuando se le ocurrió preguntar:

-¿A qué debo el honor de su visita? No me diga que va a jubilarse ahora...

Flambeau volvió a esbozar una sonrisa, sacó un tarjetón color crema del bolsillo de su americana y se lo pasó al Padre Brown, mientras le pedía que leyera el papel que guardaba el sobre. Era una carta y decía así:

Querido Monsieur Flambeau: Recordará usted lo mucho que ayudó a mi esposa a recuperar su anillo de esmeraldas cuando un desaprensivo que se fingió vendedor de Biblias lo sustrajo en un descuido de ella y de nuestro servicio doméstico. Aún se lo agradezco. Quisiera invitarle a una fiesta que celebraré en mi casa.

Usted no ignorará que soy Magistrado de la Supreme Court. Hace años que tuve muchos problemas con un abogado, Arthur Parks, hoy Fiscal. No sólo por nuestra carrera en la judicatura (en buena lid gané mi plaza de Magistrado, puesto al que él aspiraba), sino por ciertas rencillas con unos terrenos que él disputaba suyos y que yo logré demostrar como pertenecientes a otra familia.

Desde entonces, hace ya muchos años, no podía ni verme en pintura pero, como hemos sido “compañeros de armas”, compartíamos muchas aficiones, entre ellas los juegos de azar y el gusto por las armas de fuego de coleccionista. Hace dos meses que hemos enterrado el hacha de guerra y somos muy amigos. Por eso, para zanjar de una vez por todas mis diferencias con Parks, acordamos celebrarlo disputando una especie de juego.

Se trata de un duelo, pero es un “duelo falso” en el que Parks y yo nos retaremos a punta de pistola. Conviene que sepa que ambas pistolas estarán cargadas con balas de fogueo para que nadie resulte herido... ¿Cómo sabremos quién ha ganado el duelo? El arma que antes dispare la bala de fogueo nos lo indicará. Será, en el fondo, una competición de velocidad.

Bien, pues yo quisiera que usted fuera mi padrino. El señor Arthur Parks ya cuenta con el beneplácito del Juez Óliver Thorpe, que es muy amigo de los dos, para que haga de padrino suyo. ¿Qué le parece la idea? Jugaremos a ser duelistas y usted, además de ser mi padrino, podrá asistir a la fiesta que daremos en mi finca, a las afueras de Londres. Hemos fijado el duelo para este mismo sábado. ¿Cuento con usted? 
 
Dado que hoy es lunes, esta carta le llegará mañana martes y tendrá tiempo de sobra para responderme. Puede usted negarse, claro, pero me desilusionaría. Si se está preguntando que por qué le he elegido como padrino en lugar de a un miembro del foro, sepa que es una atención a su gusto por los duelos, ya que conozco su temperamento y su romántica y honorable forma de ver la vida. Sea cual sea la decisión que tome, le ruego me responda a la mayor brevedad.

Suyo afectísimo, Sir Wilfred Woolcott.

El Padre Brown metió la carta en el sobre y miró a Flambeau, el cual habló en los siguientes términos:

-Hay algo en todo ese asunto que no me gusta, Mon Père. Aún no le he escrito a Sir Wilfred pero estoy decidido a ir, no sea que ocurra algo malo. ¿Querría usted acompañarme? Si acepta, escribiré a mi amigo Woolcott, informándole de que seremos dos los invitados. No creo que me ponga pega alguna. Por eso he venido hoy a verle...

-Cuente conmigo, Flambeau. Y sí, en efecto, en ese asunto del “duelo falso” hay algo que me inquieta pero no acierto a decir qué pueda ser. Tal vez nos estemos alarmando sin motivo. No obstante, diga al Magistrado que iremos a su finca los dos. Hablaré con el Padre Mitchell para que me sustituya en los oficios de este fin de semana.

-¡Sabía que aceptaría! Usted nunca me ha decepcionado... Corro a escribir los dos papeles...

-¿Qué dos papeles? -inquirió Brown con el rostro perplejo.

-La carta de respuesta a Sir Wilfred y el cheque del donativo para su iglesia, comme il faut -subrayó Flambleau, con acento decidido.

Media hora más tarde, Flambeau abandonaba la iglesia de su amigo, camino de correos y de su apartamento en Westminster, donde tenía guardada su chequera. El Padre Brown quedó solo, preparándose para la misa de las doce, que ofició unos minutos después. Ninguno de sus fieles se dio cuenta pero, durante la celebración del sacrificio de la misa en aquella ocasión, una sombra negra como los nubarrones que anuncian tormenta cruzó varias veces el rostro del curita, sin que pudiera abandonar la idea de que una terrible tragedia estaba a punto de suceder ese mismo sábado.

[CONTINUARÁ...]

martes, 24 de mayo de 2011

ISRAEL ZANGWILL: EL MISTERIO DE BIG BOW

Nuestra serie de las novelas policiales había quedado interrumpida en las obras de Sir Arthur Conan Doyle, en especial las que tienen a Sherlock Holmes por protagonista, a quien dediqué 10 entradas. 

También tengo prometido que la próxima serie larga será la que consagremos a Gilbert Keith Chesterton y a su peculiar creación, el Padre Brown, pero antes de eso, he pensado ofreceros varias entradas sobre ciertos relatos de tema policíaco cuyos autores están hoy un tanto olvidados. 

Me refiero a los libros El misterio de Big Bow, de Israel Zangwill; La máquina pensante, de Jacques Futrelle; El misterio del cuarto amarillo, de Gaston Leroux y El viejo en el rincón, de la Baronesa Orczy. Cronológicamente todos ellos son anteriores a 1911, año en que aparece el primer libro de cuentos del Padre Brown. Por eso me permitiréis que les demos el espacio de cuatro entradas, una para cada uno de ellos, y estoy seguro de que os gustará y de que así nuestro pequeño repaso por la novela y el cuento policial quedará mucho más completo.

No es la primera vez que Israel Zangwill aparece en las páginas de este blog. Ya se trató aquí de otra obra suya, Los soñadores del Gueto, y no estará de más recordar que fue amigo personal de Chesterton, además de finísimo escritor de origen judío. 

El origen de su novela policíaca El misterio de Big Bow lo explica el propio Zangwill en el prefacio de la obra, del cual me permitiréis entresacar unas cuantas citas (tomadas de la traducción de José María Aroca para Ediciones Acervo y Ediciones Forum, de 1984):

"Mucho antes de que el libro se escribiera me dije a mí mismo una noche que ningún traficante en misterios había asesinado nunca a un hombre en una habitación a la cual no hubiera ningún acceso posible. [...] La idea permaneció almacenada en mi cerebro hasta que, años más tarde, durante la temporada floja, el editor de un popular periódico londinense de la tarde [...] me pidió que le proporcionara un tema de ficción más original. [...] Me puse a trabajar en serio, aunque el Morning Post dijera posteriormente que la obrita era demasiado forzada, y logré al menos excitar a mis lectores, muchos de los cuales enviaron testimonios de ello en forma de soluciones durante el desarrollo de la historia [...]"


Así pues, como declara Zangwill, su propósito fue escribir una novela policiaca con el llamado problema del "recinto cerrado" como fondo, y argumenta que el relato de Poe sobre el mismo tema e iniciador de este tipo de historias detectivescas (Los crímenes de la Rue Morgue, ya tratado en este blog) no era, en realidad, un auténtico caso de asesinato cometido en una habitación cerrada, aunque deja patente su admiración por los cuentos de Poe, e incluso señala que todos las historias de misterio "deben estar empapadas de una atmósfera de terror y de espanto como las que Poe consigue crear". 


Por otra parte y siguiendo con la cita de arriba, parece que en la prensa inglesa que publicaba obras de ficción era muy habitual que los lectores escribieran cartas ofreciendo sus opiniones sobre el desarrollo de la historia y, en el caso de las tramas de misterio policial, planteasen quién podía haber sido el asesino y su modo de cometer el crimen. Los lectores llenaron de cartas la redacción de The Star, que fue el diario que entre 1891 y 1892 publicó The Big Bow Mystery. En esas cartas, dirigidas al propio Zangwill, le apuntaban quién podía haber sido el asesino en un caso aparentemente imposible de resolver. Pero vayamos a la historia del "misterio de Big Bow".


En ella se nos brinda un relato cuajado de humor, de ironía y de ingenio que trata sobre el asesinato del líder sindicalista Arthur Constant, quien es salvajemente apuñalado en un cuarto de la humilde pensión que Miss Drabdump posee en el pobre barrio de Bow. Cuando una fría mañana de invierno el entrañable personaje de la señora Drabdump descubre que han asesinado a su inquilino, acude rápidamente a un vecino, un famoso expolicía de Scotland Yard, el señor George Grodman quien, después de derribar la puerta, descubre el cuerpo del joven Constant, tumbado de espaldas en la cama, degollado limpiamente en un cuarto totalmente cerrado por dentro y sin rastro alguno del arma del crimen. Grodman, aunque policía retirado, irá indagando por su cuenta, rivalizando con el inspector Edward Wimp, quien se aprestará a detener, como sospechoso de asesinato, a otro sindicalista, Tom Mortlake, que también se hospedaba en la misma pensión de Bow. No hace falta decir que Mortlake, a pesar de ser un sospechoso bastante contundente por sus motivos (de índole amorosa), no era el asesino, como al final revelará Grodman en su solución del caso. Dejo aquí el relato de la historia para no estropearles el efecto final a sus posibles lectores.


Zangwill consigue describir perfectamente los ambientes en que se mueven sus personajes, además de llenar toda su historia de un finísimo humor que, en apariencia, disuena en las tramas de misterio policial, pero que sería luego usado por muchos autores de novelas policíacas, Chesterton entre ellos. Él mismo reconoce en el citado prefacio que en su obra el humor es demasiado abundante (no os perdáis los retratos de sus personajes; incluso aparece el célebre político inglés Gladstone en la narración) pero justifica su empleo como aditamento necesario en toda historia que describa la vida de forma realista.


Este humor descolla sobre todo en las escenas de la encuesta y del juicio sobre el caso del "misterio de Bow", en la amena y divertida descripción del brumoso Londres o de los personajes principales, en especial de algunos como la señora Drubdump, Grodman o el poeta Denzil Cantercot y su amigo y benefactor, el filosófico Peter Crowl. Se puede decir, pues, que además de relato policial es una novela de tipos humanos, a cual más peculiar y llamativo. Sólo por eso ya merece una atenta lectura. Pero El misterio de Big Bow ofrece mucho más: es todo un clásico de la narrativa de crímenes, porque constituye, por primera vez, una historia donde el crimen se ha cometido en un cuarto totalmente cerrado, elegante recurso que un autor como John Dickson Carr elevaría a sus más altas cotas. 


Tal vez, si alguno de vosotros se anima a leerla, si es que conseguís una traducción al español, llegue a terminarla y se quede con cierta sensación de disgusto pues he de reconocer que la solución que se ofrece al final puede no resultar satisfactoria para muchos lectores exigentes. 

En cualquier caso, merece la pena leer esta novela, por las razones que ya he apuntado. La única pega es que una edición actual de este libro resulta bastante difícil de encontrar. Yo he podido acceder a él por pura casualidad, ya que estaba en casa de mis suegros, en uno de esos volúmenes con cuatro o cinco novelas de misterio que la Editorial Forum publicó en su colección del famoso "Círculo del Crimen". 

En fin, si yo he podido conseguir el libro, vosotros también podréis. No obstante, animo a las editoriales españolas especializadas en el género de misterio a que saquen una nueva edición del libro de Zangwill, que hará las delicias de sus lectores. 


Que Dios os bendiga y Nuestra Señora la Virgen os proteja siempre. Cuidaos mucho, amigos, y hasta la próxima.

jueves, 14 de abril de 2011

EL TE DEUM

En plena Cuaresma, se acerca ya la Semana Santa, tiempo pascual en el que celebramos el sacrificio que Jesús hizo por todos nosotros, por los seres humanos de todo tiempo y lugar. Es una época especial para los católicos, muy adecuada para hacer oración, aunque para ello cualquier tiempo del año es bueno. 

Decía Santa Teresa de Jesús (1515-1582) en su famosa obra Las moradas que nuestra alma es "como un castillo todo de diamante y muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas" y más adelante, sobre la oración, señala que "la puerta para entrar en este castillo es la oración y consideración; no digo más mental que vocal, que como sea oración, ha de ser con consideración" (Morada I, Capítulo 1). 

Tratemos de entrar en ese castillo de nuestras almas haciendo alguna oración, sea mental o vocal, y con consideración. Para ello y para celebrar la Semana Santa os propongo una oración tradicional. Se trata del Te Deum (literalmente, "A ti, Dios"), himno tradicional de la Iglesia católica, atribuido a San Ambrosio (340-397), obispo de Milán. Es un himno muy usado en ciertas celebraciones, como las canonizaciones, o con ocasión de la elección de un nuevo Papa en la Iglesia, aunque también se canta en la Liturgia de las Horas. 

Como siempre, dejo el himno en latín y su correspondiente traducción al castellano, para que podáis leer el original y la versión castellana. Y tal vez, si os gusta y tenéis un ratito, podáis rezarlo.


TE DEUM (TEXTO EN LATÍN)

Te Deum laudamus:
te Dominum confitemur.
Te aeternum patrem,
omnis terra veneratur.

Tibi omnes angeli,
tibi caeli et universae potestates:
tibi cherubim et seraphim,
incessabili voce proclamant:

Sanctus, Sanctus, Sanctus
Dominus Deus Sabaoth.
Pleni sunt caeli et terra
majestatis gloriae tuae.

Te gloriosus Apostolorum chorus,
te prophetarum laudabilis numerus,
te martyrum candidatus laudat exercitus.

Te per orbem terrarum
sancta confitetur Ecclesia,
Patrem immensae maiestatis;
venerandum tuum verum et unicum Filium;
Sanctum quoque Paraclitum Spiritum.

Tu rex gloriae, Christe.
Tu Patris sempiternus es Filius.
Tu, ad liberandum suscepturus hominem,
non horruisti Virginis uterum.

Tu, devicto mortis aculeo,
aperuisti credentibus regna caelorum.
Tu ad dexteram Dei sedes,
in gloria Patris.

Iudex crederis esse venturus.

Te ergo quaesumus, tuis famulis subveni,
quos pretioso sanguine redemisti.
Aeterna fac
cum sanctis tuis in gloria numerari.

Salvum fac populum tuum, Domine,
et benedic hereditati tuae.
Et rege eos,
et extolle illos usque in aeternum.

Per singulos dies benedicimus te;
et laudamus nomen tuum in saeculum,
et in saeculum saeculi.

Dignare, Domine, die isto
sine peccato nos custodire.
Miserere nostri, Domine,
miserere nostri.

Fiat misericordia tua, Domine, super nos,
quem ad modum speravimus in te.
In te, Domine, speravi:
non confundar in aeternum.



TE DEUM -"A TI, DIOS"- (VERSIÓN CASTELLANA)

A ti, oh Dios, te alabamos,
a ti, Señor, te reconocemos.
A ti, eterno Padre,
te venera toda la creación.

Los ángeles todos, los cielos
y todas las potestades te honran.
Los querubines y serafines
te cantan sin cesar:

Santo, Santo, Santo es el Señor,
Dios de los ejércitos.
Los cielos y la tierra
están llenos de la majestad de tu gloria.

A ti te ensalza el glorioso coro de los apóstoles,
la multitud admirable de los profetas,
el blanco ejército de los mártires.

A ti la Iglesia santa,
extendida por toda la tierra, te aclama:
Padre de inmensa majestad,
Hijo único y verdadero, digno de adoración,
Espíritu Santo, defensor.

Tú eres el Rey de la gloria, Cristo.
Tú eres el Hijo único del Padre.
Tú, para liberar al hombre,
aceptaste la condición humana sin desdeñar el seno de la Virgen.

Tú, rotas las cadenas de la muerte,
abriste a los creyentes el Reino de los Cielos.
Tú sentado a la derecha de Dios
en la gloria del Padre.

Creemos que un día has de venir como juez.

Te rogamos, pues, que vengas en ayuda de tus siervos,
a quienes redimiste con tu preciosa sangre.
Haz que en la gloria eterna
nos asociemos a tus santos.

Salva a tu pueblo, Señor,
y bendice tu heredad.
Sé su pastor
y ensálzalo eternamente.

Día tras día te bendecimos
y alabamos tu nombre para siempre,
por eternidad de eternidades.

Dígnate, Señor, en este día
guardarnos del pecado.
Ten piedad de nosotros, Señor,
ten piedad de nosotros.

Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.
En ti, Señor, confié,
no me veré defraudado para siempre.


Que paséis unos felices días de Semana Santa en compañía de vuestros familiares y amigos, que descanséis y, si os queda un hueco libre, rezad porque hay muchas necesidades en el mundo. Que Dios os bendiga a todos y la Santísima Virgen os proteja siempre. Hasta pronto, amigos. 

sábado, 26 de marzo de 2011

CHISPAZOS PRIMAVERALES

Ha llegado la primavera, tras febrerillo "el loco" y un marzo realmente movido y calamitoso en el ámbito de las noticias internacionales. Aunque la primavera alegra con su festival de flores y de buen tiempo, varios han sido los asuntos que han venido ocupando (y aún ocupan) las portadas de los medios de comunicación. Estos chispazos primaverales de actualidad quisieran glosar esas noticias y daros con ellos la opinión de este humilde bloguero. Helos aquí.

* * * * * * *
En España ha causado mucho revuelo la tentativa de "Sortu" (nueva marca de Batasuna, el brazo político de la ETA) para ser legalizada como formación política que se presente a las elecciones autonómicas y municipales de mayo. Por ahora, parece que no va a ser legalizada, pero uno nunca sabe a qué atenerse con la justicia española y mucho menos con el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, que parece dispuesto a transigir con "Sortu" (así se han pronunciado algunos de sus líderes, en especial del País Vasco), so capa de unas declaraciones en las que supuestamente reniegan de la violencia. No ha sido tal y, como siempre, los batasunos, etarras camuflados de políticos, han usado un lenguaje lo suficientemente ambiguo como para aparentar lo que no son en realidad. Veremos qué pasa y si son legalizados al final o no. Lo que es cierto, hablando de las elecciones, es que todos los sondeos parecen dar una aplastante victoria del PP de Mariano Rajoy sobre el Psoe en las grandes capitales y ciudades de nuestro país. Harían bien los del PP en no fiarse mucho de las encuestas, que luego les pasa lo que les pasa. Uno ya ha vivido bastante como para saber que se debe desconfiar de esas encuestas y huir del triunfalismo. En mayo se aclararán todas estas incógnitas.

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Mientras anda así de revuelto el Ruedo Ibérico, en el mundo se han vivido días de miedo y pánico, a cuento del desastre del terremoto y del tsunami en Japón que tantos muertos, heridos y destrozos ha dejado en el admirable país nipón. Lo más grave, como todos sabéis, han sido los daños que el tsunami ha provocado en la central nuclear de Fukushima, nombre que se ha hecho tristemente célebre en todo el mundo. Lo mejor ha sido el ejemplarísimo comportamiento del pueblo japonés, que ha dado a todo el mundo una lección de civismo, de serenidad y de templanza ante todas las adversidades que han sufrido. Fueron días terribles, pero más terrible y terrorífica fue la ligereza con la que algunos medios y políticos occidentales han tratado el asunto, en especial cierto prócer de la UE que calificó la situación de "apocalíptica", creando un alarmismo feroz e innecesario. ¡Así va la UE, con semejantes memos al frente!

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No paró ahí marzo con su carga de noticias trágicas. Porque el asesino coronel Gadafi, ante la revuelta cívica y urgente de sus compatriotas, respondió matando y masacrando a los rebeldes, atacando a su propio pueblo con tal de mantenerse en la poltrona del poder. Como siempre, la ONU y los demás organismos internacionales han demostrado una reacción tan lenta que, poco más, y no queda nadie que proteger o salvar. EEUU, Francia y los demás aliados han organizado una "Odisea del amanecer" cuyos objetivos desconocemos: al principio, parecía que iban a Libia a desalojar a Gadafi del poder; ahora, no sabemos si van a proteger al pueblo o a proteger sus intereses comerciales, y de dominio sobre la región, como parece es la intención de Francia. Y aquí en España, los antaño combativos actores y demás gente de la farándula bajo la pancarta del "No a la guerra" parece se han quedado en casa porque esto no es como lo que se organizó contra Irak. Diferencias entre uno y otro conflicto las hay, quién lo duda, pero ¿dejan los dos de ser guerras, por muy justas que nos resulten? Bien está que se eche del poder a Gadafi y que nuestro ejército colabore en ello, pero que no nos engañen los pancarteros del "No a la guerra", que no mientan más y dejen la fantasía para sus películas y su cine que, por suerte o por desgracia, cada vez ven menos personas.

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Y para terminar por hoy, que no falte el "Chesterchispazo". Por el blog de L'Uomo vivo (cari amici italiani) nos enteramos de que ha salido editada en español la biografía que Chesterton escribió sobre el pintor George F. Watts, que tanto hemos querido leer desde hace años. Este librito de Chesterton fue muy elogiado por Borges y constituye una de sus mejores biografías. Parece que Enrique G. Máiquez ha estado a cargo de la edición y traducción. En cuanto la tenga en mis manos y la lea, os haré llegar la reseña, si el tiempo me respeta y está en la voluntad de Dios. Hasta entonces, disfrutad de los libros de GKC y de todos vuestros autores favoritos.

Hasta que nos volvamos a encontrar. Cuidaos mucho. Gracias por leer estas páginas. Os deseamos lo mejor. Que Dios os bendiga y la Virgen os proteja siempre.

miércoles, 16 de marzo de 2011

TRECE DETECTIVES

En 2011 cumple sus cien primeros años el agudo y entrañable Padre Brown, detective creado por la fértil e ingeniosa mente de Gilbert Keith Chesterton. Lo cierto es que el personaje nació, en realidad, en 1910, fecha de la que data la primera aventura, "La cruz azul" (The Blue Cross), aunque el libro que reuniría las doce primeras narraciones con el Padre Brown como protagonista no salió publicado hasta 1911 y de ahí el aniversario que celebramos.

También es sabido que el curita católico de cara de luna, ojos grises de arenque, vivísima inteligencia y supremo conocimiento del alma humana le fue inspirado a Chesterton en sus largas conversaciones con el Padre John O'Connor, tan decisivo en su conversión al catolicismo. Siempre se ha dicho que O'Connor fue el modelo del Padre Brown, aunque yo veo muchísimo del propio Chesterton en su criatura de ficción más famosa y conocida en todo el mundo. 

No voy a dedicar esta entrada al homenaje a las historias del Padre Brown, cuyas aventuras íntegras iré glosando este mismo año, si Dios quiere y tengo tiempo. Hablaremos del curita de Norfolk en otras entradas, especialmente escritas para conmemorar tan feliz aniversario, feliz al menos para todos aquellos que adoramos la literatura chestertoniana y, en particular, sus ficciones policiales. En esta entrada de hoy quisiera hablaros de otro libro del autor inglés, libro que bien puede servir de introducción a quienes no conozcan las novelas y cuentos detectivescos de GKC.

En efecto, la editorial Montesinos sacó en 2009 un bello y completo volumen, Trece detectives (Thirteen  Detectives) donde se reúnen algunas de las más ingeniosas aventuras de los muchos y singulares detectives que Chesterton creó a lo largo de su carrera narrativa. En ese libro aparece, como no podía ser menos, el propio Padre Brown, y además la editorial tuvo el acierto de incluir una aventura inédita del Padre Brown ("El caso Donnington"), a la que me referiré luego. La inclusión de este relato inédito supone una excelente novedad para los muchos fans con que cuenta el sagaz detective y curita inglés en todo el mundo.

Pero en este libro no solo aparece el 'cándido' Padre Brown, sino que se completa con otros doce detectives debidos a la maestría narrativa de GKC. Llamarles detectives tal vez pueda confundir a algunos lectores, porque muchos de ellos no son el detective al uso, tal y como nos lo hemos figurado a lo largo de años de leer novelas y de ver películas. 

No, porque los detectives de G.K. Chesterton ejercen, casi siempre, otras profesiones, empezando por el mismo Padre Brown, que es sacerdote, aunque nunca se le ve oficiando misa, como ya notó en su día Agatha Christie, que admiraba el personaje. Los otros detectives chestertonianos viven de oficios y profesiones que a veces poco tienen que ver con el mundo policial. 

Así, aparecen, por ejemplo, Gabriel Gale (protagonista del libro El poeta y los lunáticos) es poeta, un poeta extraño y estrambótico, que a veces se entretiene en hacer el pino para ver la realidad de otra manera; Horne Fisher (del libro El hombre que sabía demasiado y uno de los más agudos e interesantes detectives de Chesterton) es una especie de funcionario que conoce todos los entresijos y tramas ocultas de la alta política inglesa; Basil Grant (del libro El club de los negocios raros), juez ya retirado que se ve envuelto en enigmáticos sucesos relacionados con un misterioso club de nuevas profesiones, acompañado por su hermano Rupert, detective aficionado, y siempre dispuesto a dudar de las ideas de su hermano Basil; Mr. Pond (del libro Las paradojas de Mr. Pond, uno de los últimos que escribió Chesterton), personaje que consigue sorprender a todos sus interlocutores a fuerza de paradojas aparentemente inverosímiles.

Los otros personajes detectivescos que aparecen en las páginas de Trece detectives son Mr. Traill, el Dr. Adrian Hyde, John Brandon, Walter Weir, Mr. Brain, Cuthbert Grayne, Bertrand y Max Pemberton

Mr. Traill protagoniza el relato "El jardín de humo" y no volvió a aparecer en otros cuentos detectivescos, pero sólo por la originalidad de este merece figurar en la antología. 

El Dr. Adrian Hyde, célebre detective, se enfrenta al enigma de "El asesinato de las columnas blancas", pero serán sus subordinados, John Brandon y Walter Weir, quienes al final resuelvan el misterio, cuyos hechos y su solución, como es lógico, el lector nos permitirá mantener en secreto. 

Por su parte, tanto Mr. Brain como Cuthbert Grayne ayudan a resolver dos enigmas a Horne Fisher, "el hombre que sabía demasiado", en apariencia siempre indolente e indiferente a cuanto le rodea. Mr. Brain le acompaña en "El agujero en el muro" y Cuthbert Grayne en "El pozo sin fondo".

Bertrand es el compañero de aventuras  de Gabriel Gale, el poeta de conducta extravagante, y le sigue para cuidarle y protegerle, aunque el lector nunca sabe quién cuida a quién y cuál de los dos está realmente loco o cuerdo. Por último, Max Pemberton no desempeña el rol de detective, sino que presenta los hechos de "El caso Donnington", resuelto luego por el Padre Brown.

Parece que el relato de "El caso Donnington" fue descubierto en 1981, con lo que supuso una auténtica novedad para los lectores de Chesterton y lo sigue siendo para los lectores españoles de sus aventuras. Esta historia era resultado de una original iniciativa en la que se planteaba el mismo misterio a diversos autores de historias policiales y, además de Chesterton, parece que también se lo plantearon a Sir Arthur Quiller-Couch, el creador del personaje del abogado Horace Rumpole, y a la Baronesa de Orczy, la célebre autora de La Pimpinela Escarlata.

Todas las historias que forman Trece detectives merecen ser leídas porque en todas ellas se atisba el genio y la maestría narrativa de Chesterton pero, como siempre ocurre en estos casos, me permitiréis señalar las tres que, en mi humilde opinión, sobresalen sobre las demás. Estas son "El agujero en el muro", con Horne Fisher como protagonista, por el maravilloso ambiente creado por Chesterton en la historia; "Los tres jinetes del Apocalipsis", historia relatada por Mr. Pond, y que, para Jorge Luis Borges, era una de las obras maestras de Chesterton, como una perfecta jugada de ajedrez; y "El caso Donnington", con el Padre Brown, por la novedad que supone el relato y la indudable atracción que el personaje del curita detective ejerce en el lector.

En fin, amigos, creo que, si tenéis tiempo y os apetece pasar un rato distraído conociendo a los más singulares detectives creados por la genial pluma de Chesterton, el libro de los Trece detectives será para vosotros una lectura perfecta.

Que Dios os bendiga a todos y que la Virgen os proteja siempre. Hasta muy pronto, queridos amigos.